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“A veces creen que la persona negra debe ser servil”, Sergio Mosquera, líder afro

Sergio Mosquera le pegó una cachetada a la discriminación racial en Colombia y no para en su empeño por reivindicar la herencia afro. Creó una fundación que promueve liderazgos, trabaja en otra que busca disminuir el impacto de las violencias en mujeres negras y hasta ayuda en el que llama el primer medio de comunicación para la paz en Colombia.

Élber Gutiérrez Roa

28 de mayo de 2023 - 11:59 a. m.
Sergio Mosquera, director de Life & Peace Engagement Foundation.
Foto: Gustavo Torrijos Zuluaga
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Sergio Mosquera nació en Condoto, Chocó, el 2 de enero de 1997 y admite que fue un afortunado porque sus padres tenían formación profesional y el apoyo familiar lo llevó a graduarse de abogado en la Universidad Externado de Colombia. Pero sabe que el suyo es un caso excepcional en la población afrocolombiana debido al abandono y la exclusión vivida por dicho grupo poblacional en el país.

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Recuerda sus celebraciones de cumpleaños en el pueblo y las jornadas en las que empacaban regalos para repartir en el pueblo. Eran donaciones buscadas por su padre en aquellos días en los que Sergio sentía que la casa era como el pueblo y que el pueblo era una extensión de su familia. Pero esa tranquilidad también era excepcional y él tiene bien claro que en otras regiones del departamento y en épocas diferentes a las de su niñez, la guerra pegó con fuerza en la costa pacífica colombiana. Sigue pegando con fuerza.

Se marchó de Condoto a los 15 años para estudiar en Bogotá y en la capital colombiana terminó convirtiéndose en activista social, promotor de paz y defensor de derechos humanos. Es el director de Life & Peace Engagement Foundation, organización enfocada en el empoderamiento juvenil de cara a la transformación social, con presencia en Bogotá, Cazucá, Cali, Popayán, Quibdó e Istmina. También es coordinador de proyectos y alianzas estratégicas de Libremente, el primer medio de comunicación para la paz en Colombia. Y, como si todo eso fuera poco, trabaja como director jurídico de la Fundación Mujer y Género Afrodescendientes, que busca disminuir el impacto de las violencias en mujeres negras en Colombia.

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En 2020 fue seleccionado por USAID, ACDI/VOCA Colombia, Colombia Joven y la universidad EAN como uno de los 130 líderes jóvenes que le apuestan a la transformación social en pro de la construcción de una Colombia más incluyente y equitativa.

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Es enérgico en sus reclamos por el respeto a la dignidad de los pueblos y las comunidades afros de Colombia. Habla del conflicto armado interno, de la discriminación, del centralismo y del olvido a los suyos y de que los suyos son también los de usted y los míos, porque en este país de mestizajes (y que niega el mestizaje) todos y todas somos Colombia. Afros e indígenas también son Colombia, valga la urgente aclaración. Y los campesinos, aunque no son grupo étnico, también son Colombia, así algunas miradas desde las ciudades insinúen siempre lo contrario. A ellos también los reivindica Sergio Mosquera en esta conversación con El Espectador.

Chocó ha tenido y tiene muchos problemas. ¿Cuál es el recuerdo del Condoto de su infancia?

La alegría de compartir, de aprender de las vivencias de otros, de la libertad de experimentar no simplemente en el patio de la casa, sino en el pueblo completo. El pueblo era como la familia extendida y por ello mi casa nunca estaba sola. La vecina de debajo de mi casa, la profesora, era mi tía. Convite en mi barrio significaba solidaridad: en donde comen dos comen cuatro, reptía mi madre.

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A su familia le gusta mucho el fútbol ¿Cómo le iba a usted con el balón?

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Mal. Hay un campeonato de fútbol histórico en Chocó, se llama Amistades del San Juan. Lo juegan en el municipio de Andagoya todos los municipios de la cuenca del río San Juan. Allá jugaban varios de mi familia. Yo no. Es una contrariedad, porque mi papá alcanzó a estar en las inferiores de la Selección Colombia y jugó con varios de los grandes. Tengo un hermano que estuvo en la cantera de Millonarios.

¿El actor?

El mismo. Jorge David Mosquera. Hace poco grabó con Netflix la serie Goles en contra, en donde hace justamente de futbolista. Pero yo soy pésimo. Es que ni siquiera entiendo las reglas, la verdad.

Entonces su papá le logró inculcar el amor por los libros, pero no el del fútbol

Jorge Mosquera, mi padre, pagó sus estudios universitarios básicamente jugando fútbol para el equipo de la Universidad y jugó con varios de los grandes y famosos del país. Fue coordinador del campeonato de fútbol del Olaya, muy significativo para las comunidades afro y negras de Bogotá.

A todas estas, ¿a qué barrio fue que llegó usted cuando se vino de Chocó y cómo lo recibieron? Porque en la ciudad también se viven unas prácticas excluyentes bien particulares.

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Llegué a Villas del Madrigal. A diferencia de lo que normalmente hacemos las personas pertenecientes a las comunidades étnicas, que es llegar a barrios en donde hay gente con nuestras experiencias de vida, yo llegué un barrio de policías y militares pensionados. Por supuesto que hay un choque, no simplemente cultural, sino generacional. La llegada al barrio también significó romper algunas barreras, algunos mitos respecto de lo que era tener el vecino negro. Llegué a casa de una tía y los vecinos tenían expectativa cuando supieron que su sobrino iría a vivir allá. Pero mi tía era rubia y cuando la gente descubrió que el sobrino era un negro no faltó el comentario de la señora que decía que se dañó el barrio.

A los 23 días llegó la vecina con una hoja con las reglas del barrio para advertirme que no se permitían fiestas. La verdad no hubo conflicto con ella, pero un día me tocó ir pedirle que le bajara a la música porque en su casa seguían de fiesta a las tres de la mañana de un lunes y no me dejaban dormir con el ruido. Me tocó recordarle su propia regla. Pero ya hemos tejido una relación interesante con varios vecinos y hasta fui el tesorero de la Junta de Acción Comunal del barrio. Fue una toda una experiencia porque en Bogotá uno en realidad no conoce al vecino, ni lo saluda, mientras que en los municipios no solo conoce a la vecina de enfrente, sino que se mete a la casa a almorzar o le dice “venga vecina y organizamos algo acá”. No solo con la vecina, con todo el barrio. Ese es uno de los choques culturales al llegar a Bogotá.

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Y después de esa aventura que es vivir en la ciudad, con sus bondades y sus problemas, ¿cómo cree que andamos en el país en materia de discriminación racial?

Hay una frase de Chimamanda que me gusta mucho: no entendí que era negra hasta que salí de África y llegué a Estados Unidos. Es algo que le pasa a uno cuando sale de sus territorios y llega a ciudades como Bogotá y enfrenta varios tipos de discriminación. Hay discriminaciones muy subjetivas, otras son ya más directas. Desde los comentarios de la vecina por el estigma del vecino negro rumbero, hasta otros comentarios o realidades que lastiman mucho.

Yo no tengo problema en cederle el puesto a la gente en Transmilenio, por ejemplo, pero cierto día iba sentado en uno de esos buses y se subió una señora. Habiendo incluso más sillas libres llegó directamente a mí y me dijo: “negro, levántese”. Hay ciertas situaciones en las cuales se tiene la idea de que la persona negra debe ser servil o que está en una condición de inferioridad respecto del resto de las personas.

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Imagino que el transporte público no será el único sitio en donde se vive. ¿Cómo es la experiencia en la academia, en el salón de clases?

Yo tuve la oportunidad de estudiar en universidad privada, en una de las que son consideradas como las grandes, en el Externado. Era curioso llegar al aula de derecho y ver en primer año 150 personas en la misma aula y solo tres o cuatro éramos personas negras. Ahí hay una barrera, porque se entiende que las personas negras viven en ciertas condiciones socioeconómicas que no les permiten costearse el acceso a este tipo de universidades. Y cuando uno gira la balanza y se va, por ejemplo, a la Universidad Nacional, se da cuenta de que también se replica esa situación. Claro, reconozco que ahora el Externado y otras universidades tienen programas que permiten que personas étnicamente diferenciadas ingresen a la universidad, pero viene entonces otro reto, el del sostenimiento.

Creo que es un problema de falta de herramientas educativas y culturales y celebro, por ejemplo, que la última Feria del Libro de Bogotá rescatara las raíces de la cultura colombiana reconociendo que tenemos raíces indígenas, negras, y campesinas, porque sin ser un grupo étnico la raíz campesina es realmente reconocible en este país. A muchas personas les preguntan si tienen raíces campesinas y dicen que no. Yo les preguntaría también: ¿qué hacían tus bisabuelos? En este mestizaje de Colombia y de Latinoamérica todos tenemos un poco de todo.

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¿Qué piensa del discurso de ciertos sectores sociales y políticos que dicen que para la población afro “todo es discriminación”?

Históricamente, y no solo en Colombia, se ha hecho que las poblaciones negras seamos las encargadas de evidenciar la discriminación discursivamente. A nosotros se nos descarga esa responsabilidad y cuando lo hacemos sale esa voz diciendo que no, que no es discriminación. O dicen que el reclamo está basado en el resentimiento. O desde una visión paternalista tratan de invisibilizar lo que uno está haciendo y eso también es discriminar.

La experiencia de Life & Peace Engagement Foundation es bien interesante por su promoción de liderazgos juveniles. ¿Cómo nació esa iniciativa y a qué le apunta?

A Life & Peace Engagement Foundation la creamos con algunos amigos desde el 2016. Con la firma del acuerdo de paz (entre el Estado colombiano y las Farc) evidenciamos que hay una capacidad de liderazgo juvenil realmente alta en este país, pero es un liderazgo que en la medida en que nos alejamos de los centros de poder - Bogotá Medellín o Cali- tiene menos herramientas para incidir públicamente y el liderazgo necesita incidir públicamente para transformar algunas narrativas. Empezamos en Bogotá y luego nos expandimos al Chocó, Cauca, Medellín y empezamos a evidenciar jóvenes líderes que están apostando por transformaciones sociales y culturales, pero que necesitaban herramientas, habilidades de negociación de escucha, de discurso.

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Compártanos la experiencia del trabajo en Jamundí para entender mejor qué es lo que hacen en la fundación.

En Jamundí, durante el paro nacional, ayudamos a la consolidación de un modelo de diálogo que no simplemente incluyera jóvenes, adultos y manifestantes, sino también al sector público y, mejor aún, al sector privado, al empresariado del Valle. Así fue como en ese municipio se desescaló la tensión de la manifestación más rápido que en el resto del país.

¿Y cómo va la Fundación Mujer y Género Afrodescendientes?

Tenemos un trabajo con las mujeres negras bajo el entendido de que estas sufrieron el conflicto de una manera diferente al resto de la población en el país. ¿Por qué? En primer lugar, porque el cuerpo de las mujeres era y es botín de guerra en el conflicto armado y eso hace que haya hechos victimizantes como todos los basados en género, que van desde las agresiones sexuales hasta cualquier otro tipo de agresión física. En esta fundación trabajamos por restablecer los derechos de esas mujeres dentro del marco de la ley de víctimas.

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En este momento tenemos una participación en la mesa de negociación para evidenciar que el conflicto ha sido diferente en estas mujeres, para dar garantías extras a esta parte de la población. Y no es solo en protección a las lideresas, pero hay que resaltar la particularidad de que en las comunidades negras el rol de liderazgo tiende a ser más ocupado por mujeres. Hay que proteger a las mujeres y a las organizaciones que lideran: a las de víctimas, a las defensoras de derechos humanos, a las de economía solidaria, entre otras.

Esos también son temas que no se entienden muy bien cuando la mirada al desafío de la paz se hace desde Bogotá, sin escuchar las voces de las regiones y sin entender el contexto.

Tenemos que visibilizar la necesidad de que la reparación de estas mujeres sea diferente también en el entendido de que la reparación tiene que ser acorde a los contextos culturales del desplazamiento. Y eso debe hacerse entendiendo y respetando el contexto. Por ejemplo, bajo el entendido de que las mujeres negras no sanan estas heridas del conflicto en soledad, sino de manera colectiva. Ahí tenemos una apuesta conjunta con “La comadre”, la Coordinación de mujeres afrocolombianas desplazadas en resistencia. Ellas tienen una iniciativa que se llama los kutrús, que consiste en sanar por medio del arte, expresado en teatro, danza, música, pintura. Y fíjese que son realmente increíbles. De Caldono a Corinto, y uno dice: cómo es posible que nadie vea este talento. Ellas tienen esa iniciativa.

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¿Hasta dónde quiere llegar usted en su rol como gestor de iniciativas sociales ahora que es hasta referente étnico del programa Juntanza Étnica, de USAID y ACDI/VOCA?

Soy un convencido de que formo parte de una generación llamada a la acción. No alcanzaremos a resolver los problemas, pero soy de la generación bisagra. Debo crear herramientas para que más adelante otros puedan llegar a asumir roles más decisivos. La pandemia nos trajo la ventaja de aprender a trabajar en la virtualidad, así que hacemos parte del trabajo de esa manera. Ahora andamos organizando un megaproyecto en Condoto, junto con algunas agencias de cooperación, para buscar vivienda digna para sus habitantes.

Y no se olvide de que en mis tiempos libres estoy apoyando un proyecto que es un medio de comunicación para la paz. Se llama Libremente. Trabajamos con jóvenes en las en las zonas pdet y en algunos de los municipios históricamente más vulnerables por el conflicto. Buscamos que realmente se transformen las narrativas, la forma de contar ese conflicto. Que no se invisibilice, porque eso es clave para que hagamos memoria, pero que no lo contemos ya desde la violencia, desde la masacre, sino desde desde la forma en la que las comunidades han resurgido. Hay comunidades que sufrieron masacres, desplazamientos y posteriormente hicieron cosas increíbles.

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Recuérdenos un ejemplo

El de Dabeiba, Antioquia. En la vereda Camparrusia, primero hubo un campamento paramilitar. Se imaginará cómo fue la toma guerrillera para sacar a los paramilitares. Y hoy en día en Camparrusia vemos a jóvenes de colectivos de comunicaciones haciendo proyectos realmente maravillosos que narran cómo es vivir allá y que recuerdan que algunos, a pesar de que perdieron a sus padres, a sus hermanos, a sus amigos, eligieron quedarse en honor a su memoria y trabajar para cambiar las cosas. Hoy es un municipio con cero índices de violencia de cualquier tipo. Están apostándole a la paz.

Había otro caso interesante en La Guajira.

En La Guajira hay otros colectivos que están narrando sus historias en los dialectos locales (y con subtítulos en español) y contando sobre las locaciones en donde es más fácil acceder al agua, que es el recurso precioso allá. Ese tema del agua es una diferencia central frente a otros lugares en donde el petróleo y la minería de oro son la riqueza perseguida por muchos. Hay zonas de La Guajira en donde los asentamientos son alrededor de estos pozos, resignificados como una manifestación casi divina en la cosmogonía de sus habitantes. El conflicto, en esos casos, va también en contra de sus creencias. Para ellos las fuentes acuíferas son más que pozos, tienen un significado especial y aun así muchos han sido desplazados de allí.

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Por Élber Gutiérrez Roa

Jefe de redacción y editor multimedia desde 2008. Fue editor político en Colprensa, Primerapágina.com, El Espectador, CM& y Semana.com. Ganó los premios de periodismo Rey de España (digital e investigación), SIP, Ipys-Tilac, Simón Bolívar y CPB. Máster en asuntos internacionales y especialista en asuntos políticos de la U. Externado.@elbergutierrezregutierrez@elespectador.com
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