El Magazín Cultural

Los bichos que relegaron los pesticidas

Bichópolis, ubicada en Tabio (Cundinamarca), se enfoca en el control de plagas con arañas depredadoras: bichos que se comen otros bichos. Este método es una pomada para la economía de los cultivadores y la salud del planeta.

Laura Camila Arévalo Domínguez - Twitter: @lauracamilaad
20 de julio de 2019 - 01:34 a. m.
Johana Martínez, fundadora de Bichopolis, es ingeniera de producción agroindustrial de la Universidad de la Sabana. / Undertrees Films
Johana Martínez, fundadora de Bichopolis, es ingeniera de producción agroindustrial de la Universidad de la Sabana. / Undertrees Films

Johana Martínez se fue a vivir con su esposo y su hija a una habitación en la casa de su suegra. Tres personas viviendo durante cuatro años en un espacio diseñado para una sola. Mientras ella y su pareja salían a buscar inversionistas para un nuevo proyecto, la niña saltaba de cama en cama. Cuando el día terminaba, comían de lo que producían: lechuga y jugo de lulo. No tenían recursos para comenzar un negocio, ni experiencia, ni garantías. “Mi mamá lloró cuando renuncié a mi trabajo”, recuerda Martínez, que mientras habla endurece los gestos. De su cara brotan las huellas indelebles de una época en la que esas cuatro paredes la pusieron a prueba. Tuvo que pedir ayuda y sus papás pagaron el colegio de su hija. Tuvo que privarse de los lujos y convencerse de que, mientras materializaba su sueño, la economía de la familia sería “la de la guerra”. “Quería emprender y sumarle a este planeta”, dice, y aún se sorprende de todo el esfuerzo que hay que hacer para no dejarse tentar por la cómoda parálisis.

Martínez tenía un trabajo estable. Recibía un dinero mensual que le garantizaba el pago de las cuentas y el acceso a los lujos. Hubiese sido más sencillo quedarse ahí, pero renunció. Sus anhelos se veían más claros cuando, en medio de sus clases de producción agroindustrial, fantaseaba liderando proyectos que limpiaran la agricultura, que durante años ha combatido sus plagas con veneno. Así se ha hecho desde la “Revolución verde” de la década del 60, en la que se comenzaron a implementar los pesticidas para matar las amenazas. El método ya estaba tan desarrollado, tan instaurado en la memoria y la forma de hacer las cosas, que hubiese sido sencillo rendirse antes de comenzar, pero se lanzó. Ella y su exesposo se arrojaron a lo desconocido para, por lo menos, intentar retrasar el inevitable declive del planeta.

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El “para qué” de su vida y el de Álex Escobar, su exesposo, los llevaron a crear Bichópolis, una empresa dedicada al control biológico de plagas: bichos que se comen a otros bichos. En su época universitaria diseñaron algunos proyectos enfocados en la sustitución de cultivos ilícitos e investigación en pesticidas, y, aunque las demás alternativas eran llamativas, lo que ellos buscaban era una forma de ganarse la vida sumando. Cuando identificaron los problemas del uso de agroquímicos, buscaron la forma de cambiar el orden impuesto de las cosas. Actualmente, la empresa cultiva ácaros depredadores que reemplazan el veneno para la protección de los cultivos de rosas bajo invernadero.

Bichópolis, además de implementar la tecnología, les enseña a las personas cómo hacer para que ese “bichito” funcione y no tengan que acudir al veneno, que, aunque es el método más sencillo para combatir el problema, no es el mejor. La empresa se esfuerza en que las personas dejen de hablar de exterminio y se enfoquen en el balance de las especies. El objetivo es disminuir a tope el daño económico que se padece llevando a cabo los métodos tradicionales. Generalmente, la plaga se extermina con pesticidas y agua. Como la lluvia no puede llegar hasta las rosas porque los cultivos son bajo invernadero, el agua sale de las tuberías de los campesinos.

Martínez, de cabello rizado, tez blanca y cachetes colorados por el frío de Tabio, prefiere sentarse en el pasto. Cuando lo hace suspira de comodidad. Acaricia la yerba y cuando se le pregunta por el origen de sus pulsiones, lo aprieta. No arranca las hojas, solo cierra el puño y a veces, cuando quiere que la tierra la escuche, le pega dos golpes suaves, como diciéndole que ella esta ahí y que lo que hace es para salvarla a ella, a la naturaleza, por más idealista que suene. Lo que dice está lejos de parecerse a las admoniciones recurrentes de los discursos de campañas que advierten mucho, pero actúan poco. “Suena a cliché, pero los únicos límites que existen están en la mente de las personas. Nunca me sentí preparada para comenzar con Bichópolis, es más, aún siento que no fui buena gerente porque, por ejemplo, fui incapaz de pedirle a la gente que cumpliera horarios. Tampoco pude prohibirles su libre desarrollo. Todo tiene que ver con la psicología humana y el profundo desconocimiento de su infinita capacidad”, dice, mientras se levanta para caminar entre los cultivos.

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Ahora Bichópolis es un ejemplo de emprendimiento. La pareja que fundó esta empresa tenía menos de $10 millones para comenzar y el primer impulso lo recibieron de un incentivo del Gobierno. Buscaron empresas que les creyeran. Confiaron en que los cultivadores los escucharían. Vieron que la gente tenía miedo y también lo sintieron, pero les aterró más vislumbrarse apoltronados en oficinas que les manejaran el tiempo y les controlaran la energía.

Martínez no está en contra de lo que ahora es la sociedad, fluye con ella. Las circunstancias de su presente son las que son, las que, mientras tenga vida, le servirán para “pertenecer al sistema sin tener que corromperse”. Concluye que el éxito de su empresa es su razón de ser. Bichópolis existe porque hubo una firme intención de transformar algo, porque lo lograron y porque entendieron que su responsabilidad con este planeta no era extensiva al gobierno de turno o a las carencias con las que nacieron.

Por Laura Camila Arévalo Domínguez - Twitter: @lauracamilaad

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