Cuando se habla de un escritor, todo se puede olvidar menos de qué tierra viene: en qué país nació y cuándo. Se escribe entre paréntesis, se escribe antes que el título de cualquiera de sus obras, se escribe incluso antes que su nombre: si es húngaro, guatemalteco o somalí es una cuestión de extrema importancia para la compulsiva publicación universitaria y el rutinario artículo de periódico.
Ese dato contribuye, se supone, a otorgarle a ese escritor un lote en el orbe (“ah, argentino”) y en una tradición literaria (“tan laberíntico como Borges” o “cómo arrastra aires cortazarianos en cada oración” o “el heredero indiscutible de Saer”); también aligera la labor del lector, que ahora nadará dentro de un limitado rectángulo de agua clara en la certeza de que ese escritor, por haber nacido en cierta tierra de polvo y bajo ciertas nubes, trata de cierto modo ciertos contenidos (“colombiano: va a hablar sobre la violencia”). En últimas, permite apuntalar unos cómodos confines mentales: a firme brazo de cartógrafo, encaja la literatura en un rutilante y comprensible marco fronterizo.
Sin embargo, la nacionalidad de un escritor es un dato casi sin peso y, a la hora de leer, inútil de cabeza a cola. Quizás haber sido francés haya influido a Molière en la elección de sus temas cómicos, pero hoy El médico a palos y El misántropo se siguen leyendo e interpretando por aspectos que superan la mera nacionalidad. Un buen libro siempre habla más que de sí mismo. ¿Y a quién le importa que Cervantes sea español cuando abre las páginas de El Quijote? Podría decirse incluso que son los países los que dependen históricamente de esos libros: es posible leer a Molière sin tener ningún conocimiento sobre la Francia del siglo XVII y a Cervantes sin tener una pista sobre Felipe III, pero sería deshonesto repasar ese siglo y ese imperio eludiendo a Molière y a Cervantes.
Molière y El Quijote son tan independientes de los lugares en que nacieron, que los han rebasado en su existencia terrenal: la Francia de Molière desapareció en doradas cabezas rodantes y el imperio en que se escribió El Quijote está reducido hoy a un territorio que cabe en la punta de una aguja con una familia real sin más aspiración que ser carnada de cámara fotográfica, mientras que Molière y El Quijote persisten más grandes y más anchos que palacio de reyes. Antonio Caballero escribió en Paisaje con figuras que en El Quijote cabían más cosas que en toda España junta.
Entonces, pese a haber sido concebidas en un punto de la colosal geografía y en uno de los infinitos establos del tiempo, las obras literarias están por fuera del tiempo y del espacio; más bien, fundan su propio tiempo y su propio espacio; aún mejor, colonizan hectáreas de tiempo no concedidas por el registro notarial. En alguna parte vaga del globo, quizá en cada galería de tierra a la vista, se extiende un país de los escritores donde el calendario gregoriano carece de autoridad y donde es imposible referir un progreso en el tiempo, puesto que el movimiento de las décadas tiende más al obsesivo círculo que a la rígida línea.
En ese país pululan las habituales fronteras, pero son porosas: hay más portales de cruce entre Woolf y Bernhard, entre Kipling y Vilariño, que altos muros grises armados con perros de vigilancia. La vigilancia, de hecho, es bastante pobre; se permite, incluso se promueve, la invasión. En ese país de horas circulares, los contemporáneos de García Márquez no son Cepeda Samudio ni Rojas Herazo sino Hawthorne y Rabelais, el de Beckett es Dante y Cervantes el de Joyce.
No existe ninguna contradicción en que en la misma cuadra, tragando el mismo aire, vivan Shakespeare, que acaba de presentar El rey Lear, e Ionesco, que está justo lijando los bordes de El rey se muere. Szymborska, Blake y los acmeístas, con Ajmátova y su cara de pájaro triste, se reúnen con frecuencia en los cuartos pestíferos de la única cantina. Nadie se asombra de que una escritora que nació en 1923 tintinee copas con un místico que murió en 1827. En sus Notas y contranotas, Ionesco escribió: “El valor de Fin de partida, de Beckett, por ejemplo, reside en el hecho de que está más próxima del Libro de Job que de las piezas de boulevard o de los cancionistas”.
En ese país no son necesarias las vulgares carreteras de alquitrán: una metáfora, una astuta hipálage o una personificación impropia (entre más impropia, mejor) bastan para crear vías de conexión. El paisaje, que no es sólo paisaje sino una extensión del ánimo, también une: Derek Walcott se sienta a manteles con Homero cuando en Otra vida contempla el mar, “un libro que un maestro ausente dejó abierto / en mitad de otra vida”, mientras el ciego trovador responde desde La Odisea que se trata del mago Atlas, “que conoce las profundidades de todos los mares y sostiene los altos pilares que evitan que el cielo y la tierra se vuelvan añicos”. Así ocurren conversaciones entre dos escritores que nunca se cruzaron en los calendarios ordinarios del hombre.
En ese país no existe más moneda de cambio que la buena poesía, en forma de prosa y de verso; la admiración de la belleza es el fin y el medio. Una disputa se resuelve en el callejón con sonoros navajazos octosílabos; entre más hondo el navajazo, menos mata y mejor florece, y entre más superficial, más aburre y menos alivia. Es un país sin lengua oficial: sus habitantes (sus grises nómadas, sus pedregosos sedentarios) han acordado que sus lenguas nativas son otra forma de traducción (amansan los caballos oscuros de la intuición) y que es posible y natural que los laberintos arameos de la Biblia produzcan prolongados ecos en el italiano, el provenzal, el gaucho.
Han creado una lengua trasnacional y trastemporal, la que explora Fernando Vallejo en Logoi: una lengua donde la sinestesia y la elipsis sirven para moldear lo que escuchan los ojos y miran los oídos. Desde otros territorios y desde otros puntos de la historia, observan a esos escritores con cautela, porque incluso cuando son ciegos ven y cuando no tienen piernas andan, dan vida a lo que está muerto y elevan hacia el cielo lo que está amarrado al suelo. Son seres extraños: se ha sostenido que en verdad nacieron, paridos por un huevo con patas de flamenco, en El jardín de las delicias. Muchos han sido enterrados con ofrendas de flores y papel; muchos más, incinerados hasta la ceniza. Nadie puede asegurar que estén muertos.
CODA
Sobre el poeta Jaime Jaramillo Escobar, que murió hace unas semanas, pueden leer esta columna sobre su interesante trabajo como traductor del portugués. Su obra poética (los bellos Poemas de la ofensa, por ejemplo) está en este enlace. Pregunta: ¿han encontrado paralelos entre otros escritores de épocas distintas? ¿Cuáles y quiénes?