En contravía de los estándares de derechos humanos y, paradójicamente en contra de lo que debería ser la lucha contra la corrupción, en adelante quien sea acusado de “atacar u obstruir las funciones constitucionales de algún funcionario público” a través de la denuncia de “hechos falsos sobre él o sobre su familia”, podrá ser castigado con hasta diez años de prisión por el delito de injuria y calumnia, sin beneficios y con millonarias multas.
A pesar de las advertencias y la incredulidad de muchas personas, esto fue lo que se aprobó la noche del 6 de diciembre en la Cámara de Representantes con 73 votos, como parte del proyecto de ley anticorrupción.
Esto afectará sobre todo a los y las periodistas, pero realmente a cualquiera. No subestimen los efectos entre las personas activistas, defensores y defensoras de derechos humanos u oponentes políticos.
Se han dicho muchas cosas de esta norma y yo solo puedo pensar en otra paradoja: el proyecto anticorrupción inicialmente contenía un capítulo para proteger a los informantes, alertadores o denunciantes de actos de corrupción (también conocidos como whistleblowers) y ese capítulo fue retirado sin miramientos del texto para terminar incluyendo este adefesio.
Es vergonzoso ver los temores de congresistas que consideran que proteger a los alertadores era realmente un incentivo para la revancha contra personas y organizaciones, a pesar de la evidencia y los compromisos internacionales del país en este tema. Peor aún, la noche del 6 de diciembre, los temores de los congresistas los llevaron a la decisión opuesta: aprobaron un mecanismo de protección a los corruptos.
En materia de procedimiento, para que esta propuesta se convierta en ley, el turno es ahora para la comisión de conciliación, que deberá definir el texto final del proyecto de ley, o, en últimas, para el propio Presidente de la República, quien tendrá que firmarla. Cualquiera de estas dos instancias puede reaccionar para evitar semejante mecanismo antidemocrático e inconstitucional.
De lo que no hay duda es de que los funcionarios del Estado están sometidos al escrutinio público, y deben desarrollar tolerancia a la denuncia ciudadana sobre temas de interés común, incluso si se hace en forma ofensiva. El artículo aprobado es entonces una manifestación inequívoca de la intención de evitar la participación política: es un mecanismo de censura ciudadana.
Es preocupante también que el mecanismo incluye una clara amenaza para las organizaciones. Cualquier entidad comunitaria, social, medio, etcétera está en riesgo. Si quien es acusado de esas acciones es su representante legal, el mecanismo propuesto permite retirar su personería jurídica.
La norma tiene un espíritu autoritario. Tiene la intención de borrar a quienes se oponen, a quienes critican y revela una política de erradicación de la disidencia que la ciudadanía no puede dejar pasar, y menos en un momento preelectoral. Las 73 personas que votaron por semejante adefesio deberían recibir el castigo democrático por excelencia: ser ignorados en las urnas.
Las verdaderas iniciativas legislativas “anticorrupción” son las que protegen a los informantes, alertadores o denunciantes, las que promueven el debate público o aquellas que evitan el abuso del sistema judicial contra quienes hacen control del poder. La norma que está terminando su trámite y que lleva el nombre de Ley Anticorrupción, pierde su propósito con esta disposición: no puede ser llamada así.
Mientras pensamos en nuestro voto en marzo, pensemos en esas iniciativas que este Congreso ha hundido: la eliminación del capítulo sobre informantes y la falta de trámite del proyecto que busca evitar el acoso judical -que localmente quieren identificar con “Presiones con Litigio Abusivo Generador de Autocensura (Plaga)-, son solo dos ejemplos.
Somos muchas las personas y entidades vigilando el resto del trámite y recordando todas las normas de nuestro marco jurídico que vulnera esta disposición. Insistiremos una y otra vez en que, tanto en estándares internacionales como en la jurisprudencia local, hay una máxima: no se usa el derecho penal para castigar la libertad de expresión de las personas al referirse a otras, sobre todo a funcionarios públicos.
Lo anterior sin perjuicio de reconocer que la libertad de expresión no es absoluta: la responsabilidad de las y los periodistas, o de cualquier persona en sus acciones de control al poder, es y debe ser civil. Cuando se pruebe negligencia o intención de daño se puede reclamar la correspondiente indemnización.
La discusión seguirá en cada paso del proceso, la demanda es segura y la sentencia donde se reafirme que estas disposiciones no previenen la corrupción, sino que la alimentan, está a la vuelta de la esquina. Porque si esto pasa, ¡apague y vámonos!