El Magazín Cultural

El surrealismo, según Luis Buñuel (Extractos literarios)

Esta película (Un chien andalou) nació de la confluencia de dos sueños. Dalí me invitó a pasar unos días en su casa y, al llegar a Figueras, yo le conté un sueño que había tenido poco antes, en el que una desflecada cortaba la luna y con una cuchilla de afeitar hendía un ojo.

Luis Buñuel
14 de agosto de 2019 - 08:27 p. m.
Una de las imágenes esenciales de "Un perro andaluz" (Un chien andalou), de Luis Buñuel, surgida de un sueño del director español.  / Cortesía
Una de las imágenes esenciales de "Un perro andaluz" (Un chien andalou), de Luis Buñuel, surgida de un sueño del director español. / Cortesía

Él, a su vez, me dijo que la noche anterior había visto en sueños una mano llena de hormigas. Y añadió: “¿Y sí, partiendo de esto, hiciéramos una película?”

En un principio, me quedé indeciso; pero pronto pusimos mano a la obra, en Figueras. 

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Escribimos el guion en menos de una semana, siguiendo una regla muy simple, adoptada de común acuerdo: no aceptar idea ni imagen alguna que pudiera dar lugar a una explicación racional, psicológica o cultural. Abrir todas las puertas a lo irracional. No admitir más que las imágenes que nos impresionaran, sin tratar de averiguar por qué. 

En ningún momento se suscitó entre nosotros ni la menor discusión. Fue una semana de identificación completa. Uno decía, por ejemplo: “El hombre saca un contrabajo.” “No”, respondía el otro. Y el que había propuesto la idea aceptaba de inmediato la negativa. Le parecía justa. Por el contrario, cuando la imagen que uno proponía era aceptada por el otro, inmediatamente nos parecía luminosa, indiscutible y al momento entraba en el guion. 

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Cuando éste estuvo terminado, en seguida advertí que la película sería totalmente insólita y provocativa y que ningún sistema normal de producción la aceptaría. Por eso pedí a mi madre una cantidad de dinero, para producirla yo mismo. Ella, convencida gracias a la intervención de un notario, accedió a darme lo que pedía. 

(…)

El surrealismo fue, ante todo, una especie de llamada que oyeron aquí y allí, en los Estados Unidos, en Alemania, en España o en Yugoslavia, ciertas personas que utilizaban ya una forma de expresión instintiva e irracional, incluso antes de conocerse unos a otros. Las poesías que yo había publicado en España antes de orí hablar del surrealismo dan testimonio de esta llamada que nos dirigía a todos hacia París. Así también, Dalí y yo, cuando trabajábamos en el guion de Un chien andalou, practicábamos una especie de escritura automática, éramos surrealistas sin etiqueta. 

Había algo en el aire, como ocurre siempre. Pero tengo que añadir que, por lo que a mí respecta, mi encuentro con el grupo fue esencial y decisivo para el resto de mi vida. 

(…) 

Mi entrada en el grupo surrealista se produjo como algo sencillo y natural. Fui admitido a las reuniones que se celebraban diariamente en “Cyrano” y, alguna que otra vez, en casa de Breton, en el 42 de la rue Fontaine. 

El “Cyrano” era un auténtico café de Pigalle, popular, con putas y chulos. Llegábamos, generalmente, entre cinco y seis de la tarde. Las bebidas consistían en “Pernod”, mandarín-curacao y picón-cerveza (con una gota de granadina). Esta última era la bebida favorita del pintor Tanguy. Bebía un vaso y luego otro. Al tercero, tenía que taparse la nariz con dos dedos. 

Aquello se parecía a una peña española. Se leía, se discutía tal o cual artículo, se hablaba de la revista, de un testimonio que había que dar, de una carta que había que escribir, de una manifestación. Cada cual exponía su idea y daba su opinión. Cuando la conversación debía girar en torno de un tema concreto y más confidencia, la reunión se celebraba en el estudio de Breton, que quedaba muy cerca. 

(…)

(…)

Al igual que todos los miembros del grupo, yo me sentía atraído por una cierta idea de la revolución. Los surrealistas, que no se consideraban terroristas, activistas armados, luchaban contra una sociedad a la que detestaban utilizando como arma principal el escándalo. Contra las desigualdades sociales, la explotación del hombre por el hombre, la influencia embrutecedora de la religión, el militarismos burdo y materialista, vieron durante mucho tiempo en el escándalo el revelador potente, capaz de hacer aparecer los resortes secretos y odiosos del sistema que había que derribar. Algunos no tardaron en apartarse de esta línea de acción para pasar a la política propiamente dicha y, principalmente, al único movimiento que entonces nos parecía digno de ser llamado revolucionario: el movimiento comunista. Ello daba lugar a discusiones, escisiones, querellas incesantes. Sin embargo, el verdadero objetivo del surrealismo no era el de crear un movimiento literario, plástico, ni siquiera filosófico nuevo, sino el de hacer estallar la sociedad, cambiar la vida. 

La mayoría de aquellos revolucionarios –al igual que los señoritos que yo frecuentaba en Madrid- eran de buena familia. Burgueses que se rebelaban contra la burguesía. Éste era mi caso. A ello se sumaba en mí cierto instinto negativo, destructor que siempre he sentido con más fuerza que toda tendencia creadora. Por ejemplo, siempre me ha parecido más atractiva la idea de incendiar un museo que la de abrir un centro cultural o fundar un hospital. 

Pero lo que más me fascinaba de nuestras discusiones del “Cyrano” era la fuerza del aspecto moral. Por primera vez en mí vida, había encontrado una moral coherente y estricta, sin una falla. Por supuesto, aquella moral surrealista, agresiva y clarividente solía ser contraria a la moral corriente, que nos parecía abominable, pues nosotros rechazábamos en bloque los valores convencionales. Nuestra moral se apoyaba en otros criterios, exaltaba la pasión, la mixtificación, el insulto, la risa malévola, la atracción de las simas. Pero, dentro de este ámbito nuevo cuyos reflejos se ensanchaban día tras día, todos nuestros gestos, nuestros reflejos y pensamientos nos parecían justificados, sin posible sombra de duda. Todo se sostenía en pie. Nuestra moral era más exigente y peligrosa pero también más firme, más coherente y más densa que la otra. 

***

Mi último suspiro. Madrid. Plaza y Janés Editores. 1982. Págs. 124-125, 126, 127, 128, 129. 

Por Luis Buñuel

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