Costas extrañas

Los pantalones de Roa Sierra

J. D. Torres Duarte
13 de julio de 2022 - 05:01 a. m.
"La historia es bien conocida (es irónico que el episodio más público de ese periodo violento sea también el más enigmático y brumoso). El 9 de abril de 1948, poco después de la una de la tarde, el líder político Jorge Eliécer Gaitán fue asesinado con tres disparos a la salida de su oficina en el centro de Bogotá. En venganza, la turba volteó la ciudad del lado de la costura: saqueó los negocios, destripó las oficinas públicas y las iglesias, quemó los tranvías, desolló el mobiliario de los ricos, desoyó a los ricos" - J. D. Torres Duarte
"La historia es bien conocida (es irónico que el episodio más público de ese periodo violento sea también el más enigmático y brumoso). El 9 de abril de 1948, poco después de la una de la tarde, el líder político Jorge Eliécer Gaitán fue asesinado con tres disparos a la salida de su oficina en el centro de Bogotá. En venganza, la turba volteó la ciudad del lado de la costura: saqueó los negocios, destripó las oficinas públicas y las iglesias, quemó los tranvías, desolló el mobiliario de los ricos, desoyó a los ricos" - J. D. Torres Duarte
Foto: Archivo

Por su color de paradoja o de intensa vitalidad, ciertos detalles en los libros de ficción empujan a la imaginación, al encuentro de umbrales ajenos: en Una casa para Mr Biswas de V. S. Naipaul, la lectura habitual que hace Mr Biswas de las Meditaciones de Marco Aurelio en medio de su hambre de posesiones y de la tensión doméstica; en Vida y tiempo de Michael K de J. M. Coetzee, el próspero cultivo de calabaza que mantiene Michael K, malnutrido y fantasmal, en una granja en ruinas sobre una tierra de hueso y casi infértil; en Molloy de Samuel Beckett, las piedras que guarda Molloy en sus bolsillos y que extrae en su deambular para chupar.

Detalles de esta especie aparecen también y a chorros en los libros de historia, que anhelan restituir su forma al pasado, que es un sueño, una ráfaga y un retazo: los historiadores son remendadores del viento. El impacto de esos detalles sobre la imaginación es similar en profundidad, altura y anchura al de los libros de ficción (poco importa si el detalle de ficción no ocurrió y el histórico sí: aunque uno de ellos no sea real, ambos son verdaderos). Eso lo prueba la lectura de Mataron a Gaitán (1985) de Herbert Braun, en particular los capítulos dedicados al asesinato y entierro de Jorge Eliécer Gaitán.

La historia es bien conocida (es irónico que el episodio más público de ese periodo violento sea también el más enigmático y brumoso). El 9 de abril de 1948, poco después de la una de la tarde, el líder político Jorge Eliécer Gaitán fue asesinado con tres disparos a la salida de su oficina en el centro de Bogotá. En venganza, la turba volteó la ciudad del lado de la costura: saqueó los negocios, destripó las oficinas públicas y las iglesias, quemó los tranvías, desolló el mobiliario de los ricos, desoyó a los ricos. El supuesto asesino, Juan Roa Sierra, fue linchado a golpes de cajón de embolar y abandonado a las puertas del Palacio Presidencial con su moteado de hematomas y sajaduras y laceraciones y su cráneo roto para anidar mirlas. En la mañana siguiente, Bogotá era un costra de humo, muertos, escombros y estado de sitio. Los edificios eran enormes esqueletos de aves con sus huevitos de ladrillo chamuscado. De los tranvías quedó la pura varilla sin pellejo.

Pero esa descripción global cojea: no es todavía sensible. Tras años de conversaciones con testigos, Braun recolectó una miríada de detalles para hacer tangibles la incertidumbre, la ira y la desesperación de esas horas (pocas, pero sustanciales) de destrucción vespertina.

Por ejemplo, Braun cuenta que cuando Gaitán yacía en agonía en el andén de la carrera Séptima, uno de sus acompañantes le levantó la cabeza y de la boca le brotaron jugos gástricos: la boca que solía amaestrar a la muchedumbre con la dosificación de las palabras se ahogaba ahora en espumarajos estomacales, incapaz de formular ninguna orden (ningún testimonio apunta que Gaitán hubiera siquiera murmurado una palabra después de los disparos, dos de ellos dirigidos a sus pulmones: la primera víctima fue su capacidad de orador).

Hay más detalles. Para llegar en una pieza al Palacio Presidencial, donde se encontraba el presidente conservador Mariano Ospina Pérez con su comitiva de emergencia, el ministro de Gobierno tuvo que disfrazarse con una ruana: en el inicio de la revuelta, donde lo que estaba en pie terminaría de espaldas, un hombre de alta dignidad política se hizo pasar por un hombre de pueblo (¿no lo hizo también el virrey Sámano al intentar eludir las fuerzas de Bolívar? ¿No termina en eso el poder: en una pantomima de pueblo donde el que fue una cara única busca ahora en vano camuflarse entre todas?). Una turba erizada de machetes y palos se estacionó frente al balcón presidencial en busca de explicaciones, pero tras varias horas de espera el presidente nunca salió: las llamaradas en torno al Palacio alumbraron un balcón vacío. Políticos improvisaron tribunas en la cumbre del caos para dar discursos y dirigir la bestia de la revolución, pero la turbamulta pasó de largo: los políticos se volvieron mudos que hablaban, y la multitud, sordos que escuchaban.

En la madrugada del 10 de abril, como no había ni camiones ni carrozas y el mundo se había acabado, el féretro de Gaitán (barato, estándar, de trámite) fue transportado hasta su casa, entre una lluvia de tamiz, en una zorra. Imagínese esa secuencia: un caballo (¿o quizás una mula?) huesudo y mugriento jalando un ataúd junto a una mujer sola y con el vestido fatigado (Amparo Jaramillo, la esposa de Gaitán), el clopequeo de las herraduras contra las ruinas y el silencio, las vaharadas de humo y boñiga fresca, los cerros en la distancia con sus parasoles de bruma. Es posible que una zorra fuera la carroza de honor más adecuada para quien se definió con brío como un hijo de las clases más bajas. Como los súbitos revolucionarios habían ahogado su duelo y habían reunido coraje para la aniquilación con el coñac y el vermú y el whisky que robaron de las tiendas de lujo, esa mañana las calles, recuerda Braun, estaban cuadra tras cuadra tapizadas con vómito y mierda. Fue una revolución fluida.

Pero el detalle más impresionante, por la calidad de su augurio, son los pantalones de Juan Roa Sierra. En su camino hacia Palacio, agotada de arrastrar un costal de carne y huesos que se hacía cada vez más inmanejable, que entre más se hundía en el más allá más pesaba en el más acá, la multitud fue quitándole ropas a Roa Sierra. Escribe Braun en la traducción de Hernando Valencia Goelkel: “La camisa primero. Cuando los pantalones estorbaron el arrastre del cadáver, se los quitaron también y alguien los amarró a un palo y los agitaba de un lado a otro. Junto a los pantalones ondeaban banderas colombianas”.

Tras el fervor del linchamiento y su arrastre por el pavimento y los ríeles del tranvía, los pantalones de Roa Sierra debían de estar empapados de sangre, roídos y enmohecidos de polvo. Como Roa Sierra era un joven pobre en la Bogotá de los cuarenta, sus pantalones debían de ser de un paño barato y oscuro, propenso a las motas y a las hilachas, lavado a mano una y otra vez hasta la palidez. Estaban quizá marcados con su nombre en un doblez (para prevenir que se los robaran en la lavandería comunal), borrado entonces por las patadas y los alaridos. Es probable que tuviera numerosos remiendos. Y es ese pantalón, exhausto, coagulado y rajado de raspones, el que alguien amarra a un palo (seguro a través de las trabillas a medio descoser) para ondear sobre las cabezas en compañía de otras banderas. Un aire de ira debió de hinchar entonces los tubos vacíos donde antes había piernas: los pantalones debieron de parecer una vela de barco en esa marea de catástrofe (reparchada como la del pescador Santiago en El viejo y el mar), a la vanguardia de una tropa llena de furia pero con rumbo desconocido.

En la inversión de las jerarquías políticas y los símbolos nacionales, los pantalones de Roa Sierra vinieron a reemplazar la bandera colombiana. Se convirtieron en la memoria y la aspiración que es todo símbolo. Polvo, sangre, abrasión y remiendos: ése era el horizonte luminoso de la nación que iban a intentar levantar entre los escombros.

CODA

Si buscan una reconstrucción imaginativa de la historia de Roa Sierra, lean El crimen del siglo de Miguel Torres. Y un detalle adicional. En una de las fotografías que tomó Sady González en los días del Bogotazo, el cuerpo magullado de Roa Sierra aparece encajado en un féretro de segunda en el Cementerio Central, dispuesto en pie para la foto. La única lápida que se alcanza a leer a su lado reza: “Esperanza”.

Mi correo: juandtorresd@gmail.com

 

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