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Del poder y sus demonios (John Locke y el Estado de Derecho)

La idea de la división de poderes esbozada por John Locke cobra una inusitada actualidad en Colombia, en un momento donde se propone fusionar las cortes en una supercorte, y donde el ejecutivo ha cooptado el congreso, los órganos de control y la defensoría del pueblo. Exploramos estas ideas en el presente artículo.

Damián Pachón Soto
31 de agosto de 2020 - 07:20 p. m.
El filósofo John Locke retratado por Godfrey Kneller.
El filósofo John Locke retratado por Godfrey Kneller.
Foto: Archivo Particular

En el Segundo tratado sobre el gobierno civil, el filósofo inglés John Locke se refiere a la fragilidad del hombre y a su tendencia a “acumular poder”, lo cual incluye, en el caso de los legisladores, la posibilidad de que quieran sustraerse a las leyes que ellos mismos han creado, tener la tentación de “hacer las leyes a su medida y de ejecutarlas para beneficio propio”. Pues bien, este es el punto de partida para su propuesta de la llamada división de poderes, teoría que, a decir verdad, tenía antecedentes en el pensamiento de Aristóteles y en el de Polibio con la llamada teoría del gobierno mixto. En Aristóteles se trata de favorecer un gobierno de la clase media, especie de síntesis de los ricos y los pobres, en busca de la estabilidad política. En Polibio, se trataba de unir las tres formas buenas de gobierno aristotélicas, monarquía, aristocracia y democracia, para buscar esa misma estabilidad. En la República romana, esta idea tomó forma con el gobierno de los dos cónsules, el senado y los tribunos del pueblo. De tal manera que se presentaba un equilibrio entre el poder monárquico, el aristocrático y el popular. Esta idea fue acogida de manera entusiasta por Maquiavelo en su obra cumbre Discurso sobre la primera década de Tito Livio, libro muy superior teóricamente a El príncipe.

Los franceses que siempre admiraron el genio inglés, y que valoraron altamente la filosofía del entendimiento de Locke, lo mismo que sus ideas políticas, se percataron de la utilidad del principio lockeano de que solo el poder controla el poder, base del Estado de derecho actual. Esto es fundamental porque, en estricto sentido, como entendió Michel Foucault, el poder no se puede eliminar de la sociedad, pues para hacerlo se requeriría un poder aún más omnímodo que sometiera ese archipiélago de poderes que atraviesan el macro y el microcosmos social. Esa idea de Locke aparece recogida en la famosa Enciclopedia francesa del siglo XVIII, empresa liderada durante 25 años por el genio de Diderot. En ella se pretendió sistematizar todo el saber de la época. Allí se dice: “Baste subrayar aquí en general que la libertad política desaparece en un Estado cuando el mismo hombre, o el mismo cuerpo de los poderosos, o de los nobles o del pueblo ejercen los tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las decisiones públicas y el de juzgar los crímenes o las diferencias entre los particulares”.

La libertad política, que es una libertad empírica, donde el sujeto es protegido del poder arbitrario del Estado, se pone en peligro, pues, cuando se concentra el poder en una persona o en un grupo. Fue esa concentración del poder la que quiso evitar Locke con su idea del poder legislativo, ejecutivo y federativo, tal como aparece en los capítulos XII a XV del Segundo tratado sobre el gobierno civil. Allí aparecen los tres poderes como el esqueleto del poder político, el cual es entendido como el producto del contrato social de hombres libres y racionales, cuando entregan su poder a la sociedad, “y a través de ella a los gobernantes que la sociedad misma ha erigido con el encargo expreso o tácito de que este poder sea empleado para su propio bien y para la preservación de su propiedad”. En esta construcción teórica de la modernidad reaparecen dos principios fundamentales: el principio según el cual legitimidad de la autoridad tiene su origen en el pueblo, y el de que el “fin de todo gobierno es el bien común de la comunidad”, el bien público.

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De tal manera que la división de poderes no es más que ingeniería institucional para materializar esos principios. El legislador, dice Locke, es el poder superior, hace las leyes, y debe estar en manos “de diversas personas”. Esto quiere decir que los legisladores representan la diversidad de los intereses sociales, idea que está a la base del pluripartidismo propio de las democracias actuales. El ejecutivo, ejecuta las leyes, convoca las sesiones ordinarias y extraordinarias del legislativo, y tiene ciertas prerrogativas cuando hay vacíos jurídicos, porque la ley no lo puede prever todo, y se requiere atender los asuntos de la comunidad. Esta prerrogativa es lo que hoy llamaríamos “estados de excepción”, los cuales no pueden ir contra los intereses de los asociados. Y, finalmente, el poder federativo, en cabeza usualmente del ejecutivo, que da a éste el “poder de hacer la guerra y la paz, de establecer ligas y alianzas y de realizar tratos”. En Locke, el poder federativo tiene justificación porque cada comunidad política o Estado se ve frente a otro Estado como un posible enemigo, como en “estado de naturaleza”, lo que quiere decir que se pueden hacer la guerra y exterminarse. Así las cosas, el poder federativo al permitir al ejecutivo hacer alianzas y tratos, se convierte en un claro antecedente del derecho público internacional, que propuso Kant en su texto La paz perpetua, claro antecedente de organismos como la Organización de las Naciones Unidas (ONU), y de su idea de posibilitar una paz mundial al tramitar adecuadamente los conflictos entre los Estados.

En la idea de poder federativo aparecen in nuce dibujadas dos de las funciones que luego los sistemas políticos presidencialistas le otorgarán al ejecutivo: dirigir las relaciones internacionales y ser el jefe de la fuerza pública para garantizar la soberanía. Sin embargo, en esta ingeniería institucional es claro que la soberanía proviene del pueblo, que éste puede usar la fuerza cuando se atente contra su preservación; que el poder superior es el legislativo y que el poder “ejecutivo no está exento de subordinación”, y que debe “rendir cuentas” al legislativo, o lo que hoy llamaríamos control político. Como puede verse, aquí es clara la idea de que todos los poderes “han de rendir cuenta a algún otro poder dentro del Estado”. Este es, a mi juicio, uno de los grandes aportes del filósofo inglés.

La división de poderes, con los tres nombres que conocemos hoy, ejecutivo, legislativo y judicial, aparece de manera clara en Del espíritu de las leyes de Montesquieu. En el libro XI, Cap. VI, habla específicamente de separar los poderes, pues si el ejecutivo y el legislativo están reunidos en una misma persona, “no hay libertad”, y pueden hacerse y ejecutarse leyes tiránicas; tampoco hay libertad “si el poder de juzgar no está bien deslindado del poder legislativo y del poder ejecutivo […] Si no está separado del poder ejecutivo, el juez podría tener la fuerza de un opresor”. En todos estos casos lo que está en peligro es la libertad política y la seguridad y la confianza que ésta exige. En ningún caso se debería temer a un gobierno, pues es función de este proteger al ciudadano, su vida, sus bienes, su integridad y su propiedad.

Pues bien, el sistema presidencialista, forjado en Estados Unidos, en la práctica implica una gran concentración de poder. En América Latina, como es sabido, este modelo, con algunos de sus vicios y sus virtudes, fue acogido tras la independencia de España, de tal manera que acogimos gran parte de esos vicios. El presidente, en el caso colombiano, no sólo es jefe de gobierno, de Estado, máxima autoridad administrativa, dirige las relaciones internacionales, es jefe de la fuerza pública, decide en gran parte la política económica, entre otras funciones. El ejecutivo, tiene, pues, un gran poder burocrático y amplias potestades nominativas. En realidad, los aspectos más problemáticos son estos dos. Al tener poder burocrático, por ejemplo, el de nombrar ad hoc ministros, representantes diplomáticos, al igual que cientos de funcionarios de la rama ejecutiva, en la práctica utiliza ese poder para pagar favores electorales, para pedir favores a futuro, y en fin, para cooptar otras instituciones, entre ellas, al Congreso. De eso depende su maniobrabilidad como gobierno y la posibilidad de sacar adelante su agenda programática…es lo que se llama gobernabilidad. Desde este momento, se lesiona la independencia del congreso, el cual pasa de representar los diversos intereses de los sectores sociales a ser un mero tramitador de los intereses del gobierno de turno, de su presidente.

Igualmente, se lesiona el control político, pues cuando el gobierno coopta al legislativo, se inmuniza frente a la moción de censura cuando los ministros no dirigen bien sus ministerios o carteras, como se las llama también. Cuando el legislativo queda empeñado con puestos, con prebendas, renuncia a su función constitucional, y de esta manera los miembros del gobierno quedan a salvo. Entre cómplices no se pisan las mangueras, se dice coloquialmente.

Por otro lado, la amplia potestad nominativa del ejecutivo lesiona también la división de poderes y los controles mutuos que deben ejercerse. En Colombia el presidente nomina magistrados a la Corte Constitucional, nomina al Fiscal General de la Nación, nomina al Procurador, uno de los principales órganos de control, que debe velar por la moralidad administrativa, investigar a funcionarios públicos y establecer ciertas sanciones. Desde luego, otras instituciones nominan también sus candidatos, pero el hecho de que el congreso tenga la función electiva de esos mismos funcionarios, permite la concentración de poder, porque justamente ese congreso ya está cooptado. Es ahí cuando el congreso le devuelve los favores al gobierno y elije los candidatos nominados por éste. El presidencialismo, en este caso, garantiza de antemano la falta de control de esas instituciones. Esto ocurre, principalmente en el caso del Procurador. En el caso del Fiscal, este es elegido por la Corte Suprema de Justicia, pero de una terna exclusiva enviada por el presidente de la república, de tal manera que la Corte se ve obliga a elegir a un amigo del ejecutivo. El fiscal se puede convertir, fácilmente, en un perseguidor político de la oposición o de todos aquellos que se opongan al gobierno que le permitió estar en ese poderoso cargo.

Si un gobierno no tiene control político, si utiliza la fiscalía para perseguir opositores, si exonera preventivamente a sus funcionarios de los órganos de control, tanto de la procuraduría como de la contraloría, si ha cooptado al congreso previamente, etc., estamos ante una clara fractura de la división de poderes. Si además de esto, al nominar magistrados incide en el control constitucional de las normas jurídicas (como los decretos emitidos durante los estados de excepción), habrá extendido sus tentáculos a todas las ramas del poder.

El gran problema sigue siendo el congreso. A esta institución (Senado y Cámara de Representantes) llegan los distintos partidos, pero en Colombia esos partidos son carteles electorales que gestionan y defienden sus intereses particulares, y que a cambio de la torta burocrática que reparte el ejecutivo, venden sus principios y traicionan a sus electores. Desde luego hay excepciones, pero éstas sólo confirman la regla. No se ha podido crear un sistema fuerte de partidos en Colombia, pues se impiden las reformas políticas, pero también a causa de la ausencia de cultura política del ciudadano que no comprende cómo funciona el Estado, cuáles son las funciones de las instituciones; ciudadanos que no entienden, sobre todo, el poder de cada uno de ellos al encarnar la soberanía popular de la cual deriva toda autoridad y toda legitimidad.

Desde luego, todas estas minucias no fueron previstas por Locke o Montesquieu, pero en esencia apuntaron al problema: el poder debe controlar al poder para no poner en peligro las libertades de los ciudadanos, para evitar el abuso de autoridad y para prevenirnos de la arbitrariedad del Estado. En Colombia, solo una reforma a la constitución, que modifique la ingeniería constitucional actual, puede corregir muchos de estos demonios del poder y los problemas esbozados, para de esa forma velar por los intereses comunes y salvaguardar la sagrada libertad política.

Por Damián Pachón Soto

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David(78425)29 de octubre de 2020 - 05:16 p. m.
Realmente sobresaliente esta lectura que se realiza de Locke y la División de Poderes ante la coyuntura de la reforma a la Justicia en Colombia. Lo único que agregaría es que si bien una reforma constitucional puede servir, aún falta un cambio cultural y ético en el manejo de lo público.
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