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Durante sus dos primeros años, el gobierno de Gustavo Petro todavía no ha tenido ningún logro importante en educación. Es cierto que ha mejorado el presupuesto y que existen algunos esfuerzos por mejorar la infraestructura educativa, pero carecemos de ideas fuerza y de un plan para garantizar el derecho a una educación de calidad. ¿Permanecerá el problema con el nuevo ministro?
Con el nombramiento de Daniel Rojas llegamos a tres ministros de Educación durante el gobierno de Gustavo Petro. Cada uno de ellos ha estado en el cargo el mismo tiempo que permanecieron los ministros mientras estuvo vigente la Constitución de 1886, y esa es una de las explicaciones del pésimo balance de la calidad de la educación en el país. En un tiempo tan breve nadie puede hacer buenos diagnósticos, elaborar un plan transformador, innovador, coherente y realista. Tampoco se alcanza a cohesionar la comunidad, mucho menos a impulsar los cambios que necesita la educación en el país.
El primer ministro nombrado por Gustavo Petro fue Alejandro Gaviria. Le correspondió el mejor momento del gobierno, cuando por primera vez parecía que nos encaminábamos hacia un gobierno nacional con presencia de diversas fuerzas políticas, la mayoría de las cuales nunca había estado en el poder. Fue la época de grandes debates argumentados, reformas nacionales y fortalecimiento de la participación y la democracia. Aun así, él no alcanzó a elaborar un programa de largo alcance. Además, dedicó su tiempo y esfuerzos a impedir la reforma a la salud que tenía prevista el gobierno central. Precisamente cuando nos encaminábamos a definir la política de educación superior, la coalición entre el centro y la izquierda se destruyó, el gobierno se radicalizó y volvimos a los gobiernos de partido que han caracterizado la historia nacional. Con el retiro de José Antonio Ocampo, Cecilia López, Alejandro Gaviria y Jorge Iván González, el país perdió una oportunidad de oro para impulsar los procesos de transformación pertinentes que necesitamos para superar las desigualdades y promover el desarrollo humano. Como muy bien lo interpretó Jorge Iván, a partir de ese momento el gobierno comenzó a retirar a los técnicos y aumentar a los activistas en los cargos claves. La semana pasada lo ratificó al nombrar al nuevo ministro de Educación.
A Gaviria lo reemplazó Aurora Vergara. Su presencia en el gobierno fue muy positiva, pero su talón de Aquiles terminó por traicionarla: la falta de experiencia. Una mujer con doctorado, liderazgo afectivo, reflexiva y representante de las negritudes, un sector históricamente excluido en Colombia. Su mayor aporte fue aumentar el presupuesto y generar un ambiente de consenso que parecía ayudar a pensar en la educación como un elemento central en la búsqueda de un Acuerdo Nacional. Aun así, sentó un grave precedente contra la autonomía universitaria al permitir la intervención del gobierno en la elección de los rectores de las universidades públicas y demostró poca experiencia al dejar que se le esfumara una ley estatutaria que había contado con consensos importantes en el Congreso Nacional.
Son dos años en los que no hemos avanzado en el derecho a una educación de calidad y los esfuerzos por mejorar la infraestructura no parecen responder a un plan consensuado y realista que corresponda a las promesas trazadas desde la campaña. Son excesivas las expectativas creadas y muy reducidos los resultados. Es más, nadie conoce las prioridades, los planes, los acuerdos y mucho menos el seguimiento a cada uno de ellos. El aumento de activistas en los cargos claves ha estado acompañado por una creciente improvisación en el diseño de la política pública.
Daniel Rojas venía cumpliendo un excelente papel al frente de la Sociedad de Activos Especiales (SAE), pero no cuenta con el perfil, los conocimientos, la formación ni la experiencia para ser el ministro de Educación. La decisión de nombrarlo es fiel a la tradición de los gobiernos colombianos de escoger ministros que desconocen el tema educativo, pero al mismo tiempo muestra lo poco que entiende este gobierno de un tema que tendría que ser esencial en cualquier programa de cambio. No olvidemos que cuando Gustavo Petro ganó la presidencia solicitó públicamente a alcaldes y gobernadores que le dijeran dónde construir colegios y universidades, ¡como si así se diseñara una política de ampliación del derecho a la educación de calidad!
La pregunta central es qué busca el presidente con esta designación. ¿Cuáles son en realidad sus propósitos? Porque es evidente que su pretensión no es mejorar la calidad de la educación. De eso no sabe el nuevo ministro. Tampoco busca poner la educación como uno de los elementos centrales del mencionado Acuerdo Nacional. Si ese fuera el caso, hubiera ubicado a una persona más conciliadora, que buscara más elementos de unión que de diferencia con los contradictores del gobierno. En eso su antecesora lo supera con creces. El editorial de El Espectador parece ser mucho más agudo al hablar de un ministro para la conspiración. El problema es que en este caso también sale sacrificado el derecho de niños y jóvenes a una educación de calidad.
El primer gobierno de izquierda está perdiendo una oportunidad de oro para transformar la educación del país. En esta materia, Gustavo Petro se está comportando como los gobernantes que lo antecedieron al preferir nombrar amigos en los cuales confiar en lugar de personas que conozcan del tema y puedan tomar las mejores decisiones para el sector. Pierde el gobierno, pero ante todo pierde el desarrollo humano integral.
Cuando Petro fue alcalde prometió construir 1.000 jardines infantiles. Al final, logró hacer 8 y renovar 16. Muy seguramente sucederá algo similar con su propuesta de crear 500 mil cupos universitarios, pues eso implicaría duplicar los estudiantes matriculados actualmente en las universidades públicas, cuando en los dos primeros años de gobierno no ha aportado prácticamente nada a la meta esperada y, por el contrario, se ha excluido al sector privado, sin cuyo apoyo este objetivo se convertirá en una promesa electoral más.
Hasta el momento, el gobierno no tiene ningún logro que mostrar en educación, salvo por el aumento de los recursos y la ampliación de infraestructura en algunas regiones dispersas del país. Eso es positivo, pero es muy poco frente a las expectativas generadas. No hay duda, el gobierno sigue sin tener ideas particulares y sin proponer transformaciones pedagógicas importantes que garanticen el derecho a una educación de calidad.
Cuando el presidente conoció los resultados de las pruebas PISA de 2022 concluyó que la educación en Colombia había fracasado por construir una escuela en la que los alumnos no aprendían a pensar ni a leer. Tenía toda la razón. A raíz de esas declaraciones, le envié una extensa carta en la que proponía cuatro estrategias validadas en diversas regiones para contribuir a mejorar la calidad de la educación del país. Seguramente, el presidente lee muy pocas cartas. El problema grave es que durante sus dos primeros años de gobierno las brechas educativas se han seguido ampliando sin que, hasta el momento, existan políticas públicas, mecanismos o equipos humanos dedicados a enfrentar este reto.
Para un gobierno de izquierda debería ser fácil entender que sin cambiar la educación nunca será posible un cambio social o político. Por el bien de los niños y jóvenes, ojalá el nuevo ministro escuche a quienes conocen el sector, fortalezca el trabajo en equipo, retome los completos diagnósticos y las orientaciones trazadas desde el III Plan Decenal y se asesore muy bien para impulsar las transformaciones necesarias. Perder otros dos años sin consolidar el derecho a una educación de calidad sería una desgracia para el desarrollo nacional.
*Director del Instituto Alberto Merani (@juliandezubiria)
