La maestra Camila (segunda parte)

Sorayda Peguero Isaac
02 de mayo de 2020 - 05:00 a. m.

Leer “La maestra Camila (primera parte)”

Mientras la escuchaba hablar, recordé las noches en las que leía para nosotras en la Cárcel de Mujeres de Guanabacoa. Habían pasado tres años desde que compartimos celda. Estaba dispuesta a seguirla adondequiera que se presentara, como si en cada una de sus charlas fuera repartiendo las tajadas de un fruto divino. La maestra Camila me había contagiado su sed. Se trataba de una sed difícil de calmar. Yo acababa de cumplir 24 años. Iba a sus conferencias con un cuadernito de escuela y un lápiz con el barniz desgastado a la altura de donde se juntaban el pulgar y el índice.

En la conferencia que dictó en la Institución Hispano-Cubana de Cultura el 25 de julio de 1939, la maestra Camila desmontó, una por una, las piezas de una torre de mecano que a muchas mujeres nos arrancaba suspiros de desesperado silencio. “Como quiera que consideremos el problema –dijo dirigiéndose al auditorio–, tenemos que partir del hecho incontrovertible de que la mitad femenina del mundo se ha encontrado siempre en condiciones de inferioridad respecto de la mitad masculina”. La jovencita romántica que yo era se escandalizó al saber que en las sociedades primitivas un hombre no estimaba a su mujer más de lo que estimaba a su perro. El amor era un concepto inexistente: las mujeres debían satisfacer los apetitos sexuales de los varones de su tribu, realizar pesadas tareas y parir hijos que se convertirían en servidores del padre. La maestra Camila dijo que la condición de las mujeres en las sociedades primitivas podía resumirse con tres palabras: “Bestia de carga”.

En la entrada del instituto repartieron cuartillas con una breve semblanza de la maestra. “Feminismo, por la doctora Camila Henríquez Ureña. Nacida en la ciudad de Santo Domingo el 9 de abril de 1894. La doctora Henríquez Ureña se trasladó con su familia a Santiago de Cuba en agosto de 1904, donde reside desde entonces. Se graduó de doctora en Filosofía y Letras y en Pedagogía en la Universidad de La Habana”.

Decía la maestra Camila que todos tenemos cosas por decir que no hemos dicho, unas veces por miedo a equivocarnos, y otras, por ignorancia, porque no sabemos que las sabemos hasta que las reconocemos en otra voz. ¿Será por eso que algunas de sus palabras me resultaron sospechosamente familiares? Cuando las duras tareas del campo quedaron en manos de los esclavos, las mujeres pudieron dedicarse por completo a las labores de orden doméstico: cuidar a los niños, a los enfermos, coser, limpiar, ordenar. Un trabajo que –si se me permite llamarlo así, por el nombre que le corresponde y que la costumbre le niega– seguía siendo infravalorado, y que lo sigue siendo hoy, 40 años después. “Desde los tiempos más remotos la mujer ha trabajado duramente, ha reposado poco –dijo la maestra Camila–; pero nadie pensó nunca en que ese trabajo mereciese otra retribución. No se retribuía el trabajo de los esclavos, entre los cuales ocupaba ella el lugar más elevado”.

La maestra Camila nos llevó de la mano por la evolución histórica de la mujer a lo largo de sus diferentes estados sociales, desde los grupos primitivos, la etapa de la civilización en que adquirió su condición de servidora de un único varón, el surgimiento del concepto de propiedad individual, la familia, el matrimonio, el dominio de la Iglesia, su incorporación al trabajo exterior y su lucha por la igualdad de derechos. Me pregunto si es posible que una parte de nosotros, y me refiero a todos nosotros, mujeres y hombres, siga aferrada a un salvajismo antiguo que solo beneficia a la mitad de la humanidad. Recuerdo que contemplé mis manos. Los dedos con las esquinas mordisqueadas sosteniendo el lápiz humedecido con mi sudor. Pensé en mi madre, en su madre y en la madre de ésta. Pensé en nosotras y en mí misma intentando encarnar aquella que, en nombre de la costumbre, estaba llamada a ser una mujer como Dios manda.

sorayda.peguero@gmail.com

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