¿Está de vuelta el fascismo?

Uno de los historiadores británicos más influyentes de los últimos años confronta las tendencias políticas actuales con otras históricas, como los movimientos totalitarios de Hitler y Mussolini.

Michael Burleigh-Especial para El Espectador
07 de enero de 2019 - 01:41 a. m.
Para el investigador Burleigh, “sería mejor hacer menos hincapié en la amenaza del fascismo y más en la degeneración del conservadurismo”. / AP
Para el investigador Burleigh, “sería mejor hacer menos hincapié en la amenaza del fascismo y más en la degeneración del conservadurismo”. / AP
Foto: Getty Images - ROBERTO RICCIUTI PHOTOGRAPHY

Durante 2018 las analogías entre el presente y la década de 1930 se volvieron alarmantemente comunes. Proliferan libros con llamados de atención, como Fascism: A Warning (Fascismo: una advertencia) de la exsecretaria de Estado estadounidense Madeleine Albright, y On Tyranny (Sobre la tiranía del historiador Timothy Snyder, de la Universidad Yale, y es indudable que parece haber en el ambiente cierto tufillo amenazante de racismo, violencia e intriga despótica.

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En Estados Unidos los antisemitas ahora marchan abiertamente por las calles; hubo intentos de atentados con bombas caseras contra el expresidente Barack Obama, Bill y Hillary Clinton, el financista George Soros y otras ocho importantes figuras que han sido blanco de los ataques del presidente Donald Trump. En Alemania, los líderes de Alternative für Deutschland (AfD) piensan que los alemanes deben estar “orgullosos” de los servicios prestados por la Wehrmacht en las dos guerras mundiales. En el Reino Unido, el extremista de derecha Stephen Yaxley-Lennon ha sido canonizado como un mártir “inglés”, y hace poco un semanario supuestamente prestigioso publicó declaraciones de políticos conservadores partidarios del Brexit que hablaron de “acuchillar” a la primera ministra, Theresa May, en la “zona de la muerte”. Y la lista sigue.

Además, los populistas insurgentes no se limitan a marchar por las calles. Están organizando un movimiento paneuropeo en preparación de las elecciones de mayo de 2019 para el Parlamento Europeo. Entre quienes rivalizan por liderar esta iniciativa se cuentan el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, y el viceprimer ministro italiano, Matteo Salvini. Pero el aparente coordinador es Stephen Bannon, el corpulento agitador estadounidense que, junto con el oscuro político belga Mischaël Modrikamen, formó “El Movimiento”.

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Aun así, la respuesta de los círculos nacionalistas y neofascistas a Bannon ha sido variada. Jérôme Rivière, de la Agrupación Nacional de Francia (ex Frente Nacional), denunció que siendo un estadounidense, Bannon “no tiene lugar en un partido político europeo”. Otros, por ejemplo los nacionalistas flamencos del Vlaams Belang, sospechan que Bannon solo está tratando de crear puestos de trabajo para sus amigos, en particular Nigel Farage, promotor del Brexit.

La historia no augura nada bueno para los intentos de Bannon de dividir y dominar Europa en nombre de Trump y del presidente ruso, Vladimir Putin. En 1933, con el propósito de coordinar a los movimientos fascistas europeos, se crearon en Italia los Comitati d’Azione per l’Universalità di Roma (CAUR), que colapsaron apenas dos años después, boicoteados por los nazis y por los fascistas italianos que los crearon.

En cuanto Hitler le ganó a Mussolini el título de principal fascista del mundo, solo le interesó conseguir clientes y vasallos. Además, prefirió tener tratos con representantes de las viejas élites “respetables”, como el almirante Miklós Horthy, de Hungría, o el mariscal Philippe Pétain, de la Francia de Vichy.

En la Europa actual, el resurgimiento nacionalista está hasta cierto punto en deuda con la proliferación de una retórica histérica e inexacta que compara a la UE con los regímenes totalitarios del siglo XX (un tema recurrente de ciertos columnistas que han incursionado torpemente en política). Y, por supuesto, el término “globalismo” se ha convertido en un sinónimo convenientemente sutil para referirse a los judíos, así como en el pasado lo fue el término “cosmopolitismo”.

Pero no hay que obsesionarse con la mala palabra que empieza con “F”. La Europa de hoy no acaba de salir de una guerra mundial devastadora que destruyó cuatro imperios, ni está la política actual dominada por ejércitos paramilitares de veteranos desmovilizados y estudiantes. El mayor peligro que enfrentamos no es una repetición lisa y llana del fascismo, sino más bien un corrimiento paulatino del conservadurismo tradicional hacia la extrema derecha nacionalista/populista.

De modo que desde un punto de vista histórico, sería mejor hacer menos hincapié en la amenaza del fascismo y más en la degeneración del conservadurismo antes y después de la Primera Guerra Mundial. Fue entonces cuando la derecha conservadora tradicional se infectó de ideas autoritarias y corporativistas, y de odio a la izquierda, a los judíos y a bullentes metrópolis cosmopolitas como Berlín, Madrid y Viena. En aquel tiempo esas ciudades eran rojas islas de modernismo en un mar verde de provincialismo agrario.

Una década antes de la Primera Guerra Mundial, el Caso Dreyfus ya había ofrecido un asombroso preanuncio de los odios profundamente arraigados que se movilizarían 30 años después. Para cuando llegó el fascismo, también había llegado el bolchevismo. Y eso bastó para que los conservadores tradicionales se taparan la nariz y se asociaran con los fascistas, aunque les causara desagrado su estridente tono plebeyo. Para tener una idea de cómo se vería una alianza semejante hoy, basta pensar que hace poco Lord Pearson, del Partido de la Independencia del RU, invitó a Yaxley-Lennon a almorzar en la Cámara de los Lores.

No quiere esto decir que el conservadurismo y el fascismo sean conceptos intercambiables. En 1934, el dictador portugués António Salazar aludió a algunas diferencias importantes cuando prohibió el Movimiento Nacional Sindicalista. En concreto, cuestionó al grupo por “la exaltación de la juventud, el culto de la fuerza a través de la llamada acción directa, el principio de superioridad del poder político del Estado en la vida social, la propensión a organizar las masas detrás de un único líder”. Los conservadores clásicos, al fin y al cabo, tienden a favorecer la desmovilización y el respeto a la autoridad y a la tradición, no la agitación callejera de los movimientos de masas.

Si viviera hoy, el gran pensador conservador Eric Voegelin vería con muy malos ojos a los conservadores que abrazan la “oclocracia”, como vio en su momento a las élites alemanas de entreguerras. Y desdeñaría en particular a Beatrix von Storch (de la AfD), a Jacob Rees-Mogg (conservador partidario del Brexit) y a otros miembros de la clase alta que se proclaman tribunos de la gente ordinaria residente en el olvidado “país profundo”.

Por su parte, Karl Kraus, ácido contemporáneo de Voegelin, hubiera tenido mucho que decir acerca de la degradación del lenguaje a manos de periódicos de derecha que ahora calumnian a funcionarios públicos y jueces como “saboteadores” y “enemigos del pueblo”. Y hubiera puesto en ridículo a esos columnistas millonarios que se creen que entienden el alma del ciudadano de a pie, solo porque al chofer del taxi le dicen “compadre”.

La democracia liberal no está pasando por una crisis existencial. Aunque el péndulo político viene oscilando hacia la “identidad”, en cuanto empecemos a sentir el pleno impacto de la Cuarta Revolución Industrial volverá a oscilar hacia “la economía”, y preguntas fundamentales sobre el futuro del trabajo y del salario estarán nuevamente en primer plano.

Además, se colige que las clases medias educadas se están cansando de que las sermoneen los autodesignados voceros de clase alta de la ignorancia provinciana. Esto sin duda explicaría las masivas manifestaciones pro UE que hubo en Londres en octubre pasado, así como los recientes triunfos electorales de los verdes en Alemania.

Es hora de que los liberales dejen de perder el tiempo parloteando sobre el fascismo y la tiranía, y empiecen a exponer a los timadores y charlatanes que se adueñaron de la política. La conversación que necesitamos debería centrarse en la decadencia del conservadurismo moderno, la crisis de la socialdemocracia y la naciente era de disrupción tecnológica.

* Autor de libros como El Tercer Reich: una nueva historia, Poder terrenal: religión y política en Europa. De la Revolución Francesa a la Primera Guerra Mundial, Pequeñas guerras, lugares remotos: Insurrección global y la génesis del mundo moderno, Causas sagradas: Religión y política en Europa. De la Primera Guerra Mundial al terrorismo islamista, Sangre y rabia. Una historia cultural del terrorismo y Combate moral. Una historia de la Segunda Guerra Mundial.Copyright: Project Syndicate, 2018.www.project-syndicate.org

Por Michael Burleigh-Especial para El Espectador

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