Parecía increíble que el sino trágico golpeara otra vez a los Kennedy, luego del asesinato del padre en 1963 y del tío en 1968, pero los titulares informaron que “John-John”, el hijo de 38 años, piloteaba una pequeña avioneta en la que iba con su esposa y su cuñada para una boda cuando a las 9:40 p. m. del 16 de julio de 1999 desapareció sobre el Atlántico, a escasos kilómetros de aterrizar. El presidente Bill Clinton activó una enorme operación de búsqueda, con guardacostas y navíos de guerra de la Armada. Hubo transmisiones en directo, explicaciones sobre las características del avión y perfiles sobre “John-John”, sus hobbies, sus novias, sus traumas, su esposa y su cuñada. Tres días después los cuerpos fueron hallados en el océano, a 35 metros de profundidad.
La tragedia del Kurzk, un año después, también le dio la vuelta al mundo, aunque solo cuando se filtró la noticia, porque en Rusia el secretismo es parte del ADN nacional. El 12 de agosto del 2000, el submarino atómico viajaba con 118 tripulantes por el Mar de Barents cuando algo explotó en uno de sus compartimentos. Los rostros de los tripulantes, sus nombres e historias fueron noticia mundial, porque técnicamente era factible encontrar sobrevivientes. Cada minuto restaba ilusión, hasta el desenlace fatal que se confirmó el 21 de agosto, cuando los buzos consiguieron entrar al submarino inundado. En el rescate participaron rusos, británicos y noruegos.
Aún recuerdo a estos muertos en el mar hace un cuarto de siglo, pero en cambio no sé prácticamente nada sobre alguno de los 61 fallecidos en los 14 ataques que el gobierno Trump lanzó entre septiembre y octubre en el Caribe y el Pacífico, bajo el supuesto de combatir lanchas que llevan droga a Estados Unidos.
¿Quiénes eran esas víctimas? ¿Dónde están sus fotos? ¿Quiénes los lloran? ¿Por qué los matan sin juicio previo? ¿Dónde vivían? ¿En qué coordenadas murieron? ¿Qué hacían? Trump dice que traficaban y, en vez de capturarlos, les dispara. Si llevaban cocaína, se esparció en el mar junto con sus cuerpos.
De los mismos creadores de “hay que invadir a Irak porque tienen armas de destrucción masiva”, que fue lo que dijeron en 2002 —aunque, muchos muertos después, se supo que era falso—, hoy tenemos: “Hay que bombardear narcolanchas porque nos llenan de droga”, aunque el fentanilo no salga de esta región.
Trump ha dicho tantas mentiras que cuesta creerle: dijo que en Ohio había migrantes que se comían las mascotas de los vecinos y que el COVID se cura con inyecciones de desinfectante y luz solar. En su primer cuatrienio, el Washington Post le contó 30.573 afirmaciones falsas o engañosas, a un ritmo de 21 por día.
Lo de las narcolanchas luce falaz y desproporcionado, pero nuestros mares quedan lejos de Europa, Washington y Bogotá. Otra sería la historia si EE. UU. bombardeara una camioneta en la vía a Anapoima. Trump mata como si estuviera en un juego (o un videojuego) de Batalla naval: anda entretenidísimo ubicando y hundiendo barquitos, y de hecho las imágenes que conocemos de estos crímenes parecen de videojuego. Urgen rostros e historias que humanicen esta desgracia y que muestren a los pescadores que hoy viven con un nuevo miedo: el del dedo que otra vez apretará el botón.