El cubrimiento del caso de Sara Sofía, la niña de tan sólo dos años que desapareció sin dejar rastro, ilustra muy bien ciertos desatinos de los medios, desde el sensacionalismo hasta la superficialidad, pasando por la pereza investigativa y otros adefesios. Ya la carátula de Semana, una revista que ahora combina muy bien los chismes políticos con crónica roja y con historias de perversidades sexuales, cuernos y demás —cambio de perfil que llaman—, resulta amarillista y hasta irrespetuosa con la pobre criatura. Por otra parte, en columna del último número, Salud Hernández hace una grave denuncia sobre los absurdos errores que cometió la Fiscalía en un oficio que envió al ICBF en el cual, con desgreño y descuido imperdonables, habla de la niña como si fuera una adolescente y de su “regreso voluntario” como una posibilidad. Todo muy bien y sensato, hasta aquí. Pero con Salud todo toma siempre un rumbo hacia la derecha más extrema, y esta vez no fue la excepción. Así que, como si nada —o, mejor, como en cualquier régimen fascista o cualquier totalitarismo comunista—, nos dice que “en cuanto a las niñas que dan a luz, sigo pensando que el Estado debería quitarles los hijos y darlos en adopción para que los bebés tengan un futuro distinto”. Y complementa: “Quizá llegó el momento de emprender una gigantesca campaña nacional de esterilización voluntaria, y hacerla obligatoria —¡óigase bien!— para alimañas tipo la mamá de Sara Sofía…”. Sí, señora. Facilísimo. Y muy humano.
El epíteto “alimaña”, aplicado a la mamá de Sara Sofía, resume el enfoque general de los medios cuando a ella se refieren. Porque siempre en estos casos es muy fácil reducir todo a maldad pura, producto de monstruos. ¿Será que nadie se pregunta qué puede estarle pasando a esa mujer, de apenas 22 años, que dormía a veces en un parque y otras en un paga-diario infecto y era explotada por un proxeneta que la dobla en edad (no un “novio”, como afirma Salud), a quien debía entregar todo el dinero que ganaba? Esa “frialdad que impacta”, esas distintas versiones sobre el paradero de su hija, el llanto al que en un momento dado se rindió, el silencio que ahora mantiene, ¿no pueden ser indicio de un estado mental desastroso, de una destrucción interna que merece un poco de compasión, o al menos una indagación psiquiátrica y psicológica? La visión de los drogadictos como delincuentes y no como enfermos contribuye a esta mirada despiadada. Con ese rótulo parece que se explicara todo. No es que esa joven no deba pagar por sus acciones, sino que hay que ver estos casos en contexto, pues los sostiene un sistema perverso. Y ella puede ser también una víctima.
En una bella columna, Weildler Guerra describió esta semana el concepto de aguangashi de los wiwa, indígenas de la Sierra Nevada, un instrumento de indagación de la verdad: al indagado por un delito se le pregunta, antes que por el hecho que se juzga, “por su vida, sus actos y sus pensamientos” desde que tiene conciencia. Se trata “de no percibir al individuo aislado como único responsable de una conducta punible, sino de examinar las circunstancias que rodearon su trayectoria vital”. Otras maneras de indagar por la verdad. Porque comprender siempre ayuda. O al menos nos hace más humanos. Pero eso a pocos importa.