El Magazín Cultural
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Las lechugas del palafrenero (Cuentos de sábado en la tarde)

La noche que mi destino cambió de rumbo, regresaba de pastorear una manada de ovejas con la lana tan abundante que ya era menester llevarlas a trasquilar. Una de mis labores diarias consistía en eso, arriarlas hasta los establos y separarlas en los distintos corrales para transformar su fino pelo blanco cubierto de tierra en hilos multicolores.

Luis Felipe Arango G
02 de enero de 2021 - 07:01 p. m.
"Eran miles de esmeraldas boyacenses, cientos de perlas de Curazao y rubíes de Ceylán, diamantes africanos y un zafiro de Siam".
"Eran miles de esmeraldas boyacenses, cientos de perlas de Curazao y rubíes de Ceylán, diamantes africanos y un zafiro de Siam".
Foto: Archivo Particular

Ese mes completaba ya dos años de estar trabajando en la hacienda Vendavales. Recuerdo que de niño, cuando miraba desde mi rancho de bareque la variedad de animales pastando en los valles y montañas de la hacienda, me llenaba de ilusión la idea de algún día galopar en alguno de los caballos alucinantes que allí pastaban. Había más de cincuenta caballos y más de cincuenta yeguas que formaban la columna del transporte, no solo de la hacienda, sino de gran parte del engranaje económico de la comarca. Las yeguas parían también esas divertidas y orejonas mulas que ejercían como las diosas del transporte de carga de la época. Los sementales eran andaluces importados de Jerez de la Frontera donde se criaba una maravillosa mezcla de razas persas con árabes y españolas. Ya se imaginarán las hermosas y fuertes mulas que se reproducían de ese fascinante cruce entre pura sangres y esbeltos burros andinos.

Después de terminar de acorralar las ovejas, los indios se encargaban del corte de kilómetros de hilo que irían a parar a los talleres de Liverpool y Manchester. Hacia las tres de la tarde salimos de los corrales en las bestias con el indio Remberto y su cuadrilla hasta los potreros del hato, donde más de 500 cabezas de ganado se alistaban para bajarlas desde las fértiles praderas contiguas al lago hasta los establos del ordeño, al otro lado del río. Esa era una jornada que nos tomaría más de una hora hasta que ya las vacas quedaban obedientes y ansiosas para que un ejército de indios esclavos realizaran la extenuante labor de ordeñarlas hasta llenar cientos de cantinas.

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A medida que pasaban los meses y me volvía más corpulento, el padre Yunquera adivinaba mi especial encanto por el cuidado de los caballos. Los cepillaba con dedicación y a muchos de ellos los había bautizado a mi manera. En la noche me escabullía entre la manada para convidarlos a un banquete de melado compuesto de panela y caña. El trabajo de palafrenero es una labor agotadora que exige tener mucha paciencia y dedicación con la rutina. El mestizo Nemesio llevaba ya casi cuatro décadas al frente de esa labor. Estaba prematuramente avejentado a solo dos meses de cumplir los 58 años. Muy a su pesar, se quejaba de un dolor agudo en las coyunturas de las piernas. Su mayor placer, que era llegar al atardecer en su alazán a la cantina de Eusebia, se le estaba complicando por un profundo dolor en el pulgar del pie izquierdo que no lo dejaba dormir.

Ya había oscurecido mientras lavaba en el abrevadero el estiércol de mis trajinadas botas, cuando vi que por la alameda se acercaba una luz tenue. Era el cura Yunquera que venía caminando pausado y taciturno iluminado por un candil. Traía el recado provincial para informarme de la inesperada decisión que a partir del domingo siguiente yo asumiría las funciones como palafrenero de la Hacienda Vendavales. Debo advertir que este no es un trabajo menor, y que además es un trabajo monótono y casi sin descanso. Por eso me desconcertó cuando entendí que a pesar del inmenso orgullo que sentía por mi nuevo rango, los curitas no tuvieron la misericordia de relevarme de la tediosa tarea de barrer todos los días la abundante hojarasca que caía de manera continua alrededor de la quinta y de los graneros. Con resignación entendí que tal infortunio obedecía a los inescrutables designios de los ángeles terrenales.

Los vientos de la Sabana usualmente soplan unas bocanadas que yo suponía barrían fantasmas y devolvían ilusiones olvidadas. El de la hacienda no era un viento neutral. Si estás despierto y sensible algún mensaje te trae envuelto entre sus sonidos. Los cedros y alcaparros se mecían proyectando extrañas sombras y miles de hojas caían de sus ramas como en un diluvio de otoño. Yo siempre estaba alerta a conjeturar posibles cambios que pudieran anunciar las alteraciones de los ritmos de las corrientes de aire. Esa noche sus entonaciones me llevaban a presagiar que mi alto rango de palafrenero sería más bien breve y sería tan sólo otro modesto escalón de mi vertiginoso ascenso.

Por la hacienda de la Compañía, además de ser una de las mejores rentas agrícolas de la región, circulaban unos ilustres personajes que antes de sumergirse en las intrigas de la municipalidad de Santa Fe, optaban primero por informarse del contexto granadino y entender la red de asuntos e intereses públicos y privados en los que influían o controlaban los apóstoles mercantiles. Digamos que era la escala obligada que hacían hombres adinerados, científicos, médicos, abogados y sacerdotes para nutrirse de las vetas de riqueza y conocimiento labradas con minuciosidad por la Compañía. La gran mayoría eran personajes cargados de baúles que más parecían esconder las riquezas de las mil y una noches. Cuando aparecían esas largas caravanas de caballos, algunas con carruaje incluido, llegaban con algún mecenas cargado de doradas ofertas para uno de los poderes, ya el eclesiástico ya el virreinal. Ver tanta abundancia de tapices orientales, de vestuarios ingleses, de joyería francesa pasar por la hacienda, me hacía cavilar sobre el mundo de donde venían y a donde iban a parar esas personas con tanta riqueza junta. También me confundía un tanto al comparar esos lujos con mi miserable catre de heno y los andrajosos trapos de casi todos quienes allí vivíamos.

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Llegué a vivir a la hidalga villa de Santa Fe hace ya sesenta años. Venía de Siberia, la aldea contigua a la hacienda de nuestro relato. En realidad los villorios dispersos alrededor de la capital, no llegaban siquiera a la categoría de pueblos porque no debían tener más de 50 casas, y lo único que les salvaba para tener una identidad reconocida ante el virrey, era que tuvieran una iglesia. La iglesia de Siberia era pequeñita, rústica. Le daba dignidad un bonito altar de roble bañado en oro, encargado directamente desde Sevilla por el cura Timoleón. Ese diligente curita, colorado y obeso, sería siempre recordado en la parroquia más por lo mujeriego que por la parranda que armó el día que estrenó el altar. Lo de mujeriego no era por supuesto algo aún verificado por las acuciosas madrinas que le ayudaban en las labores del templo. Pero era algo que yo adivinaba y que se rumoraba en las cantinas después del segundo aguardiente, porque no era normal que tuviera la costumbre de cambiar de muchacha cada mes, y cada vez escogía a la más rolliza y la más tetona. La situación se fue complicando cuando la oferta escaseó y fue menester ir hasta veredas remotas para complacer las flaquezas del apóstata en ciernes.

Aquel año de 1700 cuando abandoné la hacienda y migré hacia la capital de Granada ‘la nueva’, cómo la llamaban los curas andaluces embriagados, llegó a la hacienda un personaje de antología, que inexplicablemente sería olvidado por la historia, pero para mí significaría el símbolo de la buena fortuna. En busca de un estadero con abundante silencio y belleza natural, llegó finalmente por el camino del norte para pasar la Semana Santa, el apuesto jinete don José Galaz. No venía del occidente como era lo usual, circunstancia que me llevó a especular que venía de las minas y no del río Magdalena. Montaba con soberbia y deleite a pesar de llevar ya casi seis horas cabalgando y del evidente agotamiento de la bestia. Un árabe moro con la crin espigada y la cola blanca, fuerte y al parecer indiferente al peso del domador, sudaba espesa espuma por debajo de su montura. Don José era domador de caballos en sus tiempos de ocio y orfebre de oficio. Admiraba como pocos la sofisticación de las caballerizas de la Compañía y gozaba cada vez como si fuera un novicio en el arte de domar la elegante cadencia de corceles emblemáticos.

El provincial de la hacienda ya me había advertido que debía encargarme con rigor de complacer cualquier requerimiento que hiciera don Galaz en materia equina. A su arribo lo hizo con una discreta escolta de tres guardias reales que le daban un aura de misión oficial a su viaje. El hecho de que a un simple orfebre le fuese asignada tal protección despertaba más sospechas que intimidación. Don José fue amable y generoso en el parlamento desde el primer momento que me pusieron a sus órdenes. La noche que arribó, solicitó dormir en el cobertizo anexo a la caballeriza, donde se le improvisó una cómoda cama y se cubrieron los pisos y paredes de madera con alfombras y gobelinos que abundaban en los depósitos de la quinta.

A la mañana siguiente, muy a las siete ya estaba listo para que lo acompañara a cabalgar hasta el salto del Tequendama. Para él visitar esa monumental caída de agua significaba un ritual místico. Era un lugar imponente donde toda la mitología ancestral de los muiscas se resumía en un especial efecto de elevación espiritual para quienes por allí peregrinaban. Fue un viaje largo. Pasado el medio día llegamos a los confines del salto y después de dos sorbos de licor, mientras observábamos la furia de esa catarata, don José comenzó a delirar la crónica de una inmortal misión que le habían encargado para el nuevo templo de la Orden en Santa Fe. Me relató cómo había sido contactado en Cádiz para realizar la obra de joyería religiosa más ambiciosa que se había encargado en las colonias hasta el momento. No sería una obra monumental por su tamaño sino por la sustancia de los minerales utilizados para su elaboración. El encargo consistía en labrar con piedras preciosas una custodia que simbolizara la misión de los ‘ángeles’ de la Compañía en la Tierra. Sus ojos se llenaban de emoción al levantar la mirada hacia al imponente paisaje, mientras me describía la estructura y el diseño de la escultura. Una gran hostia trazada con perlas y rubíes, sostenida por un ángel verde bañado en esmeraldas y todo soportado en una aleación de oro macizo.

En verdad pensé que habría entrado en algún misterioso estado extático y exageraba por la exaltación que le producía el paisaje combinado con los tragos. Pero pronto estuve persuadido de la veracidad de su relato por la precisión de los detalles y los personajes involucrados. Quedé estupefacto. Esto quería decir que este hombre apuesto, amable, laborioso que había llegado la noche anterior a la hacienda con esas dos alforjas y los guardias, llevaba consigo un tesoro fabuloso cuyo valor ni él mismo alcanzaba a dimensionar.

Dos meses atrás, yo había cumplido los 20 años y una de las reflexiones que habitualmente me repetía el padre Yunquera en nuestras clases de lectura, es que jamás me rindiera de cumplir mis aspiraciones de estudiar una profesión y con ella labrarme un patrimonio. Pero esa era para mí una alternativa muy remota en las circunstancias previas al arribo del ilustre orfebre. Providencialmente encontré en mi amistad con don José la oportunidad de apalancar mis primeros movimientos para escalar ese acantilado de desigualdad que era el régimen virreinal.

Aquella noche regresamos agotados de una jornada realmente extenuante. Me tocó cargar a don José para que pudiera apearse del caballo. Lo apoyé en mis hombros hasta su cama almidonada y allí se derrumbó como un castillo de piedra. Le halé con fuerza las botas y le ayudé a elevar las piernas sobre dos almohadones. Estaba fatigado y sediento por la resaca del alcohol. Solo deseaba dormir a pierna suelta. Le acerqué un cuenco lleno de agua fresca y se la bebió ansioso. Al instante cayó exhausto en las almohadas de lino para no volver a despertar hasta bien entrado el día siguiente.

Allí estaba el baúl. Forrado en un grueso cuero negro y con los bordes sellados en láminas de platino. Dos aldabas con pesados candados aseguraban el cierre. En el tronco encima de la chimenea estaba el aro de metal con dos gruesas llaves. Veía cómo su material de plata brillaba con los reflejos del fuego, que ya se apagaba. Me voltié de nuevo hacia el orfebre. Dormía profundamente con la cabeza inclinada hacia el lado derecho y la boca abierta escurriendo algo del agua que había bebido hacía unos minutos. Me quité las botas y me levanté silenciosamente. Afortunadamente hacía una semana junto con Nemesio y tres indios expertos en construcción de vivienda, habíamos restaurado el piso completo del cobertizo. Entonces mientras me dirigía a coger el llavero ninguna tabla traqueó, lo que seguramente habría despertado al noqueado durmiente. Inserté las llaves en los distintos candados. Por la finura de la plata y la fundición, se deslizaron y abrieron el seguro con mucha suavidad. Ningún ruido se escuchó. Abrí las dos alforjas y allí estaban una decena de estuches, todos fabricados con un fino terciopelo holandés. Al abrir alguno de ellos y sacar su contenido, mis ojos se deslumbraron con el mismo éxtasis con que don José me relataba la magnífica obra artística que sus manos labrarían.

Eran miles de esmeraldas boyacenses, cientos de perlas de Curazao y rubíes de Ceylán, diamantes africanos y un zafiro de Siam. Mi corazón latía a una velocidad que me tocó agacharme aún más entre el baúl y la puerta para que el orfebre no fuera a escucharlo. Pensé rápidamente qué debía hacer ante semejante tesoro tan tentador y tan santificado. Lo único que se me ocurrió para que todo pasara desapercibido, era coger un puñado discreto de las piedras donde había miles y unas pocas de las que no había tantas. Esmeraldas cogí un buen manojo y aún así no se notaba la diferencia. También alcancé un generoso puñado de perlas, y unos pocos diamantes y rubíes. El zafiro era imposible porque era el único. Una verdadera lástima ya que jamás volví a ver una piedra más espléndida. Era una elipse que irradiaba rayos de un azul sublime. Sentí un embrujo al observarlo y no sé cuántos minutos duró el hipnotismo pero al escuchar a don José dar un bote en la cama, me concentré de nuevo y me apresuré a poner todo en su lugar tal como lo había encontrado. Envolví mis piedras en la pañoleta y colgué el aro de las llaves en el clavo de la chimenea, que ya se había apagado. La oscuridad era total. Me acerqué a tientas a don José Galaz y lo abrigué mejor con una gruesa manta de lana tejida por los indios de la hacienda. Su expresión era gentil, tranquila. Sentí el impulso de abrazarlo y agradecerle toda la confianza y la información que me había compartido con esa espontaneidad. Pero sólo estaba a mi alcance retribuirle su generosidad garantizando que el daño causado fuera imperceptible.

Y así sucedió. A la mañana siguiente, a eso de las once, don José se acercó eufórico a las caballerizas para indagar por un caballo aún desconocido para él que lo llevara hasta la cantina de Eusabia a comprar tabaco. Al verlo resucitar con esa contagiosa voluntad, lo único que atiné a hacer fue escogerle el más bello alazán que jamás hubiera visto, seguro de que nunca volvería a montar otro igual.

Lo ví partir complacido con la paz de los campos, las tonalidades de los bosques, el sonido de los colibríes volando a lo largo de los jardines colgantes que demarcan los caminos. Los colores y los olores eran de un perfume envolvente propicio para la calma de su respiración. En ese momento entendí que mi tiempo en la hacienda había terminado. Una vez el orfebre partiera a su encuentro con la historia, yo esperaría unas dos noches y saldría al encuentro de mi destino.

Epílogo

Acá estoy en 1760, no puedo negar que algo viejo, pero alimentando con sabiduría mi cuerpo al que tanto debo. He tenido un trasegar aventurero que acostumbro a celebrar en mis banquetes y del que los comensales ríen con cierta hipocresía, como lamentando la locura de don Lombardo.

Debo finalizar este recuento breve de mi periplo vital, revelando que en aquel discreto puñado que extraje de las alforjas había más de 500 esmeraldas, una decena de diamantes y cinco rubíes. Con ese modesto patrimonio me establecí en Santa Fe donde inicié mi trayectoria de prestamista a unos intereses que fijaba con el descaro de un usurero. La fortuna que fui acumulando con los años, me permitió replicar en la provincia de Vélez una hacienda con las mismas características y diversidad de cultivos y animales de Vendavales, pero ya aplicando técnicas nuevas de cercamiento que me permitieron acumular aún mayor fortuna que la producida por la Compañía.

Mis últimos años escogí vivirlos cerca al majestuoso templo donde la custodia de miles de piedras preciosas es venerada como la más maravillosa obra de arte religioso de los todos los virreinatos del imperio español. Los feligreses la llaman cariñosamente ‘la lechuga’, por el intenso verde de esmeraldas que la cubren por todos sus costados. Unas cuantas de esas lechugas fueron la coartada del azar para hacer de mi vida un próspero agricultor y financista.

Esta tarde soleada de septiembre, llega proveniente de Cádiz a alojarse en una de mis quintas en Las Aguas el nuevo médico del virrey. El virreinato llevaba días buscando un lugar con las comodidades merecidas para alojar tan ilustre personaje, y por supuesto con generosa cortesía ofrecí una magnífica residencia. Por lo que he alcanzado a leer en las escasas publicaciones de la Biblioteca Nacional, entiendo que el naturalista don José Celestino no se limitará a ser el médico del virrey, sino que por su cultura de científico y educador, habrá de ser el precursor de ideas y reformas al régimen virreinal que serían el detonante de su propia destrucción.

Si un manojo de lechugas habían impulsado mi afortunada carrera como hacendado y prestamista, ahora una de las mansiones atribuidas a esa prosperidad, hospedarán al gaditano que habrá de iluminar el camino de la ilustración hacia la libertad de todo un continente.

Por Luis Felipe Arango G

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María(17011)03 de enero de 2021 - 02:30 a. m.
Muy atinada la ilustración del cuento con la foto de La Lechuga, obra maravillosa. El autor le saca mucho partido a la historia, al humor y a la política. Recrea el tono de la época. Me pareció sencillamente Genial !
  • luis(76931)04 de agosto de 2023 - 01:29 p. m.
    Muchas gracias María! Felicidades
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