Con la declaración de la cuarentena general, el Gobierno llegó prácticamente al límite de sus posibilidades de reacción para contener la expansión del contagio. Era lo último que quedaba en su artillería de manejo preventivo.
Vienen ahora dos retos fundamentales. Primero, el tiempo –por poco que sea– que ganaremos con la cuarentena para evitar que el pico de infectados reviente nuestro sistema hospitalario –más temprano que tarde– debe ser usado con gran eficiencia para aumentar lo que se pueda la capacidad de nuestra infraestructura de salud (pruebas de diagnóstico, camas, respiradores).
El segundo reto es la implementación de las medidas económicas para mitigar los efectos negativos de la parálisis de varios mercados y del desempleo que pueden generar el estallido de una crisis social.
Será inevitable que esta crisis sanitaria y económica nos pase una cuenta de cobro alta por los descuidos institucionales de décadas. Pero hoy hay que hacer todo lo posible para reducir esa cuenta.
Para el caso de la infraestructura del sistema de salud, pueden adecuarse hoteles y campamentos de atención de emergencia, importarse reactivos y pruebas de diagnóstico, y fabricar equipos y dotaciones médicas especialmente necesarias para el manejo de las enfermedades ocasionadas por el coronavirus. Y debe usarse de inmediato la capacidad logística de las Fuerzas Militares –que ha sido ofrecida en varias ocasiones como parte de su plan estratégico en tiempos de posconflicto–.
Sobre las medidas económicas, ya hay consenso, afortunadamente, en que necesitamos una expansión agresiva del gasto que llevará a un déficit fiscal de gran magnitud. En tiempos de crisis, elegimos entre males, y está bien que el Estado vea el déficit como el menor de los males.
Ambos desafíos se dan en una carrera contra el tiempo. Las medidas de contingencia mencionadas antes tienen que darse de manera muy rápida para poder mitigar las consecuencias del colapso del sistema de salud y de la provisión de bienes básicos, especialmente para los más pobres.
Eso sí, tengamos cuidado. El afán no debe llevar a un descuido de las prioridades. Estar de acuerdo con la necesidad de incrementar el déficit fiscal para atender la emergencia no significa estar de acuerdo con que se reparta la plata del Estado a cualquiera que diga estar siendo afectado por la crisis. La prioridad son los más pobres. A ellos, por ejemplo, que algunas empresas reciban descuentos tributarios no es lo que más les sirve. Incluso las transferencias monetarias pueden ser inefectivas e insuficientes. Necesitan acceso directo a los alimentos y a los servicios de agua y electricidad.
Eso requiere un Estado fuerte que no deja en manos de mercados frágiles el bienestar de sus ciudadanos más débiles. La mano invisible está fracturada. El Estado no puede titubear en este momento para intervenir la distribución de los bienes y servicios básicos para los grupos más vulnerables.
Bien que la economía de mercado siga funcionando para muchos. Pero no les ha funcionado a los más pobres por largo tiempo, y sería absurdo pensar que va a empezar a funcionarles ahora en medio de esta crisis.
* Ph.D. en Economía, University of Massachusetts-Amherst. Profesor asociado de Economía y director de Investigación de la Pontificia Universidad Javeriana (http://www.javeriana.edu.co/blogs/gonzalohernandez/).