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A propósito del editorial del 17 de diciembre, titulado “Visibilizar la grandeza de los Afrocolombianos”. Es innegable el efecto positivo del reconocimiento de la contribución de los líderes, así como de aquellos que luchan desde las trincheras para avanzar logros que, por siglos, han sido negados a los ciudadanos de comunidades ignoradas por la sociedad. Me refiero a la ceremonia de la entrega de premios a los Afrocolombianos del Año. Creo, además, que mi apreciación puede extenderse a todas las comunidades marginadas en nuestra sociedad.
No puedo, sin embargo, dejar de sentir que ceremonias y reconocimientos como este, más que lograr su anunciado propósito, lo que consiguen es distraer la atención de los verdaderos problemas de las comunidades marginadas del país. Leer la lista de nominados para el premio es leer la lista de 39 ciudadanos excepcionales y, sin duda, dotados de una capacidad y de una fuerza de voluntad que, por sí solas, demuestran que no existen barreras naturales que se impongan en el camino del éxito de todos los seres humanos. Lo que la ceremonia no dice es que estas son las personas que salen y siempre saldrán adelante, premio o no premio, reconocimiento o no reconocimiento. Tampoco dice que las barreras que sí existen fueron erigidas por la sociedad.
La ceremonia no menciona que, por cada uno de los nominados, hay muchos miles de ciudadanos afrocolombianos, la mayoría de ellos sumidos en la pobreza y la falta de oportunidades. No importa su potencial ni su fuerza de voluntad; sus vidas son una lucha interminable contra los miles de obstáculos en el camino de la movilidad social. Empezando por los desafíos imposibles de superar para un niño, como la inadecuada nutrición, el estado lamentable de la educación pública, la invasión del espacio social y cultural por empresas empeñadas en ordeñar hasta el último peso de las familias más vulnerables, la deficiente infraestructura urbana y rural, sumados a la imposibilidad de los padres de proveer a sus hijos con las herramientas necesarias para desarrollar lo que podría convertirse en la capacidad y la fuerza de voluntad indispensables para lograr un éxito similar al de los 39 nominados. Es imposible que un niño que crece en un ambiente vacío de estímulos, carente de modelos a seguir y con un cerebro alimentado con azúcar, ruido, redes sociales y violencia desarrolle la curiosidad necesaria para explorar el mundo y la energía para luchar por su propio futuro.
Es indudable que los 39 elegidos son merecedores del mayor reconocimiento, pero, lamentablemente, este y otros “símbolos que se proyectan desde Cali” son solo eso: símbolos. Al paso que vamos, “ese camino largo que queda por recorrer” es demasiado largo, y la desilusión que queda al despertar del sueño “hacia una mayor igualdad” termina ahogada en el alcohol (provisto por el Estado) y la violencia (provista por los negocios ilícitos).
Ricardo Gómez Fontana
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