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Una noche, una noche toda llena de herrumbre, de barullo y de músicas de llantas, el poeta Silva, el mismo del bello y manoseado billete de cinco mil, se me presenta en forma de holograma y despotrica:
―¡Me muero! ¡Nos están matando! Día y noche, les poetas del mundo y el inframundo morimos de aburrimiento entre las arañas y gorgojos de la otrora concurrida biblioteca de esta Casa de Poesía. Morimos secuestrados por la oscuridad, embargados por una ilíquida tristeza. ¿De qué sirve que me haya o me hayan abaleado el pecho si no es para que a quienes les interese puedan venir a documentar la historia? ¿Para qué diablos el Instituto Distrital de Patrimonio le cede en comodato este lugar a la Fundación Casa de Poesía Silva si no es para que se mantenga abierto al público? ¿Cómo así que en pleno siglo XXI, cuando nos invaden por millares hordas de turistilopitecus, la Casa de Poesía no es una parada imperdible en las rutas guiadas capitalinas? ¿Dónde más la población de Bogotá va a tener un contacto privilegiado con su tradición poética como el que gozaste en su momento si no es aquí? Ahora tienes tus libros y yaces emparedado en tu biblioteca, ¿pero la demás gente inquieta, la niñez sensible, la juventud rebelde, desesperada, desempleada, la senectud soñadora, dónde arraigarán su vocación por los versos si no es entre estos fantasmales pasillos? Como usufructuario y cultor de nuestro sagrado quehacer estás en mora de escribir algo acerca de la Casa de Poesía. No olvides que en 2014 te hiciste el loco y no firmaste la primera carta de protesta.
Al día siguiente pedaleo hasta el Centro Histórico. En efecto, son las once de la mañana y encuentro la casa sola y derruida. Timbro durante un minuto, golpeo siete veces el picaporte y nadie responde. A la placa de mármol que informaba que esta casa fue declarada monumento nacional el 8 de marzo de 1994 alguien le tachó una palabra y ahora afirma escueta y certeramente: “ESTA CASA FUE MONUMENTO NACIONAL”. Un inútil letrero blanco pide no arrojar basura sobre el portón.
En mayo de 2014, noventa poetas firmaron una carta abierta donde manifestaban su preocupación por la decadencia de la Casa de Poesía, a la cual veían física y espiritualmente venida a menos. Por ese entonces andaba fuera del país y no suscribí la carta, me quise desentender del asunto y por ello me granjeé la inquina de la mayoría de mis colegas, quienes en adelante propalaron el rumor de que soy más aséptico que un odontólogo.
Siete lánguidos años después, en mayo de 2021, Eduardo Rodríguez, René Barraza y Maryluz Piraquive, los tres funcionarios sobrevivientes, reportaron que la Casa Silva estaba completamente quebrada y denunciaron la mala gestión del director y de la Junta Directiva encabezada por el empresario Jean Claude Bessudo, quien puso en evidencia su idoneidad al argüir que la Casa de Poesía es una entidad inviable porque lastimosamente hoy en día quizás a nadie le interesa la poesía. Entrevistado por este diario, yo, quien para entonces había sido uno más de los colaboradores ―léase idiotas útiles― que el director ha usado, quemado y reemplazado a lo largo de dieciocho años, manifesté cándidamente que la Casa de Poesía no se podía acabar por ser un patrimonio que debería tener a su disposición cualquier principiante o avezado amante de la poesía en Bogotá, pero el daño ya estaba hecho.
Al año siguiente brilló ―y se ocultó― un rayo de esperanza. Nicolás Montero, para el momento secretario de Cultura, Recreación y Deporte, anunció en julio que a partir de octubre la Casa de Poesía, cerrada durante dieciocho meses, reabriría sus puertas y pasaría a integrar la Red Distrital de Bibliotecas Públicas de Bogotá. “Pondremos a disposición de los ciudadanos una biblioteca especializada, un escenario de encuentro y cultura para la ciudad con programación concertada alrededor de la poesía”, proclamó el actor con halagüeñas palabras que el viento se llevó.
Durante tres días volví a la Casa de Poesía. A eso de las once de la mañana timbré, golpeé siete veces el picaporte y nadie atendió. Por eso me extrañó ver que el poeta Rodolfo Ramírez viene divulgando en las redes una tertulia convocada por la Casa de Poesía. Lo contacté y me explicó que él, junto a otras tres personas, viene coordinando, además de la tertulia, un taller de creación, un club de lectura y un círculo de lectura virtual. Cuando le replico que la Casa sigue cerrada es enfático al afirmar que la casa no está cerrada: se han seguido haciendo eventos, visitas guiadas, expediciones pedagógicas, concursos y talleres de poesía en voz alta, pero como por ahora no hay con qué contratar personal permanente, mientras se logra gestionar recursos manejan jornadas flexibles. Rodolfo no está de acuerdo conmigo, le ofende que desconozca el trabajo que vienen haciendo desde hace más de veinte años él y Carlos Almeyda, y desde hace nueve Alma Castro y Johana Espitia. Le digo que registraré su punto de vista y que no pretendo atacarlos sino expresar la inconformidad de un usuario de la Casa de Poesía que ha acudido más de diez veces en los últimos meses, y tres en esta semana, y nunca la encontró abierta.
A Rodolfo, Alma, Carlos y Johana, mi respeto por su labor y toda la suerte del mundo. Ojalá me equivoque, pero soy poco optimista. En manos de un quijote que como administrador ha demostrado ser más temerario que el propio Silva, un jefe que condujo a su gente de confianza a la locura de prestar sus ahorros para sostener lo insostenible, un mártir de la cultura empeñado en no abandonar su calvario aún a costa de su propio pecunio, al mando de semejante Fitzcarraldo no me hago muchas ilusiones de que la Casa de Poesía Silva logre tornar a buen puerto.
