Cuando el equipo de No es Hora De Callar denunció graves casos de machismo y abuso sexual en las comunidades indígenas, algunos se quejaron de que “personas blancas” se metieran en asuntos ajenos. Cuando yo escribí sobre el tema en esta columna, un lector puso en duda mi indignación, aludiendo a mi “estrato social”. Lo que afirmaba, con palabras ofensivas, es que es imposible que una mujer “con privilegios” sienta solidaridad con las mujeres indígenas maltratadas. Esa postura simplificadora de la realidad es cada vez más frecuente, y consiste en acusar a otros de “apropiación cultural”.
Caroline Fourest, escritora y directora de cine, activista lesbiana y antigua colaboradora de Charlie Hebdo, analiza el fenómeno en su último libro, Generación ofendida, de la policía de la cultura a la policía del pensamiento, alarmada de que tales pedradas y cancelaciones provengan, sobre todo, de jóvenes moralistas liberales de izquierda, entregados al “dogma identitario”. A través de sus páginas da cientos de ejemplos que serían risibles si sus consecuencias no fueran la cruel lapidación, cuando no la cancelación, de figuras públicas. Estos nuevos fundamentalistas han censurado, por ejemplo, a las cantantes Rihanna y Katy Perry por usar “rastas”, esas trenzas supuestamente africanas (su origen no está probado), y al diseñador Marc Jacobs por peinar así a sus modelos, un acto supuestamente ofensivo contra “el poder del peinado africano”; han amenazado con sabotear la publicación de un libro donde se denuncia el racismo, porque su ilustradora es blanca, “como si su color de piel le prohibiera rozar el tema”; y boicotearon el entierro de Johnny Clegg, “el más afro de los cantantes blancos sudafricanos”, creador del famoso “Asimbonanga” que fascinaba a Nelson Mandela, acusándolo post mortem de “haber vivido” de la apropiación cultural. A muchos de los acusados les han exigido que se disculpen públicamente, so pena de ser cancelados.
Aquí ya empieza la misma fiebre. Sé de una escritora negra que hace un tiempo descalificó a una colega blanca por crear un protagonista negro. Como quién dice, racismo al revés. Y de paso “guetización” y auto-segregación, en vez de búsqueda de igualdad. Y uso de las mismas armas de los dominadores: si tú eres blanco (aunque seas pobre y te solidarices con todos los pobres y discriminados de la tierra), no te atrevas a interesarte en una cultura ajena, ni a mirar otras realidades que no sean las tuyas. Como si el arte y la vida misma no nos pidieran, todos los días, salir de nosotros mismos y ponernos en la piel de otros. Según esto, ¿con qué derecho Flaubert y Tolstoi crearon protagonistas mujeres?; ¿o el gran burgués de Marx, hijo de prósperos judíos, se interesó por la suerte del proletariado?
Como bien dice Fourest, la “apropiación cultural” es perversa sólo cuando es usada con fines de explotación o dominación. O para ridiculizar al otro, como hace el peor humor con el black face o con las personas con discapacidad. De resto es homenaje y búsqueda de la igualdad universal. Razón tiene la autora cuando afirma que mientras en mayo del 68 se predicaba “prohibido prohibir”, hoy estamos cada vez más amenazados por la policía del pensamiento.