Como dijo un editorial reciente de este diario, “Colombia puede salir a cobrar, un poco, el Premio Nobel de Economía”, al profesor británico James Robinson.
Parte de sus investigaciones sobre el papel del Estado en la riqueza de las naciones las ha realizado en Colombia. También aquí ha confirmado cómo el estancamiento económico proviene de una política que desaprovecha el talento de la mayoría. Robinson es un poco colombiano, además, porque nos ha incentivado a muchos compatriotas a hacernos preguntas difíciles.
Una pregunta de Robinson me guió en el libro de Guerras Recicladas (Aguilar), que luego generosamente prologó: ¿qué es lo que hace posible que en Colombia organizaciones armadas criminales deriven en una especie de poder pseudo-estatal arbitrario que manda en extensiones inmensas de territorio donde habitan miles de personas? Estos señores de la guerra deciden quién vive y quién muere, reclutan ‘niños-soldados’ y cobran ‘impuestos’ por toda actividad económica. Además, algunos de estos mismos seres capaces de torturar y desaparecer han incluso construido bienes públicos o montado empresas para responderle a su gente.
Así, cuando se desmovilizó el paramilitar Luis Eduardo Zuluaga, alias ‘McGyver’, que dejó siete mil víctimas, entregó al Estado “su” red eléctrica construida con 200 kilómetros de cables de alta tensión, mil postes y 45 transformadores, conectada ilegalmente a la red pública, para darle energía al corregimiento de Aquitania.
Otro paramilitar, responsable de horribles crímenes, Fredy Rincón, alias ‘El Alemán’ construyó casi 100 kilómetros de carretera en Urabá con maquinaria que sacaba clandestinamente de patios de entidades oficiales, según documenta mi libro.
Y en los Llanos Orientales, el guerrillero alias ‘Mono Jojoy’, secuestrador y reclutador de menores, montó una empresa de artículos de aseo personal, una red hospitalaria para atender a la tropa, construyó una ancha carretera en La Uribe, montó escuelas para camilleros, odontólogos y enfermeros y construyó una vía de más de 100 kilómetros para comunicar la zona del Caguán con el suroriente de Bogotá.
Las reflexiones del profesor Robinson sobre Colombia nos ayudan a responder por qué se multiplican aquí estos criminales tremendos que juegan a “estadistas”. Llenan el vacío que deja la política del desdén de las élites colombianas por su propia gente. Es patético que los temibles señores de la guerra (que hoy han vuelto a mandar en amplios territorios) lleguen a mostrar una capacidad mayor de respuesta a las urgencias de la gente del campo, que las propias instituciones estatales, carcomidas por el clientelismo.
Les dieron el Premio Nobel a Robinson y a sus colegas Acemoğlu y Johnson porque han demostrado en muchos países del mundo la importancia que tiene la política y la calidad de las instituciones públicas para que las democracias le den mejor vida a más gente.
De ahí su crítica a Petro. Reconoce que elegirlo fue una revelación democrática. Los excluidos encontraron por fin un canal político legítimo para expresarse, pero Robinson le reclama al actual gobierno no tener un plan práctico, real, para incluir a los millones que están por fuera de la prosperidad democrática.
Robinson argumentó hace unos años que quizás una puerta más viable a la paz, más que la reforma agraria, podría ser apostarle a la educación. Si se invirtiera decididamente en educar a los jóvenes, hoy atrapados y empujados al crimen en pueblos sin salida, para que desaten su talento, se vayan del campo y vuelen lejos, podría haber menor resistencia de élites y criminales al cambio. Ni Petro, ni ningún otro gobernante nacional ha seguido su consejo.
Podemos, sí, celebrar el Nobel del colombianista, pero deberíamos hacerlo, como dijo este diario, “con un mea culpa de nuestra élite política”.