He escrito decenas de columnas sobre la Universidad Nacional y sobre educación pública superior. Poco retorno recibí por las opiniones allí expresadas. Pero en la última, publicada la semana pasada a propósito de la crisis actual, me llovieron las reacciones, a tal punto que no pude verlas todas, o mejor, no quise terminar de leerlas, en parte por la recurrente invitación, en muchas de ellas, a ahondar la crisis.
Hay conflictos que por la manera como se tramitan agravan el problema inicial en lugar de resolverlo. Eso pasa a veces en las relaciones de pareja. La divergencia entre ambos es X, pero la agresividad con la que se discute crea nuevas heridas, de tal manera que la divergencia ya no es X, sino X+1, o X+2. El mal trámite de lo que los separa no mejora las cosas y lleva a la pareja a un punto de no retorno. En el mundo de la política también ocurre eso. Bolívar y Santander habían luchado juntos, habían triunfado juntos, habían leído y admirado los mismos autores, y pensaban algo parecido sobre el gobierno y el pueblo. Sin embargo, y en parte por el efecto perverso de la comidilla de sus respectivos círculos políticos, terminaron prodigándose un odio desmesurado.
Algo de esto está pasando en la Universidad Nacional y no es la primera vez que ocurre. Las discusiones que se libran en el campus sobre el rumbo de la universidad se suelen contaminar de la pugnacidad de la política, entendida como lucha entre enemigos. El campus es, con frecuencia, un país político en miniatura. Y tal vez también es un país con un pasado que nunca muere: el debate actual me recuerda la pugnacidad política de los años setenta: el impasse total para encontrar salidas al conflicto, como si no hubiesen transcurrido cincuenta años entre aquella época y esta. En la universidad pública se habla mucho de teoría política, pero muy poco de cultura política, de pluralismo y tal vez menos de consensos y de respeto por las diferencias ajenas.
A pesar de lo que acabo de decir, estoy convencido de que las posiciones radicales han perdido fuerza y de que el pluralismo ha ganado terreno. Tal vez me equivoco; sí han pasado cincuenta años; hemos aprendido, sin duda. Pero no lo suficiente. Todavía subsiste una cultura política que menosprecia los mecanismos de democracia representativa, que son los adecuados para tramitar asuntos en los que la diversidad de opiniones es fuerte. La relativa debilidad de esta cultura política universitaria es otro de los argumentos que me llevan a dudar de las bondades de la democratización del gobierno universitario.
Nada de lo que he dicho desconoce la existencia de un malestar real y de una protesta justa. La crisis actual tiene origen en la manera amañada e ilegal como se nombró al profesor Ismael Peña como rector. Más aún, creo que las visiones de universidad que tienen Leopoldo Múnera e Ismael Peña son muy diferentes, están sustentadas en valores y propósitos muy distintos y, en cierta medida, son irreconciliables. Pero ese conflicto merece, repito, un trámite menos brutal. Nada de lo ocurrido justifica el actual vaivén de odios irremediables.
Hemos llegado a un punto de no retorno en el que se requiere de los buenos oficios de un componedor; de un tercero intachable que nos saque de este impasse. Si eso no es posible, como me temo, hay que acudir a un rector encargado hasta que los jueces resuelvan el asunto.
P. S. Unos minutos antes de entregar esta columna me llega la noticia de que el CSU nombró a Leopoldo Múnera como rector. Esa era la decisión correcta desde el inicio. Se remedió el derecho, pero ¿cómo se van a sanar las heridas?