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Resulta triste e indignante que hayan borrado el mural que sentaba una posición política sobre los recientes descubrimientos de cadáveres en La Escombrera, pero igualmente indignantes resultan las respuestas que se han dado para explicar el hecho. Fico Gutiérrez se justificó diciendo que “como alcalde de Medellín debo preservar el orden”, y Santiago Silva, secretario de Cultura, explicó que hay un acuerdo aprobado por el Concejo que dice que todo grafiti debe tramitar un permiso ante la Mesa Interinstitucional de Intervenciones Graficas Emergentes en el Espacio Público, Mesagraf. Mientras escribo esto me estoy riendo de ver la pomposidad de nombre de la tal mesa, encarnación del engreimiento burocrático que cree que puede ordenarlo todo, pero también de la ingenuidad de lo que se propone. El grafiti nació como un elemento transgresor del orden urbano, como un recurso de la cultura popular para retar con ingenio y a menudo con humor o con fiereza un orden que consideran injusto o absurdo o banal. ¿Cómo así que pedir permiso para escribir “Fuera Petro” o “Uribe paraco” o algo infinitamente más ingenioso y provocador?
Se me ocurre que tal regulación, con tramitación de permisos que deben ser engorrosos y demorados, solo pueden existir cuando una ciudad intenta domesticar el arte popular y ponerlo, como ha hecho Medellín con sus murales —y me imagino que muchas otras ciudades— al servicio del turismo. Los verdaderos grafitis, a mi entender, tienen vocación efímera, porque ellos mismos encarnan el vértigo de las ciudades, el devenir de los hechos, los cambios de perspectiva y las tensiones sociales de toda índole. Habrá otros, sobre todo algunos murales, que las comunidades preservan porque tienen un valor simbólico. Pero borrarlos porque se quiere ciudades impolutas, sin rastro de descontento o de provocación, o porque incomodan al establecimiento, como este mural que mostraba su desacuerdo con el ocultamiento de años de unos crímenes aterradores, es ingenuo a la vez que descaradamente autoritario.
Entrando en el tema del grafiti, también es cierto que no todo lo que se plasma en las paredes muestra talento. Su naturaleza es desvirtuada a diario por murales llenos de imágenes cursis y estereotipadas, o por garabatos que se repiten como clichés, sin innovar, de manera mecánica y sin sentido. En fin, que hay ahí mucha tela para cortar y que esos trazos que sólo parecieran ensuciar paredes pueden ser interpretados como expresiones legítimas de la libertad de expresión o como mero vandalismo. No es una discusión sencilla. Y una cosita más: lo de “cuchas” vaya y venga, porque es parte del “parlache” antioqueño; pero que el secretario de Cultura use la palabra “fondeadas” como sinónimo de “borradas” —como interpreto— me dejó atónita. Pero dirán que son chocheras de cucha.
Adenda. La paupérrima calidad humana de los altos mandos del chavismo se ha puesto otra vez en evidencia cuando han tratado de estigmatizar a María Corina Machado por, supuestamente, tomar medicamentos contra la ansiedad o para alguna enfermedad mental. Primero, porque muy seguramente no es cierto. Segundo, porque, en cualquier caso, de las personas con algún trastorno mental es una infamia burlarse.
