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Han pasado 24 años desde el más notable y terrible ataque terrorista en Estados Unidos, y ese fenómeno está lejos de desaparecer: ha mutado a velocidades vertiginosas. La primera década del siglo XXI puede entenderse como el encendido de los reflectores y la preparación del escenario: un telón que se abre, actores que aparecen y espectadores que, además de observar, pueden interactuar con la obra y reescribir el libreto en tiempo real. Desde muy temprano, esta época mostró una violencia-espectáculo: ubicua y simultánea, presente en todas partes y en ninguna a la vez.
Tras el 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos emprendió una campaña para destruir algo tangible, pero a la vez invisible. Logró eliminar a varios líderes de Al Qaeda y liberar a cerca de 60 millones de personas de un régimen criminal. Sin embargo, esa empresa nunca estuvo acompañada de estrategias sostenidas de antiterrorismo ni de un contraterrorismo verdaderamente efectivo.
Después de más de dos décadas de transformaciones en la arquitectura de la seguridad global y en los intentos de rediseñar regímenes internacionales que coincidieran en ver el terrorismo como una amenaza común, se ha hecho evidente que el problema radica en que este se escapa de las manos de los grandes estrategas de seguridad y política exterior. Hoy, los grupos terroristas se sienten más cómodos en el feudalismo tecnológico que en territorios físicos de selvas o desiertos. Comprendieron que las redes sociales y las plataformas digitales son las mejores rampas hacia la visibilidad y el impacto. Ya no necesitan estrellar aviones contra rascacielos ni atacar edificios emblemáticos como el Pentágono: basta con grabar atropellamientos en mercados navideños, transmitir decapitaciones en YouTube, reclutar por Instagram, mostrar la fabricación de explosivos en TikTok o diseminar pedagogías extremistas en videojuegos.
En este contexto, mientras los Estados avanzan lentamente por un carril, los grupos terroristas se mueven con agilidad por los demás, construyendo sus propias autopistas. Informes recientes de inteligencia, difundidos en medios abiertos, indican que para 2025 existen cinco veces más grupos salafistas-yihadistas que hace 24 años: alrededor de 85 con alcance global. Esto confirma que las estrategias tradicionales contra el terrorismo no han tenido éxito. Se hace visible, entonces, la persistente capacidad de atracción de las narrativas de Al Qaeda e ISIS, la expansión de sus filiales en múltiples regiones y su notable resiliencia, incluso tras la campaña global más amplia, sostenida y coordinada contra el terrorismo en la historia contemporánea. El mundo, por tanto, no es más seguro sin Bin Laden: es más peligroso, entrópico y plagado de incertidumbres. Además, los vectores que impulsan el terrorismo ya no se limitan a motivaciones políticas o religiosas, sino que se alimentan de odios raciales, xenófobos, populistas y supremacistas, potenciados por un ajuste tecnológico acelerado.
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La diferencia es clara: los Estados, por su propia configuración, son lentos; el terrorismo, en cambio, es volátil y ágil. En esta tercera década del siglo, asistimos al auge del tecnoterrorismo, un fenómeno que encuentra en el ascenso algorítmico una plataforma omnipresente. Frente a ello, los Estados tienen poco margen de acción y mucho que perder. Los actores terroristas ya no requerirán controlar extensas áreas en Medio Oriente, África o América Latina: podrán operar con menores costos en el ciberespacio, capturando posiciones estratégicas más decisivas que los territorios físicos. La inteligencia artificial, además, servirá como medio para fabricar y reconfigurar realidades dirigidas a las generaciones más expuestas y atractivas para estas nuevas dinámicas de violencia.
El telón está lejos de cerrarse. El tecnoterrorismo amenaza con que todo, incluso el mismo teatro, puede ser un arma. Un tecnoterrorismo que advierte que los datos y los algoritmos son más destructivos que cualquier explosivo, porque pueden rediseñar el equilibrio de poder: un equilibrio en la red, el de un mundo tecnopolar.
*Profesor de Relaciones Internacionales.
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