El Magazín Cultural

“Pequeño glosario de antintelectualismo académico”: Hoy “Harvard” y “Sí, pero...”

Nuevas entradas para la discusión, que se suman a las de la primera entrega, "Cambio de paradigma" y "emprendimiento", y a las de la segunda entrega, “excelencia” y “aprender a aprender”.

William Díaz Villarreal * / Consuelo Pardo Cortés** / Especial para El Espectador
19 de marzo de 2020 - 11:06 p. m.
"No es difícil entender, entonces, que los políticos presuman cuando han estudiado o dictado una charla en la universidad de Harvard", dicen los autores de este artículo. / Archivo
"No es difícil entender, entonces, que los políticos presuman cuando han estudiado o dictado una charla en la universidad de Harvard", dicen los autores de este artículo. / Archivo

Algunos lectores quizás han intuido cuáles son los modelos más importantes para este “Pequeño glosario”: el Diccionario filosófico de Voltaire, el Diccionario de lugares comunes de Flaubert, el Diccionario del diablo de Bierce, las notas de Karl Kraus en su revista La antorcha, y las Mitologías de Roland Barthes. De ellos hemos aprendido la utilidad del humor y la ironía como herramienta de lucha en contra del anquilosamiento de las ideas. La primera entrada de esta entrega, dedicada a Harvard, es un ejemplo. (Aquí puede leer los términos propuestos en la primera entrega).

El “Pequeño glosario de antintelectualismo académico” no solo incluye expresiones,  imágenes y conceptos recurrentes en el discurso académico de hoy; también contiene estrategias retóricas y formas argumentativas. En la primera entrega nos ocupamos del uso de “centro-” como falso prefijo en expresiones como “centroizquierda” o “centroderecha”. En la segunda entrada de esta entrega presentamos una construcción argumental muy recurrente, y no sólo en el debate académico, que hemos bautizado “Sí, pero…”. (Aquí puede leer los términos propuestos en la segunda entrega)

Harvard

Las películas de Hollywood nos han enseñado que solo los genios pueden entrar a Harvard, algo no muy distinto de lo que busca proyectar la institución en la realidad, si tenemos en cuenta que sus egresados más poderosos la consideran la “mejor meritocracia de la mente” y por eso invierten en ella. No es difícil entender, entonces, que los políticos presuman cuando han estudiado o dictado una charla en la universidad y que la palabra de los expertos que trabajan en la institución sea escuchada con reverencia. Todos los meses, la prensa nos guía y nos consuela con el presunto conocimiento proveniente de Harvard: “Los optimistas sí viven más, asegura estudio de Harvard”, “​Un estudio de Harvard revela seis puntos básicos para ser feliz”, “¿Quieres criar niños exitosos? Harvard revela el secreto”, “Un estudio de Harvard asegura que tomar cerveza es mejor que tomar leche”. Quizás no exista una universidad que se haya integrado tan perfectamente en la vida del “ciudadano promedio” como lo ha hecho Harvard a través de los medios de comunicación, que ofrecen una serie de recomendaciones propias del discurso de la superación personal, pero con la garantía de que provienen de rigurosas investigaciones científicas.

Independientemente de si son verdaderos o no, los estudios de Harvard que aparecen en la prensa son una gran representación de la imagen ambivalente de la universidad: por un lado, es la institución de educación superior más antigua de los Estados Unidos, en la que se han graduado cientos de los que llaman “alumnos notables” y, por otro, es la universidad con más investigaciones sobre la felicidad de las personas. Como una criatura bifronte, Harvard se muestra exclusiva a la vez que una “universidad para todos”; elitista y a la vez parte de la cultura popular. Su autoridad garantiza que nada de lo que lleva su nombre sea catalogado como frívolo, y su real frivolidad, su capacidad para insertarse en el imaginario de las masas, le hace conservar su nivel de autoridad. “Un estudio de Harvard afirma…”, leemos con frecuencia en los medios de comunicación de toda índole, pero una superioridad se trasluce en esas insustanciales investigaciones, y nos recuerda otro lugar común: “es imposible ser admitido en Harvard”. Las dos caras de la universidad son, en realidad, equivalentes.

Podríamos pensar que esa ligereza es producto de la cultura popular, y que Harvard está también ligada a experiencias más “íntimas” y potentes, algunas de ellas incluso representadas en obras literarias. En todo caso, esa apropiación pop es un fenómeno que se ha visto con otras instituciones y empresas norteamericanas: la Nasa, Microsoft, Google; de todos estos nombres tenemos una imagen proveniente de anécdotas divulgadas por los medios de comunicación. Sin embargo, cuando buscamos información de la universidad en sus medios oficiales, encontramos que esta se ha adueñado de toda la mitificación de su figura. “¿Por qué no Harvard? ¿Por qué no tú?” es la pregunta que encabeza la información en español de la página web de la universidad. Lo primero que ve el visitante es un video de la historia de Lucerito Ortiz, de North Hills, California, en el que esta habla de su padre jardinero y de su madre que limpia casas; ambos inmigrantes.

“Mis padres son dos de las personas más trabajadoras que conozco”, dice la estudiante. Después de unas tomas en las que se ve trabajando a los padres de Lucerito, con una pala él y con una aspiradora ella, en viviendas estadounidenses de clase media alta, escuchamos una voz en off de la madre, que acompaña una escena en la que maniobra en un cuarto de costura: “aprendí a coser. Tenemos gallinas, así no tenemos que comprar huevos”. En seguida, vemos de nuevo al padre acariciando a uno de los animales y reaparece Lucerito, que hace un comentario general sobre la escena: “son muy deliciosos. ¡Mucho mejores que los huevos comprados en una tienda!”. Lo que encontramos en este cuadro no es otra cosa que la mitología de la “gente común”, gente que no pensaría en entrar a esa poderosa “meritocracia de la mente”, como lo confiesa la misma estudiante en el video cuando cuenta que se presentó a Harvard “en broma” y esperaba enmarcar su carta de rechazo.

El video de la universidad hace explícita esa mitología para mostrar que el ingreso de una hija de inmigrantes a sus aulas es un “caso de éxito” y, de ese modo, limpia el nombre Harvard de toda sospecha de elitismo, mientras solapadamente exhibe lo insólito que puede ser el hecho de ser admitido en los programas académicos de la institución. Todo ese modelo de soap opera que vemos en el video termina por señalar entre líneas que la universidad es excluyente, pues la estudiante de familia pobre es una excepción. La admisión a Harvard aparece –al estilo de una telenovela– como la reconciliación entre dos clases: la de la joven de origen centroamericano y aquella propia de un mundo ajeno y superior socialmente, al que esta ingresa gracias a su matrimonio con la institución de élite. No obstante, y fiel a su tradicional oscilación entre lo excluyente y lo incluyente, la universidad hace énfasis, a través de la misma anécdota, en que el dinero no es un problema, pues “Harvard tiene un programa de ayuda financiera tan increíble” que, en realidad, para gente como Lucerito Ortiz, es “mucho más económico que ir a una de las escuelas estatales”.

A la pregunta “¿por qué no Harvard? ¿Por qué no tú?” tendríamos que responder “¿y por qué yo?” ¿Cómo saber, acaso, si soy un ‘candidato ideal’ para entrar a una ‘universidad de prestigio’?. “No hay una fórmula para ser admitido en Harvard”, es lo que nos dice la institución y, de entrada, parece algo bastante sensato. También podría pensarse que si hemos sido oprimidos, si hemos trabajado demasiado y soportado el peso del sacrificio sin ninguna clase de rebeldía, Harvard nos redimirá como lo hizo con los padres de la estudiante de su video. Sin embargo, poco a poco esa esperanza desaparece y de repente se alza ante nosotros la imagen de un guardián que protege la universidad, como si fuera una suerte de sociedad secreta:

―¿Podré ingresar a Harvard?

―Tal vez ―dice el centinela―, pero no por ahora... Aunque la puerta siempre estará abierta para ti.

 

Sí, pero...

Durante la ola de protestas sociales en Colombia a finales del 2019, muchos ideólogos del partido de gobierno repetían la misma estrategia retórica. “Lo primero que hay que decir es que éste es un gobierno impopular”, reconocía por ejemplo uno de ellos en un debate en televisión, y aceptaba que había “distintos factores de movilización y distintos motivos”. Pero a renglón seguido insistía en que tampoco se puede negar la “infiltración subversiva” en la protesta, ni el “aprovechamiento” de algunos sectores que querían “sacar réditos políticos” de la movilización. La estructura de este argumento es sencilla y parece contundente. Con la primera parte, me muestro razonable, comprensivo y tolerante con las opiniones de los demás: reconozco la impopularidad del presidente, reconozco que hay demandas sociales. Con la segunda, respetuosamente saco las armas y muestro los dientes: denuncio la infiltración subversiva, hablo de políticos oportunistas, y defino así enemigos concretos.

Esta forma del “sí, pero” tiene además otra ventaja retórica: por un cambio de foco, se pone lo importante en el segundo plano, mientras que lo secundario se vuelve protagónico. Al aceptar las dos causas fundamentales de las movilizaciones sociales, las convierto en un accidente accesorio, y pongo en el primer plano algún fenómeno más o menos tangencial que me sirve para descalificar tales movilizaciones en su conjunto. Pero los hechos son tozudos. Seguramente, entre las decenas de miles de manifestantes había un centenar de infiltrados de grupos subversivos; también es cierto que algunos cuantos políticos de la oposición querían aprovecharse de la situación para obtener ventajas políticas. Sin embargo, el desarrollo mismo de las protestas mostraba que muy pocas personas marchaban incitadas por los subversivos o seguían a algún político particular, y en cambio casi todas lo hacían espontáneamente. Y la causa evidente eran los serios problemas sociales por atender y la absoluta falta de comprensión de los reclamos que había mostrado el presidente.

La forma común de enfrentar esta argumentación tramposa, pero recurrente, es la refocalización. El debate público se convierte, así, en el enfrentamiento de dos “sí, peros” contrapuestos. Al “Reconozco las causas de la movilización social, pero denuncio la infiltración subversiva” se suele oponer el “Reconozco la infiltración subversiva, pero lo importante son las causas de la movilización social”. Es un diálogo de sordos, no cabe duda, pero al menos tiene la ventaja de mostrar que en el debate público no hay ningún centro, a pesar de que se quiera simular lo contrario. Ni siquiera la tecnocracia, que tanto se precia de estar alejada de la política partidista y de los extremos, escapa de este principio básico. Cuando un economista dice que para promover el crecimiento económico se deben mejorar las condiciones de los trabajadores, otro responderá que lo que hay que mejorar son las condiciones de los empresarios. Y con toda seguridad, ambos emplearán el “sí, pero” como principal forma argumentativa. En las discusiones sobre el crecimiento económico y la lucha contra la desigualdad, se apoya al capital o se apoya al trabajo, jamás se apoya a ambos al mismo tiempo y con el mismo fervor. No hay escapatoria: cuando uno no asume explícitamente una posición, es la forma del argumento la que la asume a nombre de uno.

Por eso, el “sí, pero” tiene, muy a menudo, ribetes de comicidad implícita. En una nota para la revista Literatura: teoría, historia, crítica, David Jiménez cita el primer párrafo de un texto de Richard Vedder, director del Centro para la Viabilidad y la Productividad Académica de los Estados Unidos, en un debate del New York Times acerca del futuro de las humanidades en las universidades. Vedder abre su artículo con esta declaración: “Como un firme creyente en la educación liberal, me entristece la eliminación de los departamentos de humanidades y bellas artes”;  luego sigue con un párrafo lisonjero en el que reconoce “la importancia de estas disciplinas en el desarrollo de individuos pensantes”, y hasta valora las “cosas altamente útiles” que pueden hacer los graduados en humanidades. Pero ese primer párrafo está seguido por otro que comienza presentando las salvedades obvias para el experto en sostenibilidad financiera y productividad: “Dicho esto, sin embargo, si los estudiantes no escogen estos estudios como carrera y la proporción entre el número de estudiantes y la planta docente cae a niveles no razonables, las universidades se verán en la necesidad de redistribuir los recursos entre las áreas de mayor demanda”.

“Dicho esto, sin embargo” (“that said, however”): la “inevitable muletilla” —así la califica Jiménez en su comentario— muestra cómo Vedder “tiene que partirse en dos” para mostrarse bienintencionado y realista, humanista y tecnócrata. A la larga, comenta Jiménez, “no parece que el doliente enamorado de las bellas letras y las bellas artes esté en buena comunicación con el especialista en presupuestos, viabilidad económica y productividad”. Tampoco parece que estén en buenos términos el intelectual tolerante que reconoce la existencia de causas generales para la protesta social con el ideólogo extremista que la acusa de estar infiltrada por la subversión, ni el economista que acepta que para crecer hay que mejorar las condiciones de los trabajadores con el que piensa que lo que hay que hacer es mejorar las condiciones de los empresarios. En la forma del “sí, pero”, el lenguaje del humanista o el intelectual tolerante del “sí” y el del tecnócrata o el ideólogo rabioso del “pero” no coexisten bien. No obstante, como dice Jiménez, “hay que intentar, por lo menos, yuxtaponerlos, para que simulen convivir en una misma declaración”. El “sí, pero” se usa para equilibrar en una falsa balanza mi imagen pública con mis convicciones íntimas o mis intereses particulares. Pero nunca hay equilibrio: los segundos pesan más, inevitablemente.

* Profesor del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia (wdiazv@unal.edu.co)

** Estudiante de la Maestría en Estudios Literarios de la Universidad Nacional. Miembro del Semillero de Investigación en Antintelectualismo Académico (cpardoc@unal.edu.co) 

Por William Díaz Villarreal * / Consuelo Pardo Cortés** / Especial para El Espectador

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