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Los temas que brillan en las campañas presidenciales son la economía, la justicia, la seguridad, la salud, las relaciones internacionales y, cada vez más, la educación. Hacer cola en un hospital, tener empleo y no ser asaltado en una esquina parecen problemas mucho más relevantes para la gente que ver la última película colombiana o leer un libro. Pero la cultura no tiene prisa. Al fin de cuentas la gente baila, hace fiesta, escucha música y habla por celular cada vez más. En otras palabras, no sólo de inflación y empleo viven los seres humanos.
Por eso la cultura está cada vez más presente en el lenguaje y las ofertas de los políticos.
Los programas presidenciales de cultura
Iván Duque, quien trabajó en el área de Cultura del Banco Interamericano de Desarrollo en Washington y promovió en el Congreso la Ley de Economía Naranja, es curiosamente parco en este tema que conoce bastante bien y sobre el cual podría haber hecho una propuesta más arriesgada.
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Entre sus ocho iniciativas culturales tan solo una se refiere a la promoción del talento en la música y otras artes, aunque subraya la importancia de aumentar la oferta cultural y su vinculación con las tecnologías. El acceso temprano a la lectura, las bibliotecas itinerantes y la diseminación de contenidos locales por redes sociales y dispositivos móviles son otros de sus planteamientos.
Como se dice en el argot popular, a Sergio Fajardo “no le quitan lo bailao”. Sus experiencias en la Alcaldía de Medellín y en la Gobernación de Antioquia muestran que la cultura está estrechamente relacionada con su concepto de gobierno. Fajardo elevó considerablemente el presupuesto de cultura, creó parques, bibliotecas, el Parque Explora, el Jardín Botánico, la Casa de la Lectura Infantil y las aulas ciudadanas para la ciencia y la cultura, e incidió en la transformación de la cultura ciudadana en una ciudad que lo necesitaba. La nueva página en la historia de Colombia es, según su programa, la combinación entre educación, ciencia, tecnología, innovación, emprendimiento y cultura.
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Humberto de la Calle es el único al que se le recuerda su pasado literario. Fue nadaísta. Es relativamente parco al hablar de cultura, a pesar de ser el candidato del Partido Liberal, que construyó el proyecto cultural más importante del siglo pasado durante los tiempos de la República Liberal. De la Calle propone fundamentalmente crear los Centros de Participación Ciudadana, Humana y Equitativa (Parche), donde los jóvenes tendrían la oportunidad de encontrarse y acrecentar su acceso a la oferta cultural de alto nivel y a actividades culturales.
En su programa de educación, Gustavo Petro promete “una gran movilización cultural y deportiva para liberar las fuerzas de la creatividad, la música, el arte y la memoria”, una propuesta que suena demasiado abstracta, general e ideológica.
Germán Vargas tiene un programa amplio que pone los acentos en temas culturales fundamentales, pero que necesitaría un crecimiento importante –y poco viable– de la inversión en cultura. Vargas Lleras insiste en la reestructuración del Ministerio de Cultura y del Sistema Nacional de Cultura después de 20 años de haber sido creados. También se compromete a aumentar la inversión en concertación y estímulos, a duplicar los ingresos de las industrias culturales y creativas, a rehabilitar 300 espacios culturales y 150 equipamientos, y a duplicar el acceso a bienes y servicios culturales.
Piedad Córdoba no incluye un programa específico de cultura, pero dice: “(Mis padres) me legaron un profundo amor por Colombia, por sus gentes y sus paisajes, sus costumbres, su diversidad y su cultura”.
¿Y qué nos dicen los programas?
La revisión de las propuestas de cultura de los candidatos a la Presidencia deja varias conclusiones. Ya es hora de modificar el diccionario cultural. En general, se nota un continuismo cultural que pide renovación.
Llama la atención el énfasis en los jóvenes y la cultura, aunque con una idea de concentración espacial (los “centros”) que plantea muchas dudas. Es el caso de la propuesta de los “Sacúdete” de Duque y los “Parche” de Humberto de la Calle, que son lugares para el encuentro de los jóvenes y para el acceso y el intercambio cultural. Señalar la relación de la cultura con la economía, la salud, la ciencia y la educación es un gran acierto. El único problema es que lo que ya es una convicción creciente en la cultura, aún es una perplejidad en los otros campos de la gestión pública.
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Los programas empiezan a aproximarse, aunque tímidamente, a lo que hay de cultura en internet, redes sociales, aplicaciones o videojuegos y, sobre todo, a la necesidad de promover la creación y circulación de contenidos digitales locales. Una parte importante del dinamismo cultural contemporáneo ya está sucediendo en el nuevo entorno tecnológico, como la lectura en la red, la fotografía, la descarga de videos, el acceso a Netflix o la escucha de música en iTunes o Spotify.
Los candidatos incluyen propuestas que se han implementado con éxito en otros países y ciudades del mundo, como los distritos culturales urbanos y el subsidio al consumo cultural a través de los bonos culturales. A pesar de lo anterior, se echan de menos proyectos culturales que partan de lo territorial, una nueva visión del patrimonio y un acercamiento más sugestivo a las artes y la creatividad, a sus convergencias y experimentación. También hace falta una conexión de las industrias culturales con lo público y no solamente con los mercados, así como procesos de participación cultural más profundos y democráticos.
A estas alturas no sabemos si, como en el caso de la Cenicienta que salió corriendo de la fiesta al filo de la medianoche, habrá algún príncipe que le calce con acierto la zapatilla perdida a la cultura.
* Investigador y analista de Razón Pública.
Este texto es publicado gracias a una alianza entre El Espectador y el portal Razón Pública. Lea el artículo original de Razón Pública aquí.