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En su columna, “Un puente a las estrellas” (El Espectador, 12 de septiembre de 2025), nos describe Juan Diego Soler la meritoria labor de la Red de Estudiantes Colombianos de Astronomía (RECA). Lamentablemente, el esfuerzo de estos nobles estudiantes no pasa de ser un símbolo que, como la mayoría de los símbolos, es costoso y visible pero dejan una huella demasiado tenue.
De símbolos está llena nuestra sociedad. Tenemos un himno nacional, una bandera, además de especies animales y vegetales que nos llenan de orgullo. No es difícil ver, sin embargo, que nuestra gloria inmarcesible y nuestros osos de anteojos tienen muy poca influencia en el comportamiento (exceptuando, quizá, en las canchas de fútbol) y contribuyen muy poco al bienestar de las comunidades. Afortunadamente, estos símbolos no cuestan mucho y están tan arraigados en la cultura, que los ciudadanos no vacilan en invertir de sus propios bolsillos para mantenerlos vigentes.
Desafortunadamente, la inagotable creatividad de los políticos cuando de ganar visibilidad se trata no ha dejado pasar oportunidad de agregar a nuestro arsenal símbolos cada día más costosos y cada día más simbólicos, valga la redundancia. Es así como hoy tenemos día del maestro, día de la mujer, día del medio ambiente, amén de días de cuanta preferencia, orientación, vocación y origen existen en nuestra diversa nación.
Pero la creatividad no para ahí. No sé cuando, pero es probable que recientemente, se le ocurrió a alguno que dotar de derechos a entes inanimados era una idea revolucionaria. Fue así como el río Atrato, por ejemplo, se convirtió en sujeto de derechos. Lo cual, por supuesto, no ha significado nada ni para el río ni para las comunidades que viven de su riqueza. La contaminación, la destrucción de su lecho, la explotación descontrolada de sus riberas siguen tal como era antes de dotársele de cualidades humanas, como si le cortáramos deditos a un niño a pesar de su condición de sujeto de derechos.
No ignoro que mi opinión aquí expresada puede resultar ofensiva para muchos benefactores y voluntarios bien intencionados, pero no puedo esquivar el desaliento que causa ver cómo en mi comunidad, y en tantas otras comunidades de la Colombia abandonada, terminan tirados a la orilla del camino los esfuerzos de organizaciones que ignoran que para un joven que encuentra todas las puertas cerradas y para un niño con hambre, mal dormido y al cuidado de una tía desinteresada o de una hermanita ya madre a los 14 años, tienen muy poco valor la maravilla de las estrellas y la belleza de las flores.
No es mi intención tampoco denigrar del esfuerzo de organizaciones como RECA: cada uno aporta el granito de arena que puede cargar. Y todos los granitos tienen un valor enorme. Pero en una sociedad tan topada por las necesidades básicas insatisfechas y con tan limitados recursos (limitación agravada por la avaricia insaciable de quienes supuestamente representan nuestros intereses), el efecto de los símbolos desaparece tan pronto revierte a la barriga el foco de la atención.
Ricardo Gómez Fontana, Guapi, Cauca
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