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En respuesta al editorial del 3 de abril de 2022, titulado “El deterioro de los valores democráticos”.
Afirmar, como en su editorial del 3 de abril, que las democracias liberales se encuentran amenazadas por “una mezcla de populismo en los discursos y desconfianza creciente en ciudadanías cansadas por el establecimiento político”, es algo así como decir que una invasión de ratas ha puesto la cocina en peligro. Ni una invasión de ratas ocurriría en una cocina bien administrada, en la que cada empleado fuera consciente de que su aporte es esencial para la operación, ni una verdadera democracia liberal tendría que enfrentar amenazas tan fácilmente expugnables, como el populismo y la desconfianza de la ciudadanía, en las instituciones.
Puede argüirse que el deterioro de las democracias liberales empezó con la caída de la Unión Soviética, pero (¿coincidencia?) fue a partir de entonces cuando, a escala mundial, los índices de distribución de la riqueza mostraron cada día una tendencia más notable hacia la desigualdad. Fue a partir de entonces cuando se desaforaron la desregulación bancaria y la entrega del control del régimen de impuestos a la clase dirigente en Estados Unidos y, en menor grado, en otros países desarrollados; hubo aumento exagerado de los ingresos de los líderes de la industria privada en relación con los ingresos de sus trabajadores y se reafirmó la libertad concedida a los grandes capitales para mover industrias de un país a otro y para consolidarse en megacorporaciones inmunes a las leyes nacionales. Todo esto, apoyado siempre por un sistema financiero global libre de controles y tolerante de los paraísos fiscales, y por sistemas políticos manipulados por intereses particulares.
Colombia no ha permanecido aislada de los vicios citados, con el agravante de que en este país el control del Estado y de la riqueza ha permanecido en manos de un sector minúsculo y poderoso desde que la nación es nación.
El 31 de marzo leímos en El Espectador la nota “Una olla sin fondo: las consecuencias del hambre que padece la mitad de Colombia”. En este artículo, uno de los cada día más aterradores reportes sobre la pobreza en que viven los colombianos (y los latinoamericanos, en general), se afirma que el 54 % de los colombianos no tienen garantizada su comida del día siguiente. Y peor: que medio millón de niños están en peligro de sufrir las gravísimas consecuencias de la desnutrición. Esta es una situación que no surgió como consecuencia del COVID-19, ni del Acuerdo de La Habana, ni de las políticas neoliberales (que sí colaboraron enormemente a agravarla) introducidas a finales del siglo XX.
La amenaza de una generación cada vez menos inteligente, que resalta el reporte de El Espectador, no aplica solamente a la generación que viene, sino a la presente, a la anterior y a todas las que las precedieron. No debe entonces sorprender que una clase popular privada de educación, cada día menos preparada para enfrentar la invasión tecnológica y para entender la complejidad del Estado, acoja el discurso populista, cargado de frases emotivas y de fácil digestión, de promesas imposibles, de impugnaciones en contra de las instituciones y de amenazas contra los facilitadores del orden actual.