La reciente publicación de El Espectador sobre el caso del arroyo Bruno, en La Guajira, cuyo cauce fue desviado por la empresa de Cerrejón en una acción que alteró el medioambiente y afectó los derechos de las comunidades wayuus al agua, la salud y la seguridad alimentaria, ilustra la forma en que los débiles son atropellados en Colombia ante la indiferencia de las autoridades que deberían protegerlos.
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El caso del arroyo Bruno es doblemente escandaloso porque hace más de cuatro años la Corte Constitucional, a la cual acudieron las comunidades afectadas de La Horqueta, Gran Parada y Paradero, ordenó a la empresa y al Ministerio de Ambiente que dispusieran lo necesario para devolver el arroyo a su cauce y hasta la fecha esta orden no se ha cumplido. La publicación de este diario reseñó en detalle la forma en que la sentencia de la Corte, celebrada en su momento como un triunfo histórico de los wayuus, fue convertida en letra muerta.
Salta a la vista la incompetencia del ministerio encargado del tema para corregir la arbitrariedad, que se suma al incontable número de abusos sufridos por los pueblos originarios de Colombia desde los tiempos de la Conquista. A la manera de los adelantados españoles cuyos excesos contra los aborígenes registran las numerosas Crónicas de Indias, los explotadores modernos de nuestras riquezas no paran mientes en las consecuencias que sus actos pueden tener para otros —en especial si están indefensos— cuando se trata de expandir sus negocios, como lo hizo Cerrejón al desviar el arroyo Bruno en una extensión de 3,6 kilómetros, violando los derechos de las comunidades vecinas.
Lo peor es que los autores de la desviación y el ministerio que debió impedirla “le pusieron conejo”, como se dice coloquialmente, a la sentencia de la Corte que ordenó enmendar el entuerto. Aquí también siguieron la pauta de los conquistadores, que respondían a las leyes benignas de la Corona en favor de los indígenas con la tristemente célebre sentencia de “se obedece, pero no se cumple”.
El caso del arroyo Bruno no es el primero que demuestra los abusos con los recursos hídricos de la región donde opera Cerrejón, que la empresa aprovecha como si fueran de su propiedad. En la misma época en la que fue desviado el arroyo Bruno hubo otro evento semejante que llamó la atención en el exterior a tal punto que unos productores de cine alemanes vinieron a La Guajira y realizaron un documental de 97 minutos que fue premiado en 2015 en los festivales de Baviera, Boston y Barranquilla y nominado en 2016 al Premio del Cine Europeo ARTE.
El documental, titulado La buena vida y dirigido por Jens Schanze, expone la brutal realidad enfrentada por los habitantes de Tamaquito, un pueblo wayuu asentado en la frontera de la serranía del Perijá que fue desplazado de su lugar original por la expansión de las operaciones de Cerrejón. El caso llamó la atención en Alemania por estar vinculado al carbón, cuyo uso para producir energía ha sido motivo de fuertes polémicas, allí y en el resto de Europa, entre las empresas energéticas, los grupos ambientalistas y los políticos.
Los pobladores de Tamaquito fueron reasentados en un lugar situado a 25 kilómetros del pueblo original, donde se construyeron casas financiadas por la empresa. Pero en el nuevo asentamiento añoran los árboles, el río y la tranquilidad que disfrutaban antes. Claro que no fue solo allí donde Cerrejón cambió el paisaje, contaminó los bosques y afectó la salud de los pobladores, sino en todo el sur de La Guajira. No en vano es la mina de carbón a cielo abierto más grande del mundo.