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Muerte, historia y escritura

Oscar Guardiola-Rivera

17 de septiembre de 2025 - 12:15 a. m.

Tras leer día tras día los titulares de prensa que anuncian más y más muertes en Gaza, un amigo me preguntó: ¿a dónde imaginas que van todos esos muertos? Su pregunta resuena con una columna del New York Times, publicada durante los tiempos de la pandemia. Se titulaba: “¿A dónde van los muertos en nuestras imaginaciones?”

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Leí esa columna por una cita que hace en su último libro el antropólogo australiano Miguel Taussig. “La pregunta”, dice Miguel, “parece capturar la internalización psíquica y privatización de lo que en otros tiempos y lugares ha sido una creencia común en la existencia y persistencia de los muertos como espíritus ancestrales”. Sin embargo, aclara el antropólogo, en nuestros tiempos modernos, laicos e ilustrados, y especialmente en eso que llaman el Norte Global —Estados Unidos y Europa—, “en general los espíritus de los muertos no existen excepto ‘en nuestras imaginaciones’, y solo en ocasiones extrañas o excepcionales” cuando alguna experiencia, el COVID u otra, nos toma por sorpresa y confesamos nuestra fidelidad con quienes nos precedieron.

Lo que dice Taussig parece resonar también con ciertas opiniones acerca de nuestra relación con el pasado, con la historia y con el papel del “yo” en la escritura de la historia. “Para mí el novelista es un historiador de las emociones”, afirmó en estos días el escritor Juan Gabriel Vásquez. Al elaborar dicha proposición nos explica, refiriéndose a su última novela: “Todo lo que se cuenta en este libro ocurrió, pero es una obra de ficción porque imagina el mundo interior, la conciencia, las emociones, la psicología de una mujer que lleva cuarenta años muerta”.

La coincidencia entre la pregunta que se hace Taussig, un médico y antropólogo que conoce a Colombia mejor que muchos colombianos, y la afirmación de Vásquez no es un mero accidente. En efecto, hay una corriente de la literatura contemporánea, tardomoderna, de la cual novelistas como Juan Gabriel Vásquez y Javier Cercas son muy buenos ejemplos, que parece capturar la internalización psíquica y la privatización de lo que en otros tiempos y lugares ha sido una creencia común acerca de la muerte y de los muertos, y por extensión o contraste, también la vida, lo presente y el pasado, el tiempo y la historia.

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Dicha literatura solo puede entenderse en el contexto de una época como la nuestra: neoliberal, individualista, presentista, en la cual cosas y creencias del pasado como la ancestralidad y los muertos solo pueden vivir “en nuestras imaginaciones”, aunque no sea un mero reflejo de ella. Algunos comienzan a llamar a esta tendencia un “giro subjetivo” en literatura y en la escritura de la historia. Algunos otros estamos tan cansados ya de escuchar acerca de este u otro nuevo “giro”, que comenzamos a marearnos. Pero, en medio de ese vértigo y antes de caer, quizás valga la pena hacer algunas distinciones.

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Taussig no solo conoce bien a Colombia, mejor que muchos colombianos, quizás mejor que algunos novelistas colombianos, sino que también escribe de una manera inusual entre académicos, filósofos, practicantes de las ciencias de la vida y antropólogos. Ironiza y parodia el pesado estilo de los académicos y lo hace más legible que estos. En su estilo permanece vivo el legado de Walter Benjamin y de los surrealistas poetas negros del Caribe latinoamericano, como Suzanne Césaire y René Ménil, este último un muy buen lector de Cortázar.

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Aquí podría atisbarse un espacio común entre Taussig y Vásquez. Recuerdo alguna conversación con este último, en Londres o en Barcelona, a propósito de Historia Secreta de Costaguana y de la aparición en esa novela de un emblema benjaminiano: el ángel de la historia. Dicha imagen hace visible los caminos trazados y las trazas dejadas en el camino por fuerzas históricas impersonales, movilizadas en un estilo de escritura contrapuesto a cualquier forma identitaria, intencional o de deuda privada capitalizable.

Una de las reglas de escritura más caras a Benjamin y a ese legado crítico y literario —“una única y pequeña regla”— consiste en “no emplear la palabra ‘yo’ salvo en las cartas”. Y es precisamente mediante esa retirada del individuo en la impersonalidad de sus variadas figuraciones e imaginaciones que escritores como Benjamin o Taussig esperan acompañarnos e invocar juntos el coraje necesario para convertir los momentos de pérdida, rabia y duelo que siguen a nuestros muertos y desaparecidos, que no son solo emociones privadas sino también eventos colectivos, en algo más indeleble y presto a enfrentar la apertura del futuro.

La escritura subjetivista del pasado y de nuestra relación con los muertos del pasado parecería estar en las antípodas de esa pequeña regla. Es presentista, en la medida en que es capaz de prensar y moderar cuatro o más décadas de historia en una percepción y una representación del tiempo comprimidos en la imaginación del escritor y del lector del presente. De allí otro rasgo que parece característico: la ausencia de futuro, como dice el historiador Enzo Traverso, o por lo menos la percepción de que cualquier intento por construir un futuro diferente está condenado a fracasar o es, simplemente, una gota de agua en medio del océano.

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De allí también su carácter aparentemente apolítico, o cuando menos la sustitución de la reflexión y la acción colectiva en el régimen de historicidad presentista, internalizado y privatizado, por un conjunto de relatos y emociones dispuestas en un orden narrativo que, aunque transmitido por los medios y redes globales de la industria cultural, solo se deposita ya y es evaluado en la esfera íntima.

Nada de lo anterior puede leerse como una crítica dirigida en contra de las nuevas escrituras más intimistas de la historia, ni se trata de negar sus muchas y excepcionales cualidades. Pero sí permite plantearnos una pregunta por el porqué de su surgimiento, y otra pregunta acerca de lo que sucede al pasado y al futuro, a nuestros muertos y a nuestros sueños y esperanzas, cuando estos y estas quedan depositados tan solo en nuestro fuero personal, único y excepcional, y solo pueden ser juzgados allí.

Ello a pesar de que, en la realidad más ordinaria, dichos cuerpos permanezcan sepultados e insepultos entre las ruinas de nuestras guerras humanitarias, justificadas en nombre de los sagrados derechos de la propiedad y la fe privada ocultos tras esta u otra bandera. Y a pesar de que dichos cuerpos, presentes como la caída de los astros, reclamen justicia. Como sucede en Gaza.

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