El anuncio de Gustavo Petro sobre las modificaciones que sufrirá la extradición como parte de la nueva política de drogas y de paz total propuesta por el Gobierno ha sido motivo de enérgico debate en Colombia y de asegurada ansiedad en Washington. Mientras que el argumento de quienes defienden la necesidad del cambio gira en torno a la primacía que debe tener la construcción de paz y los derechos de las víctimas de la violencia armada, los críticos arguyen que ello abriría la puerta a una proliferación aún mayor de actividad criminal en el país.
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En su reciente libro Extradición, María Elvira Samper rastrea la historia de esta en Colombia y su conversión de un simple mecanismo judicial a columna vertebral (de la mano de la erradicación y la interdicción) de la lucha contra las drogas. Además de documentar su pérdida de utilidad disuasiva y falta de efectividad, la periodista pregunta hasta qué punto su politización ha permitido ocultar algunas verdades incómodas de las élites políticas y económicas del país, así como los vacíos de nuestro sistema judicial. Se trata de interrogantes cruciales cuyo desarrollo se ha dificultado justamente por la normalización de la extradición en las relaciones (narcotizadas) con los Estados Unidos.
En un mundo en el que diversos actores criminales hacen uso de las oportunidades de negocios brindadas por la globalización y los estados siguen operando en buena medida en función de la soberanía territorial, la extradición cobra mucho sentido. Sin embargo, se trata de un instrumento de cooperación internacional que tiene un trasfondo político sensible, no solo en términos de las reglas relacionadas con la extradición de nacionales, sino por el establecimiento de los crímenes por cobijarse y excluirse, los procedimientos por aplicar y el intercambio de pruebas. A inicios de los 2000, la guerra mundial contra el terrorismo y actividades conexas como el narcotráfico conllevó a la expansión de la extraterritorialidad de la justicia criminal estadounidense y el uso más intenso de la extradición, incluso frente a pares como Reino Unido.
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Esto se vio reflejado en países como Colombia y México, en los cuales el aumento en la cooperación bilateral a través de Plan Colombia y Plan Mérida, respectivamente, también produjo un crecimiento palpable en las extradiciones hacia el norte. A diferencia de Colombia, cuya condición súbdita tal vez explica el alto promedio anual de 165 personas extraditadas entre 2002 y 2022, México ha sido más cauto en extraditar a los suyos a Estados Unidos, unos 78 por año en el mismo período, no en menor medida por el largo historial de imposiciones estadounidenses y violaciones a su soberanía.
En últimas el carácter atípico de las relaciones colombo-estadounidenses y la rutinización de la extradición, que debe ser de aplicación extraordinaria, han hecho difícil la discusión desapasionada. Ante la inaplicabilidad dentro de Colombia del tratado bilateral de extradición, suscrito con Estados Unidos en 1979 y declarado inexequible por la Corte Suprema en 1986, se abre una oportunidad importante para negociar un mecanismo bilateral que regule los cambios propuestos por el presidente Petro y brinde las garantías jurídicas y políticas necesarias tanto a las víctimas de violaciones de derechos humanos como a aquellos actores violentos que negocien o se sometan.
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