La siguiente cita es la descripción de la obra (de la imaginación) de un escritor. He omitido los detalles sobre su identidad.
“¿Qué tipo de imagen buscaba [...]? En general, favorecía imágenes de extravagancia. Asumía que el mundo de la experiencia comprendía cosas inferiores, deformes, incompletas [...], mientras que el mundo de la imaginación comprendía cosas excesivas, inconmensurables [...]. Lo que estimaba en particular [...] era una cualidad de abundancia superhumana [...]. Trató de crear [...] un ámbito de lo incansable y lo exorbitante, donde la pasión se intensificaba y se volvía perpetua [...], donde los amantes ideales se transformaban en cisnes ligados por la eternidad con una cadena de oro, donde un hombre enamorado del infinito podía remontar en su barco los confines del océano hasta salirse de él”.
Este retrato escrito coincide en todo con la imaginación de Gabriel García Márquez: su gusto por las pasiones fuera de órbita, su abierta anarquía contra los límites de la materia y el tiempo, su prodigalidad vital. Sin embargo, no se trata de García Márquez: éstas son las palabras del académico Daniel Albright en su introducción estimulante y fascinante a los poemas de W. B. Yeats.
Es imposible sustentar la coincidencia en su proximidad geográfica o temporal. Cuando Yeats murió, García Márquez no había escrito su primer cuento. El primero nació en Irlanda; el segundo, en Colombia. Tampoco comparten mitologías: Yeats fatigó el folclor irlandés, la metafísica rosacruz y la filosofía platónica, mientras que García Márquez fue devoto del antiguo aire caribe, la leyenda del vallenato y el diario de a bordo de Colón.
Pero ambos descubrieron (García Márquez quizás más tarde que Yeats) que un mundo invisible y palpitante se asoma en el mundo tangible (Yeats era tanto o más supersticioso que García Márquez) y que la vía para penetrarlo no era la descripción austera y fiel, sino la deformación genuina de la imaginación (Yeats la evoca como “símbolos”; Albright la traduce como “imágenes”; en sus conversaciones de El olor de la guayaba García Márquez la considera “un instrumento de elaboración de la realidad”).
En ese sentido, Yeats y García Márquez provienen del mismo territorio de ultramar: el de la imaginación (permeada, en ambos casos, por el estudio del folclor). Sin embargo, sólo García Márquez es etiquetado bajo la denominación del realismo mágico, un género que parece fabricado para mitigar el hambre de la máquina publicitaria antes que para iluminar los matices de sus híbridos de hielo y vacas. Año tras año, en artículos y simposios, se renueva la fidelidad a la etiqueta. Con poco respeto, quisiera proponer su aniquilación, puesto que García Márquez ostenta por derecho y obra un título más lacónico y colosal que el de realista mágico: es un escritor universal.
Universal quiere decir que se alimenta de una imaginación atávica, antediluviana y común al género humano: una suerte de sustrato cavernario (en el caso de García Márquez, medieval) que, pese a sus incesantes mutaciones en mitos e historias populares, conserva dispositivos verbales e imágenes (como el entierro de un ser querido, que une a La hojarasca con Antígona) esenciales en el reconocimiento literario del baldío follajudo entre el más acá y el más allá.
Es la imaginación que confiesa la existencia de un ancho terreno fantasmal paralelo a la realidad (que en ocasiones pone en duda y ridículo a la llamada realidad), invisible para los hábitos de la razón, visible para quien despeja y disciplina el ojo interno. Es la imaginación que provee a los bestiarios medievales y también a Lorca cuando escribe en la primera parte de Llanto por Ignacio Sánchez Mejías que “el cuarto se irisaba de agonía”, pese a que ese cuarto no puede ser un sujeto activo ni la agonía tiene los colores del arcoíris. El ojo que imagina condensa las cosas del mundo en un plano resonante: como si el universo tuviera una sola alma. El ojo que imagina es un hábil soldador.
Los mismos mecanismos de la imaginación se ponen en movimiento cuando Atenas altera la visión de Áyax y cuando Homero hace descender a los dioses del Olimpo y les impone las formas físicas de los humanos. Los mismos mecanismos dejan su huella en las Historias de Heródoto, donde un marinero, tras la traición de sus compañeros de nave, convoca con su harpa a un delfín que lo salva de una muerte en altamar. Esos mecanismos se repiten en los gigantes del Beowulf, en los cuentos racionales de Poe, en las genealogías extralongevas del Génesis, en los infames de Borges, en el estiramiento del tiempo de La señorita Dalloway de Woolf, en la inusual competencia de apertura del Rey Lear, en el licenciado Vidriera de Cervantes, en los círculos infernales de Dante, en los poemas de Szymborska, en el Bartleby de Melville, en el magistrado de Coetzee, en el insecto y en el artista del hambre de Kafka.
Y los mismos mecanismos se ponen en movimiento en García Márquez cuando un viejo desangelado se desploma sobre un gallinero en Un señor muy viejo con unas alas enormes, o cuando Úrsula muere a una edad que supera todo umbral humano, o cuando el dictador de El otoño del patriarca vende el mar y hereda a sus súbditos un llano infinito de polvo lunar, o cuando en La luz es como el agua un par de niños quiebran las bombillas de su apartamento para rebosarlo de luz.
Eso no significa, como alguien podría pensar, que García Márquez es un copión. O sí: es copión, pero diestro. García Márquez supo absorber los mecanismos imaginativos de la narrativa y la poesía, acumulados siglo tras siglo con su montoncito de música, y adaptarlos al apetito de su ojo. Así fundó una tradición personal que entonces vino a camuflarse en la universal, con cuya altura y anchura se las vio (salvo en sus últimas novelas, donde la vela va flaqueando). Por eso, creo, lo leen y lo sienten tanto en español como en inglés y en japonés (una de sus últimas tentativas literarias, por cierto, fue escribir una obra que le compitiera a La casa de las bellas durmientes de Kawabata).
Y a pesar del milagro y de que comparte estirpe con la larga lista de atrás, García Márquez es el único constreñido por la categoría huera del realismo mágico. Incluso en el Oxford Handbook sobre su obra que se publicó el año pasado (una guía que lo valida, a ojos académicos occidentales, como un autor universal) se alude a la etiqueta de librería. Es hora de dejarla en el olvido, porque es insuficiente y pequeña para tamaña obra y sobre todo porque da la impresión de que un escritor latinoamericano no puede unirse a la tradición literaria del mundo a menos que cargue a cuestas su jaula de exotismo y uniformidad (en la que, bajo todo rigor, cabrían también Homero y Sófocles, como se probó atrás: pero ningún europeo se atrevería a decir que son realistas mágicos).
No deja de ser interesante que desde sus inicios García Márquez parecía querer conversar, por voluntad o coincidencia, con preocupaciones que superaban su geografía. Sus primeros cuentos, que después desdeñó en sus memorias como intentos “abstractos e inconsecuentes” sin base en ningún sentimiento, se ocupan de dramas de quietud y desesperación (La tercera resignación) que serían resueltos en forma y fondo, por esos mismos años y con mejor tino y pericia verbal, por un escritor en la orilla opuesta del Atlántico: Samuel Beckett.
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