En 2019 y 2021, Colombia vivió los más significativos alzamientos sociales de su historia reciente. Las calles se llenaron de voces jóvenes quienes, mediante la protesta, expresaron un profundo descontento social. Nos recordaron que la protesta es, ante todo, un ejercicio legítimo de derechos fundamentales como la libertad de expresión, asociación y reunión, consagrados tanto en la Constitución como en tratados internacionales suscritos por el país. Pero, esto es más fácil decirlo que hacerlo efectivo.
Como consecuencia de su visita en 2021, la CIDH advirtió que el gobierno colombiano estaba actuando en contravía de ese marco garantista. La publicación más reciente de la Fundación Karisma (hago parte de su Junta) “Se están metiendo al perfil de al lado: Análisis de la política criminal y el uso de tecnología para judicializar personas durante los paros nacionales de 2019 y 2021 en Colombia” demuestra que la situación se prolongó a los juicios penales que se derivaron de esos hechos.
El informe explica cómo el discurso oficial de estigmatización, que reducía a las personas manifestantes a la categoría de “vándalos” o “terroristas”, permeó a las instituciones judiciales. La Fiscalía asumió esa narrativa y, en algunas condenas, los jueces la consolidan. Así, la justicia dejó de ser ciega: el estigma social se transformó en condenas que criminalizaron a quienes protestaban.
Un aspecto particularmente preocupante es el uso de tecnología como herramienta de judicialización. El monitoreo de redes sociales, grupos de WhatsApp o simples interacciones digitales -como un “me gusta” en una publicación- terminaron convertidos en pruebas dentro de procesos penales. Peor aún, la ausencia de directrices claras sobre cómo recaudar y utilizar pruebas digitales dejó un vacío que se tradujo en violaciones al debido proceso. Así por ejemplo, mientras que a los agentes encubiertos en escenarios físicos se les exige cumplir con estrictas garantías, esta figura -que existe desde 2018 para entornos virtuales-, se usó en estos procesos para encontrar evidencia digital pero las reglas no fueron aplicadas con el mismo rigor.
Un hallazgo inquietante es la opacidad de la información. En la investigación no pudieron establecer cuántos procesos judiciales derivados de estas protestas tienen condena, los datos son de los procesos abiertos. Esto debido a la ausencia de bases de datos unificadas entre Fiscalía y Judicatura.
El informe también muestra el viraje de la política criminal de la Fiscalía. Mientras la Directiva 0008 de 2016 prohibía expresamente aplicar el delito de terrorismo a hechos cometidos en el marco de protestas, una Directiva en 2021 (0002), bajo la dirección de Francisco Barbosa, abrió la puerta a esas judicializaciones. Ese cambio no fue menor: estructuró la manera en que se orientaron las investigaciones durante los paros, consolidando un enfoque punitivo contra la protesta social.
Esto lleva a condenas con ese sesgo, como sucedió en un caso derivado de la protesta de 2019. Inicialmente la Fiscalía acusó a varias personas de terrorismo y otros delitos graves que les significó condenas de entre 10 y 19 años de prisión. Sin embargo, cuatro años después, la misma entidad pidió a la Corte Suprema revocar al menos una de esas sentencias. En su comunicación reconoció que el juicio se construyó sobre prejuicios y discursos estigmatizantes contra la protesta social, sin pruebas concluyentes. El pronunciamiento de la Fiscalía sucedió después de que en 2024, esta vez bajo la dirección de Luz Adriana Camargo, se expidió otra Directiva (0001) que da lineamientos de garantías a la protesta.
No son hechos aislados: hay un patrón y la respuesta debe reflejar cómo el componente digital, hoy inseparable de la vida ciudadana, puede también ser instrumentalizado. Sepamos que hay casos abiertos que usan estas evidencias digitales con una mirada estigmatizante de la protesta y por tanto muchas personas enfrentan un aparato judicial que debe revisarse para cumplir con la promesa de justicia.
El informe de Karisma permite retomar esfuerzos de educación y sensibilización entre operadores judiciales, defensores y cuerpos de seguridad. Incluso -conectando esto con mi última columna-, es en estos escenarios en los que un laboratorio forense de la Defensa Pública debería ser protagonista para desvelar posibles sesgos de la Fiscalía.
Finalmente, en 2020, la Corte Suprema de Justicia reconoció la necesidad de una regulación garantista de la protesta y ordenó al Estado colombiano ajustar su actuación. Es urgente retomar ese camino (sentencia STC7641-2020). La protesta no puede tratarse como un acto criminal; debe reconocerse como lo que es: una expresión vital de la democracia que también sucede en lo digital, porque lo digital también forma parte esencial de la vida política y social del país. No se trata de que las protestas sean un pase de impunidad, se trata de que el Estado reconozca que la protesta es un derecho con garantías especiales y que también los procesos judiciales derivados de ellas se desarrollen en ese marco.