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En entrevista con El Espectador, Gustavo Petro afirma que “la política no es como en el siglo XX, que se dividía en derecha, izquierda y centro. Eso sucedió básicamente en Europa. En el siglo XXI, la política se divide entre la política de la vida y la política de la muerte”. Esa teoría, sacada alegremente de la manga, debió dejar atónitos a politólogos e historiadores, porque no tiene sustento real: basta mirar la política latinoamericana del siglo XXI para ver que en la práctica esas categorías siguen funcionando. Pero además la dualidad que Petro propone se enuncia desde una moral cuasi religiosa inaceptable. Resulta, pues, que ahora la política es un ejercicio entre “buenos” y “malos”, entre gente proba, que le apuesta a la vida, y otra perversa, que atenta contra ella. El moralismo, recordemos, fue y sigue siendo una postura corriente en la izquierda más anacrónica y fundamentalista, censuradora de la homosexualidad, por ejemplo, y dada a estigmatizar al disidente. O a hablar desde la superioridad moral, como cuando se parte de que la decencia puede ser patrimonio de un partido. También es dada al moralismo, por supuesto, la extrema derecha, como se vio cuando argumentaba que las cartillas sobre discriminación sexual promovían la ideología de género. Y sobran ejemplos.
Es claro que tanto la extrema izquierda como la extrema derecha están atravesadas por una historia de poder + violencia que es necesario derrotar. Pero, aun aceptando que esas fuerzas son el enemigo más poderoso, el enunciado de Petro suena maniqueo, simplista y reductor, porque, entre otras cosas, intenta anular los matices ideológicos. ¿No será más bien que ahora que Petro vislumbra el surgimiento de una coalición de centro poderosa, le interesa que lo descataloguen de la categoría “izquierda populista” que tan bien representa, para poder proponer que “no hay manera de ganarle al uribismo sino juntándonos”? “Juntándonos” siempre y cuando él sea el candidato de esa gran coalición, claro.
Que el centro no existe es lo que vienen afirmando quienes quieren que el país siga enfrentado entre los extremos. Y a los extremos pertenecen, como enumera Humberto de la Calle, “toda forma de caudillismo. El desconocimiento de los derechos de las minorías. El llamado Estado de opinión. La idea de que las mayorías pueden arrasar. El debilitamiento de la separación de poderes”. Pero extremos son también el tono incendiario, el avivamiento del odio, la capacidad de mentir para descalificar al rival, muy al estilo trumpista que tienen tanto la derecha como la izquierda populistas.
La centroizquierda cuenta con figuras de gran experiencia y credibilidad, entre las que destacan Jorge Robledo, Humberto de la Calle, Juan Manuel Galán, Juan Fernando Cristo, Ángela María Robledo, Sergio Fajardo, Navarro Wolff y los miembros de la Alianza Verde. Si logran llegar a acuerdos fundamentales respetando sus diferencias, tendríamos una coalición fuerte, preparada para gobernar con el tono conciliador y firme que necesita una Colombia en paz. Se necesita, sin embargo, que ese centro sea audaz, como propone De la Calle. Y que su candidato tenga carisma y peso en el rabo, para que sea una opción al petrismo y, Dios nos libre, al inexperto cavernario que diga Uribe.
