El Magazín Cultural

Voz y metonimia en la violencia colombiana

“El año del sol negro”, de Daniel Ferreira, evoca la batalla de Palonegro, uno de los acontecimientos que marcaron la Guerra de los Mil Días.

Rodrigo Bastidas Pérez
01 de mayo de 2019 - 01:50 a. m.
Daniel Ferreira, autor de libros como “Rebelión de los oficios inútiles” y “Viaje al interior de una gota de sangre”. / Cortesía
Daniel Ferreira, autor de libros como “Rebelión de los oficios inútiles” y “Viaje al interior de una gota de sangre”. / Cortesía

En Untimely present (1999), Idelber Avelar se preguntaba cómo la literatura plantea la recuperación de una memoria que, ligada a lo postraumático, tiene que reinventarse para contar lo que ha ocurrido. Grosso modo, propone dos caminos para enfrentar este desafío retórico: una memoria metafórica, con un borramiento causal donde se reemplaza lo viejo por lo nuevo, y una memoria metonímica, con vestigios que conectan el hoy con una historia escondida. En Colombia, la literatura ha tendido a la construcción de una memoria metafórica en la que se plantea un alejamiento temporal: pasado y presente se muestran como distancias insalvables. Si bien muchas obras plantean una conexión causal desde lo temático (a veces de manera panfletaria), el lenguaje es lejano, imposible de capturar, es aquello que solo es posible retener por medio de un recuerdo borrado y siempre modificado. En medio de esta masa de novelas metafóricas aparece El año del sol negro (2018), de Daniel Ferreira, libro que, por medio de un inteligente pacto narrativo, propone la posibilidad de (en términos de Avelar) una novela metonímica. Ferreira une estructuras narrativas que inicialmente parecen contrarias, pero que conviven y se yuxtaponen para producir lo metonímico: novela, historia y épica aparecen en una construcción múltiple, con una voz única que atraviesa tanto a la obra como al conflicto colombiano mismo.

Inicialmente, El año del sol negro se lee como una novela histórica que cuenta una parte de la historia nacional: la batalla de Palonegro, uno de los combates más crueles de la Guerra de los Mil Días. Quizás esta mirada histórica es la que más llama la atención, por la cuidadosa construcción de una época, de una historia y de una geografía. El trabajo de archivo y de cuidadosa recreación de los hechos hace de esta novela una herramienta imprescindible para comprender un apartado de la historia extrañamente olvidado en la literatura nacional. Pero, contra la idea de lo histórico lukacsiano, estas acciones están atravesadas por una voz narrativa que deja de lado la pretensión totalizadora y se interna en personajes que viven la guerra desde abajo: soldados que buscan su identidad, mujeres que esperan el regreso de los combatientes, animales y niños, locos y viejos, conviven en una violencia que toca a todos por igual, pero de diferente manera.

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Entonces, con este movimiento de enunciación, Ferreira logra una novelización de la épica, con lo que crea personajes que se convierten en héroes individuales de sus propias vidas; la guerra pasa a ser un telón de fondo donde las subjetividades se construyen por medio de relaciones con unos y otros (enemigos, oficiales, familias, recuerdos) que jamás logran comprender. El héroe épico de esta novela no es el indómito Aquiles, sino un Héctor que duda al momento de dejar a su familia para ir a combatir. Pero si la épica se diferencia de la novela porque la primera tiene una distancia cosmogónica que no posee la segunda (según Bajtin), Ferreira usa esa distancia a su favor, convirtiéndola en un extrañamiento problemático. Por un lado, el autor nos separa de la batalla de Palonegro por medio de una serie de datos que contextualizan sin ser referenciales, o con detalles de tradiciones de jornales imposibles de atrapar. Esto produce una distancia crítica que nos permite entender la estructura de la guerra tras los eventos cotidianos. Por otro lado se tejen de manera delicada varios héroes modernos en los que la identificación y la empatía producen una intimidad de la guerra, a la que tenemos acceso por medio de lo afectivo. Entre esas dos tierras de lo histórico objetivo y lo novelesco íntimo nos ubica Ferreira para producir lo metonímico. La tensión entre información histórica, un texto novelístico y una estructura épica se mantiene y se resuelve en el más sorprendente punto de inflexión de todo el libro: la voz.

Si bien las enunciaciones narrativas cambian en las tres partes (primera y tercera persona, diarios, cartas), hay una sola voz que se mueve oblicua y fluida en todo el libro: el lenguaje de la naturaleza, del campo, del paisaje colombiano. En esta novela, la memoria no está contenida solo en la guerra o en las causalidades históricas, sino que los vestigios están incrustados en un lenguaje que sale del campo y se queda como signo de identificación de aquellos que tienen que combatir. Mientras en la literatura el lenguaje del campo ha sido subrogado por las élites, el trabajo de Ferreira en el fondo es buscar cómo ese lenguaje de lo colombiano se ha elaborado en medio de la guerra y cómo ha sido invisibilizado por unos letrados que toman esa voz y la deforman hasta volverla inentendible, una parodia de sí misma. El gran movimiento del autor es mostrar que la voz de los campesinos de hoy, las palabras que se filtran en nuestras conversaciones, son las que se fueron puliendo en medio de la violencia. Ferreira conjuga la posibilidad lírica de la épica, los hechos de lo histórico y los personajes de lo novelesco y los arropa con una voz que es la verdadera protagonista de la novela. Asistimos a la construcción de nuestra voz, del tejido de identificación de la nación; una voz que habla con un otro desconocido que está en una zona de indeterminación. Por ello, en la novela, la lucha de cada personaje es la de poder hablar y encontrar una voz, para convertirse en sujeto en medio de un conflicto que elimina el yo en pro de una historia monumental. Así, un fusilero se pregunta cómo expresarse en medio de un batallón indefinido, cuál es el lenguaje de una naturaleza que conoce pero que parece presta a engañarlo, por eso la música como posibilidad de enunciación se elimina, por eso Julia Valserra se enfrenta a su propia fragmentación al leerse en un diario, por eso ella se pregunta por las palabras de un fusilero que calla.

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Es la creación de esa voz antigua, pulida y actual en donde se produce el acto metonímico. En lugar de forzar temáticamente una causalidad entre la Guerra de los Mil Días y la violencia actual, Ferreira muestra esa conexión por medio de los restos de lenguaje que aparecen en la cotidianidad, indica con guiños (palabras, gramática, silencios, repeticiones, gestos) que somos el producto de una violencia que se incubó desde finales del siglo XIX y que se evidencia en nuestra construcción como sujetos por medio del lenguaje. Mientras en sus anteriores novelas el autor había apostado acertadamente por la construcción de una memoria colectiva a partir de la conjunción de diferentes voces, en El año del sol negro se arriesga a hacer el movimiento contrario: se centra en voces individuales que cuentan una historia propia, única, íntima, y en el proceso devela una historia que se construye no solo desde lo colectivo, sino también desde lo individual. Así, Ferreira no solo mira al pasado para ver cómo se ha conformado la historia de Colombia, sino que clava un ancla en el presente para pensar la memoria desde el lugar de la literatura.

Por Rodrigo Bastidas Pérez

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