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Augusto Rendón, el periodista que sobrevivió al reclutamiento forzado

A los 12 años fue reclutado por las Farc y a los 32 fue desplazado por las amenazas que cernían sobre él por su labor periodística. Su historia es una reflexión en el Día de las Manos Rojas, que busca concientizar sobre el reclutamiento forzado de menores.

Erick González G.

12 de febrero de 2023 - 11:37 a. m.
Su historia es una reflexión para el Día del Periodista y el Día de las Manos Rojas, que busca concientizar sobre el reclutamiento forzado de menores.
Foto: Unidad para las víctimas
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Good morning, Vietnam!”, saludaba el sargento y disyóquey Adrian Cronauer en su programa de radio Dawn Buster, entre 1965 y 1966, cuando a los 37 años estuvo en Saigón, enviado a entretener a las tropas de una base militar estadounidense. Lapso breve recreado por al actor Robin Williams en la película homónima de 1987.

“¡Buenos días, Guaviare!”, saludaba Augusto Rendón*, cuando a los 19 años, con precocidad periodística, despertaba a la audiencia radial del programa Nuevo Día Buenas Noticias de la emisora Marandúa, en San José del Guaviare, en el 2005.

La similitud de ese saludo conlleva otras coincidencias: ambos locutaban en medio de la selva, en pleno conflicto armado; el primero, en esa confrontación fratricida entre las repúblicas siamesas del norte y del sur, que concluyó con la derrota estadounidense y el síndrome de Vietnam; el segundo, en medio de ese odio fundamentalista entre paramilitares y guerrilla.

Esa pasión radiofónica, en ambos, también se reveló en la niñez. En Cronauer despegó a los 12 años, como invitado regular a un programa de radio en la ciudad de Pittsburg. En Augusto, ese ¡Buenos días, Guaviare!, sin saberlo, se fue cultivando desde que prefería agarrar un palo como micrófono e imitar a los locutores de La Voz del Llano, que seguir el ritmo jornalero de su padre en los sembradíos.

Pero en ellos hubo una gran diferencia: el estadounidense se enlistó, por gusto, en la Fuerza Aérea de su país. Augusto fue reclutado a los 12 años, a disgusto, en las filas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia - Ejército del Pueblo (Farc-EP).

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El reclutamiento

Era un día de vacaciones de junio de 1998 en la vereda Baja Unión, del municipio de San José del Guaviare, cuando su madre lo envió por sal y cebolla a la bodega —como se acostumbra a llamar en algunas regiones a las tiendas de abarrotes con billares y cancha de tejo—. Al llegar, de carambola quedó embocinado junto con otros compañeritos que estaban retenidos en una especie de corral como si fueran las crías que los subversivos no dejan ni engordar para llevarlas al matadero. Hasta ahí llegó el cuarto de primaria. La indolencia primó ante sus ruegos de despedirse de su madre porque era hijo único.

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“Fui reclutado por el séptimo frente de las Farc-EP, comandado por alias “Santiago*”, un hombre veterano, bigotudo, de sombrero tipo antinarcóticos, de uniforme verde oliva, de carácter fuerte, rudo”, asegura.

“Tranquilos, van a estar bien, y así como se van, en grupo, así van a permanecer”, fueron sus palabras, recuerda Augusto, promesa que incumplió a los tres primeros meses, cuando fragmentó el grupo. “Algunos niños fueron enviados a otros frentes y columnas guerrilleras”.

Esa noche serpentearon por la selva y cultivos de coca. Al otro día, sin siquiera haber llegado a un campamento, tuvieron la primera baja por la guerra: sus nombres. Fueron rebautizados. Eso sí, la sentencia dictatorial de matar su identidad fue seguida de un acto democrático: podían elegir su nuevo nombre. Una forma de ocultar cualquier intento de rastreo.

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“Ese nombre no, ya está… ese ya existe… ese no se puede… ese sí”, era lo que escuchaba como si se tratara de sacar la pelotica de una rifa. “Alberto” fue el nuevo nombre, apodo, remoquete, mote, sobrenombre o alias de Augusto.

Después de tres días de escabullirse de su región en carros, camiones y voladoras para remontar peligros llegaron a un campamento cerca de La Macarena, en el Meta. Ese expreso a su nueva vida estuvo pasado por papas, chitos, gaseosas y ‘corrientazos’ que mandaban a comprar cuando estaban cerca de algún poblado.

Sus compañeritos —una niña y tres niños— llegaron con Augusto.

“Aquí es donde van a entrenar por tres meses”, fue la frase de bienvenida. Al otro día comenzó la rutina: levantada a las cuatro de la mañana, cinco minutos para arreglarse —solo lavado de cara y dientes—, dos horas de entrenamiento —estiramiento, trote y cánticos—, desayuno a las seis, adoctrinamiento, almuerzo, adoctrinamiento, diez minutos de baño, cena y dormida. Además, todos los días, después de la clase de ideología de la tarde debían lavar la ropa con la que llegaron, para que se alcanzara a secar al otro día.

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A los 12 años no se tiene conciencia de la magnitud de esa desesperanza. La logística mental del qué hubiera pasado si tal cosa o aquel otra, solo causa más tristeza en algunos casos, culpa en otros. En la noche rumiaba la idea de escapar. Y para esa logística había qué pensar al estilo periodista, en el qué hago, cómo lo hago, cuándo lo hago y con quién lo hago, especialmente en esta última incógnita, porque huir solo —sin conocer esa región plagada de pumas, jaguares, reptiles, selva, matorrales, bosques y madreviejas—, era estar perdido en el Amazonas y dejarle su alma al diablo, como lo escribió alguna vez Germán Castro Caycedo, hace más de 40 años.

Pero a cada niño le pusieron un padrino que vigilaba que no se reunieran. Y sin acompañante, se acabó la fuga, pero no el anhelo. “No fuimos los únicos reclutados, y un día, una pareja de niños de otra región se escaparon, su búsqueda duró día y medio, al final los trajeron, pero muertos”. Y ahí sí se acabó hasta el anhelo. Finalizados los tres meses de entrenamiento tuvieron su primer ascenso: dos mudas de ropa, consistentes en un “chanchón” verde oliva —pantalón cargo al estilo de la Policía—, gorra, reata, arnés, proveedores, machete y un AK-47. Y si hay adultos mayores, entonces ellos ya eran menores forzadamente adultos.

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“Al otro año, un día nos reunió el ‘Mono Jojoy’, a quien veía como el alma de las Farc. Llevaba unas maquetas, y dibujó unos planos. Decía: ‘Esta es la ciudad tal… esta es la base militar tal… y vamos a hacer una toma, para lo que necesitamos tantos guerrilleros y tantos anillos’. A los que éramos nuevos nos aclaró: ‘Ustedes van a estar en el tercer anillo… tranquilos que no van a meter el pecho, pero así van a comenzar a conocer cómo se opera en la guerra’.

Estableció el primer anillo, conformado por las columnas Teófilo Forero y Juan José Rondón, que debía atacar la zona, y explicó cómo hacerlo, por dónde meterse al poblado y que el primer objetivo era anular el transformador para dejar sin energía a la ciudad. Tenía tan claro la estrategia que aseguraba que, si fallaba el plan A, se acudía al plan B y si este fallaba había que desplegar el C”.

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Y le fallaron los tres planes, pero ¿qué falló?... “Antes de la toma, tuvimos que cortar unos matorrales y hacer trincheras para resguardarnos. Nos formaron por parejas, y me tocó con un gordo que era el más desordenado y desobediente, que sabía que si comíamos enlatados había que enterrar las latas porque brillaban con el sol y la luna, pero no hizo caso, y dicen que ese fue el factor para que el Ejército nos ubicara”.

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La estrategia también falló, “porque cerca de Puerto Rico, en el Meta, había una sabana y unos humedales, y no pensaron que ahí pudieran desembarcar las fuerzas especiales del Ejército. El plan preveía que desembarcarían entre el primer y segundo anillo, pero lo hicieron detrás del tercero, así que nos arrinconaron”.

Fue su segundo momento de zozobra en la vida. Al quedar entre dos fuegos, había que sacarle el cuerpo a la muerte, también al reformatorio. Augusto no se iba a esconder debajo de ningún cadáver, como lo haría un joven en la masacre paramilitar de La Gabarra, un mes y medio después, así que debió correr modalidad 200 metros estilo golosa para saltar los cuerpos mutilados de sus compañeritos. Mas de 20 niños guerrilleros murieron en ese enfrentamiento, considerado hasta el momento como el peor descalabro militar en la historia de las Farc. Por lo que después el “Mono Jojoy” hizo una ronda al visitar los campamentos de las columnas y frentes que participaron en la incursión para levantar el ánimo de sus filas.

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Fue el primer combate de Augusto y el último. Cuando llegó de nuevo al campamento le suplicó al médico que le enseñara a curar heridas para no tener que estar en la línea de fuego. Y así sucedió. Transó las balas por las inyecciones y las gazas, hasta que un día lo llamaron y le informaron que después de dos años de investigaciones corroboraron su historia: que era hijo único. “Entregue el fusil y vaya a cuidar a sus viejos”, le dijeron. Le explicaron la ruta para llegar a su casa y le entregaron 300.000 pesos. De esas cenizas solo le quedaron las grandes rumbas navideñas organizadas por el “Mono Jojoy”, en las que aprendió a bailar, al igual que como lo reclutaron, forzadamente.

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La libertad

Ya en su vereda, en el 2000, se presentó ante su madre, quien no lo reconoció. “Del desespero por mi reclutamiento, ella quedó afectada mentalmente. Mi papá le decía que yo era Augusto, pero ella creía que yo estaba allí recogiendo mis pasos”. Había otro susto que lo asediaba: la delación. No se dejaba ver de nadie por temor al señalamiento, y con esos miedos estuvo casi dos años.

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Superada la paranoia, retomó el estudio. Un examen de validación dictaminó que ingresara a sexto de bachillerato. Lo atrajeron las consolas para ganarse la vida. Trabajando como disyóquey en uno de los tantos bazares que animaba lo señalaron de guerrillero. El veredicto en el batallón de San José del Guaviare, luego de interrogarlo por su vida militar: entregarlo al Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) del municipio. Durante tres noches pernoctó en un lugar distinto, por seguridad, hasta que lo trasladaron a la sede nacional en Bogotá.

En la capital, a los tres meses, lo enviaron a estudiar al colegio Benposta Nación de Muchachos, en el kilómetro 4 de la vía a Choachí. Este instituto acoge a niños y niñas en situaciones de marginalidad, y allí le practicaron otro examen que lo ubicó en octavo grado. La emisora radial del plantel, que se limitaba a un sencillo megáfono atado a un poste de la cancha multifuncional, lo obsesionó al límite de solicitar un curso de locución. Su petición fue aceptada. Ingresó a estudiar en la Academia Cristiana de Arte y Comunicación, por la calle 39, en el barrio Teusaquillo.

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Sus caminatas desde la academia hasta el colegio duraron un semestre. Cumplió la mayoría de edad y para permanecer en Benposta debía presentar un proyecto, pero decidió regresar a San José del Guaviare armado con su carné de la academia y seis meses de locución.

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El periodista precoz

Lo rechazaron en una emisora afiliada a RCN por su falta de experiencia. Lo aceptaron en la emisora comunitaria Juventud Estéreo, en la que realizó el control del máster del programa Amanecer con las Colonias, espacio de 4:00 a 6:00 a. m. que recorría la cultura y la gastronomía de las regiones y con el que educaba a niños que madrugaban al estudio con el deseo de aprender producción de radio.

El cubrimiento periodístico de unas elecciones sedujo a la emisora comercial Marandúa, también de San José, y lo contrataron para el programa Guaviare lo Nuestro, en el mismo horario de 4:00 a 6:00 a. m., que promocionaba artistas del departamento.

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A los tres meses pasó al control del máster del noticiero de 6:00 a 8:00 a. m. y al poco tiempo dejó la producción por la información y locución de noticias, el acta bautismal de su carrera periodística sin tener un título bachiller que lo respaldara, con tan solo 19 años, pero como alguna vez dijo Gabriel García Márquez: periodista es quien trabaja en el oficio. Esa fue su propia experiencia y la de otros literatos como Ernest Hemingway —corresponsal de guerra—; Mark Twain —que no concluyó el bachillerato—; Rubén Darío —corresponsal de La Nación de Buenos Aires—; Roberto Arlt —autodidacta desde que fue expulsado del colegio— y del colombiano Germán Espinosa —que compartió el mismo destino de Arlt—.

Comenzó a estudiar periodismo de manera empírica a través de Internet. Por su labor lo llamaron de la Gobernación del Guaviare a trabajar en la oficina de comunicaciones, pero los contratos con el gobierno no tienen vacantes para empíricos y menos con solo la primaria completa, por lo que perdió esa oportunidad. “La única solución era profesionalizarse”, se dijo.

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En el junio del 2010 se graduó de bachiller y luego de cinco años en Marandúa se retiró para trabajar en un operador de la Red Unidos para la Superación de la Pobreza Extrema (ANSPE). Pero reverberaba en su corazón volver al periodismo. Ese retumbar hizo efecto en el 2013, pero esta vez lo reclutó la emisora La Voz del Guaviare, afiliada a RCN.

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En paralelo comenzó a estudiar Comunicación Social. En diciembre del 2016, por una denuncia al aire sobre los problemas de orden público entre facciones armadas ilegales, recibió una llamada de parte de la Policía que lo inquietó. Las autoridades llegaron a la emisora y lo inquietaron más: habían interceptado una conversación que delataba la intención de asesinarlo.

Del Guaviare salió hacia la capital, donde la Unidad Nacional de Protección le proporcionó un esquema de seguridad hasta mediados del 2021. “Tuve que vender lo poquito que tenía para sobrevivir en Bogotá”. El apagar su voz lo afectó mucho más que el reclutamiento forzado a los 12 años. Somatizó esa injusticia y fue hospitalizado. Su razón es contundente: “Porque la guerra me era indiferente; en cambio, esta profesión la adoro, y que lo silencien…”, dice con esa tristeza que hace que sus palabras queden por instantes confinadas en su garganta. Y se entiende. Averiguar o investigar para un periodista es el Padre Nuestro de cada día, e informar es el Padre Vuestro, porque al emitirse o publicarse la noticia ya no es de él, sino de quienes la reciben.

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Ahora, Augusto trabaja en una oficina de comunicaciones ayudando en la problemática de las víctimas del conflicto armado. No olvida sus días de radio. Tal vez, algún día regrese a los micrófonos y despierte la emisión diciendo: ¡Muy buenos días, Colombia!

*Nombres cambiados, por seguridad, a petición del entrevistado.

*Esta crónica se publica en alianza con la Unidad para las Víctimas.

Por Erick González G.

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