En un relato conmovedor sobre el encuentro entre exintegrantes de la Fuerza Pública y las familias de sus víctimas en días pasados en Ocaña (Norte de Santander), el periodista Andrés Bermúdez Liévano contó cómo el coronel retirado Santiago Herrera, quien fuera comandante de la Brigada Móvil 15, confesó, ante los familiares de 120 personas inocentes que mataron e hicieron pasar como muertas en combate, que esos “hombres que portábamos el uniforme militar con la misionalidad de proteger la vida de nuestros ciudadanos terminamos usando las armas de la república para vulnerarles la vida”.
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Fue una desgarradora audiencia conducida por la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) en la que seis exoficiales y un exgeneral contaron cómo, en respuesta a la presión de sus superiores por obtener bajas, hicieron su macabra orquesta de asesinatos. El excoronel Rubén Darío Castro explicó, por ejemplo, que había permitido usar gastos reservados del Ejército para pagar a informantes por testimonios falsos asegurando que las víctimas eran combatientes.
Estos sentidos reconocimientos de los exmilitares revelan que algo andaba muy mal en la institución. Haber estado inmersa en el lodazal que ha sido la larga guerra colombiana, llena de dolor, miedo, injusticias y mentiras, distorsionó de tal forma su misión y sus valores, que a muchos militares les pareció que esto incluía matar a ciudadanos que debían proteger. No fueron solo estos coroneles, fueron decenas de uniformados, casi siempre con la anuencia de sus mandos, quienes organizaron la muerte de casi 300 civiles inocentes en el Catatumbo, 127 en el Caribe y más de 1.600 en Antioquia. Encima, intentaron ensuciarles sus nombres y amenazaron a las madres que reclamaban.
El reconocimiento de Castro nos da una pista de que tampoco andaban bien los controles a los gastos secretos de los militares.
Otro informe desolador de la JEP sobre el caso del exterminio de la Unión Patriótica demuestra, incluyendo también testimonios de la propia Fuerza Pública, que por años esta hizo llave con paramilitares para exterminar a la izquierda pacífica y desaparecieron o asesinaron a 5.733 colombianos.
La tragedia para la institución militar —que no puede ser exitosa sin legitimidad— es que denuncias y revelaciones similares siguen dándose hasta hoy. En marzo pasado, en una arriesgada operación de las Fuerzas Militares en Alto Remanso (Putumayo), cayeron 11 civiles, que el ministro de Defensa quiso hacer parecer como “narcocaleros”, y en días anteriores se denunció que había sucedido lo mismo en Caquetá y Montes de María. Además, los escándalos sobre malos usos de los gastos militares reservados y de los equipos de inteligencia no han parado en los últimos años.
Sin cuestionamiento alguno, el gobierno de Iván Duque viene aumentando el presupuesto para defensa, que en 2021 alcanzó US$10.500 millones, según el Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo (SIPRI, por sus siglas en inglés). Esto es, destinó la octava parte del presupuesto nacional, en el angustioso año de pandemia, a una bolsa con agujeros secretos.
A una institución militar, que viene saliendo de semejante conflicto armado tan degradado y largo, no le sirve que vengan otros áulicos a gobernar, vistiéndose de camuflado y confundiendo el patriotismo con la complicidad. La Fuerza Pública requiere con urgencia que el próximo presidente establezca un poder civil que tome el mando de veras: que trace el norte con una misión para la posguerra contrainsurgente y una política clara de defensa de la ciudadanía, torne transparentes sus cuentas y ponga controles estrictos a la corrupción interna de todo tipo. Eso sería defender en serio la institución militar e impedir que sus cuadros sigan a la deriva por cuenta de la debilidad civil.