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Las elecciones legislativas y presidenciales de este año ya tienen el deshonroso reconocimiento como las más violentas en más de una década y presentan un fuerte retroceso en comparación con las del 2018, que habían sido un avance significativo en términos de ausencia de constreñimiento a los electores. El informe más reciente de la Misión de Observación Electoral (MOE) arroja cifras después de dos paros armados y en un país donde el Estado colombiano no ha podido cumplir su objetivo de estar presente en todo el territorio. Es especialmente preocupante porque las elecciones se están realizando en medio de tensiones, más allá de las amenazas de los grupos armados, por las denuncias sobre la legitimidad del proceso y los falsos gritos de fraude electoral incluso antes desde que se depositara el primer voto.
El informe La violencia contra líderes políticos, sociales y comunales durante el calendario legislativo de 2022, de la MOE, produce una sensación sombría. Los hallazgos son contundentes y dolorosos porque evidencian, en palabras de Alejandra Barrios, directora de la Misión, una “reconfiguración del conflicto”. Da la sensación de que estamos en una situación sin salida, con ciclos de violencia que se reinventan y repiten. La información de un aumento del 109 % de la violencia preelectoral en comparación con 2018 es, ante todo, una muestra de dos situaciones paralelas: el fracaso de la política de seguridad del gobierno de Iván Duque y la creciente influencia de los grupos armados al margen de la ley financiados gracias al narcotráfico.
Solo en los últimos meses, la MOE ha registrado 581 hechos de violencia, una cifra superior a la que tuvimos en el 2010, cuando ni siquiera se asomaba el proceso de paz con las Farc. Es decir, Colombia está viendo un recrudecimiento de la violencia que nos devuelve más de una década en avances. El informe de la Misión solo da cuenta de lo que ha sido evidente: el Eln decretó un paro armado durante tres días y varios meses después el Clan del Golfo hizo lo propio durante cuatro días. El resultado es el terror de una ciudadanía que ve cómo las fuerzas ilegales pueden hacer de las suyas ante un Estado ineficiente.
Las personas más vulnerables, como siempre, son aquellas que le apuestan a la paz y a la democracia a través de los liderazgos sociales. De los hechos reportados, 276 fueron contra líderes sociales; entre ellos, 100 contra liderazgos indígenas y afros, incluidos 33 asesinatos. La MOE dedicó un capítulo a los 167 municipios que votaron por las curules especiales de paz y el resultado, tristemente esperado, es que el 35 % de todas las acciones violentas del país se concentraron en esos lugares. De 103 asesinatos ocurridos en esta época, 63 fueron en estas zonas. Aunque no encontrará respuesta, es necesaria la pregunta: ¿dónde quedó la promesa de la paz para los territorios olvidados? ¿Cómo pudimos fallarles con tal magnitud a quienes el proceso de paz juró proteger? ¿De qué ha servido tanto esfuerzo si la violencia se reinscribe de manera impune?
Las alertas están prendidas desde hace tiempo, pero no parecen haber servido de mucho. A la violencia con fines políticos le agregamos ahora una preocupación: la campaña sistemática y organizada, con eco en líderes políticos de reconocimiento nacional, por sembrar dudas sobre la legitimidad de los resultados que tendremos en unas semanas. Estamos jugando con fuego en un país claramente violento. El informe de la MOE debería, cuando menos, causar reflexión.
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