Capítulo 4

EL FUTURO
EN PAUSA

LA TIERRA SIN NUEVOS HIJOS:
cómo se mantiene la vida en Busbanzá

Por: Leonardo Botero y Santiago Ramírez

Busbanzá tiene 1.219 habitantes, lo que lo convierte en el municipio menos poblado de toda Colombia. Lo anterior, la baja natalidad –con solo tres nacimientos en 2024– y la alta proporción de adultos mayores –que representan más del 20 % del total– un reto para su supervivencia misma. El pueblo boyacense se ha convertido en un laboratorio accidental de un problema que ya ha sido diagnosticado en el país, pero para el que aún no hay respuestas: ¿qué ocurre en un municipio que cada día se queda sin población?

Busbanzá tiene 1.219 habitantes, lo que lo convierte en el municipio menos poblado de toda Colombia. Lo anterior, la baja natalidad –con solo tres nacimientos en 2024– y la alta proporción de adultos mayores –que representan más del 20 % del total– un reto para su supervivencia misma. El pueblo boyacense se ha convertido en un laboratorio accidental de un problema que ya ha sido diagnosticado en el país, pero para el que aún no hay respuestas: ¿qué ocurre en un municipio que cada día se queda sin población?

Durante la ola invernal de 2018, el río Orinoco se desbordó y superó el nivel de 15 metros. Este año, entre julio y agosto, llegó a los 14,9 metros y revivió miedos e incertidumbres.

"En el grado jardín hay cuatro estudiantes. En el grado 0 hay seis. En primero hay siete. En segundo hay ocho. En tercero hay cuatro”. Con una voz monótona, José Manuel Silva Benavides enumera la cantidad de matriculados que, en 2025, cursan en el Colegio Ecológico del municipio de Busbanzá en Boyacá, del que él es rector desde comienzos de año. Es la tierra con menos población en toda Colombia.

La sede principal de la institución fue remodelada en los últimos años, y ahora es una edificación blanca con un techo de color verdeazuloso. Desde las montañas que rodean las tierras busbanseñas se puede ver cómo esa es la edificación más grande que hay erigida allí. Sin embargo, su magnitud contrasta con los apenas 108 alumnos que estudian allí.

A unos 30 minutos en carro queda la otra sede del colegio, ubicado en la vereda Cusagota, donde, desde hace más de tres décadas, Elvira Inés Carreño Sánchez es la única profesora. Con el pasar de cada año, la sede ha perdido estudiantes y de 35 a mediados de los ochenta, ya solo son cuatro en primaria: uno en primero, dos en segundo y uno en tercero.

Mientras Carreño habla con El Espectador, los cuatro pequeños juegan en la cancha del colegio: una cancha que fue construida para una escuela con más alumnos de los que hay hoy. Cuando estudió en la sede de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia (UPTC) en Tunja, Carreño no quería volver al municipio en el que había crecido con sus diez hermanos. Como tantos otros que se han ido, tenía en sus planes llegar a un lugar donde las oportunidades fueran más tangibles.

Sin embargo, hubo en ella algo más profundo que la hizo quedarse. “Terminando mi carrera, tuve la oportunidad de ir a trabajar en otros municipios, pero en vista de que mis padres estaban enfermos, decidí quedarme. Yo no pensaba quedarme, incluso ya tenía un puesto en Yopal. Pero con el tiempo me pareció agradable estar acá”, relata Carreño.

Así ha cambiado la natalidad en Colombia

En la última década la natalidad cayó un 43 %, pasando de 742.610 nacimientos en 2014 a 419.002 el año pasado. Tres de ellos en Busbanzá.

Fuente: DANE

Decidió, poco a poco y con el apoyo primero de los estudiantes que formó y luego solicitando recursos de la Alcaldía, remodelar el colegio. Cuando llegó, era apenas un cuarto a medio caer y un descampado en el que crecía la maleza sin ningún control. Con el tiempo, fue creciendo hasta construir un edificio de una planta, dos salones y una cocina. Sin embargo, a medida que mejoraba la sede, disminuían los estudiantes. Y no era porque los padres decidieran no matricular a sus hijos o por una oferta que les permitiera elegir entre otras instituciones en el municipio. Lo que ocurrió fue una migración constante de habitantes que hoy continúa. Es un problema que está diagnosticado, pero para el que aún no hay una respuesta de cómo se podría solucionar. “Ya la mayoría de la gente se fue de la vereda y se está quedando prácticamente sola. Acá alrededor de la institución quedan tres familias”, cuenta Carreño.

Pero además de la migración, hay otra variante –una que empieza a tener tintes nacionales, según los datos más recientes del DANE–. En 2024 solo hubo tres nacimientos en Busbanzá. Una tendencia que se ha acentuado, no solo en este pueblo boyacense, sino en todo el país. En el lapso de una década, la tasa de natalidad cayó 43%, pasando de 742.610 nacimientos en 2014 a 419.002 el año pasado. Hay un factor que resulta positivo y es que, entre otros motivos, las políticas públicas en materias como la prevención de embarazo en adolescentes han dado resultados. Además, ha habido un impulso de discusiones frente a la autonomía de las mujeres sobre la maternidad.

Sin embargo, desde ya se empiezan también a ponderar los efectos que tendrá en asuntos como la sostenibilidad del sistema de seguridad social, particularmente, en lo referente a las pensiones cuando una cantidad menor de empleados deba asumir un número de pensionados que los superen de manera significativa.

No son solo cifras abstractas. En el día a día de Busbanzá, cuando cada vez se hacen más evidentes los espacios vacíos y los silencios que acechan al pueblo, surge esa pregunta: ¿Cómo se mantendrá un municipio donde cada vez hay menos niños, donde no hay oportunidades laborales estables y donde la opción más atractiva es irse a otros municipios –como Tunja o Sogamoso– donde la vida parece más fácil de “ganarse”?

El caso de Carreño ha sido casi excepcional. En los 32 años que lleva como profesora de la sede del colegio en la vereda Cusagota, ha sido testigo permanente de cómo la vereda se ha ido quedando vacía. “La vereda es un lugar muy agradable, desde que llueve. Si no llueve no hay cultivos ni pastizales. Si llueve, todo está hermoso. Pero si hay verano, esto es triste, no se da la agricultura y por eso la gente ha buscado otros medios económicos para subsistir y se van del municipio”, cuenta.

En invierno, llegar a Vichada es engorroso y costoso por la falta de vías. Las opciones son vuelos de más de $600.000 o recorridos de 12 horas por río.

La vida parece detenida en ese pueblo. Su calle principal va de una esquina a otra y en carro se recorre en alrededor de cinco minutos desde la estatua de la Virgen del Carmen que está debajo de un marco con las letras “Bienvenido a Busbanzá”. Al otro extremo, que está a unas seis cuadras, está la sede principal del colegio y la estación de Policía.
Más que un destino, es un punto de paso. A veces, durante horas, el único tránsito que hay por la calle a medio pavimentar es el de los buses que van a Floresta o a Corrales, los dos municipios que lo rodean en una y otra esquina. A veces, y durante horas, sin importar si es de día o de noche, puede mantenerse vacía. El parque principal, uno de los pocos que no tiene un busto de Simón Bolívar en Colombia, suele mantenerse vacío.
Y, al contrario de sus vecinos, no solo ha dejado de crecer, sino que ha perdido territorio. Se ha convertido en un lugar transitorio hasta para quienes allí han nacido, que cada vez son menos.
Sin embargo, también hay quienes insisten en volver a las tierras en las que dieron sus primeros pasos. Lo hacen por la memoria de quienes los precedieron, pero también con la esperanza de que haya una revitalización del municipio. Que los emprendimientos que hay en uno y otro hogar –de los poco más de 200 que hay repartidos en los 25 kilómetros cuadrados del municipio– prosperen y se conviertan en solución a uno de los principales problemas que aqueja a la zona: la falta de empleo formal.
De acuerdo con el DANE, para 2024, en el municipio habitan 1.219 personas, siendo el menos poblado de toda Colombia. En perspectiva, Floresta y Corrales, los dos municipios que lo costean, tenían 3.418 y 2.674 habitantes, respectivamente. A ello se suma que, para 2024, solo hubo tres nacimientos en Busbanzá. Aunque hay otros tres municipios en Colombia con menos partos, el boyacense tiene una particularidad: es el menos habitado. A ello se suma que el 73 % de la población –es decir, 878 personas– es adulta y el 20 % –251 personas– tienen más de 60 años.
“No hay una oportunidad para el trabajo. Me da tristeza mi municipio. Sinceramente, hasta deseos de llorar porque la gente se fue: ¿cómo hacemos para darles una oportunidad? Invertir más para que la gente se quede acá. Hace 30 años era más agradable. La gente se va: no encuentran oportunidades entonces salen para buscar la vida”, se pregunta la profesora Carreño antes de retomar, con el mismo rigor y dedicación con que lo ha hecho durante tres décadas, la clase con sus cuatro alumnos.

Vichada es potencia en turismo de naturaleza, siembra de bosque para venta de bonos de carbono y en la agroindustria del marañón.

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Busbanzá cuenta con un área de 22 kilómetros cuadrados.

Don Marcos construyó el único hotel que hay en Busbanzá. Por la mañana sale a ordeñar sus seis o siete vacas y por la tarde monta bicicleta y le pone movimiento a las calles del pueblo.

Ante la falta de mano de obra en el municipio, quienes viven han acudido a la tradición de "mano vuelta": apoyar los emprendimientos de los otros a cambio de recibir la misma ayuda.

Los cultivos más comunes en el municipio, por las condiciones de la tierra, son de papa y cebolla.

Por medio de ASOAMBA, una asociación de mujeres campesinas en Busbanzá, las mujeres pueden comercializar algunos productos, ayudarse en la mano de obra y así buscar que el pueblo tenga un circuito de comercio sostenible.

Según el DANE, en Colombia cerca del 30% de la población vive del campo, sosteniendo la producción de alimentos que nutre al país.

En Busbanzá hay una constante sensación de que el municipio es víctima del olvido del Estado y que, por eso mismo, hoy no hay certeza del mañana.

Hay ventajas de vivir en el municipio menos poblado de Colombia. La tranquilidad es, sin duda, la característica que más resaltan quienes han pasado toda su vida en una de las cuatro veredas que conforman el municipio.

Cuando anochece, pasadas las seis de la tarde, no se consigue ver más allá de unos metros. La mayoría de las casas, para garantizar la energía, acuden a tener sus propias plantas eléctricas.

Campesino de Boyacá, ejemplo de esfuerzo y tradición. En Colombia, la agricultura familiar produce cerca del 70% de los alimentos que consumimos a diario.

De regreso al vacío

Pero no todos se van. O no del todo. Algunos, sintiendo el llamado del hogar que alguna vez tuvieron, regresan. Es el caso de Dary Caterine Riaño Salamanca. Una joven de 24 años, cuya familia es busbanzeña. Siendo apenas una niña, su familia decidió partir a otra zona del país en busca, precisamente, por aquello por los que miles de habitantes de Busbanzá han partido: un futuro promisorio para ellos y para los que siguen.

Riaño habla con El Espectador en su casa, desde la que se divisan los verdes del municipio y el fin de la cabecera municipal se mezcla con la carretera a otras zonas del altiplano.

Así, en su trasegar, los padres de Riaño, ella y su hermano llegaron a Tame, Arauca. En ese municipio, a poco más de seis horas de Busbanzá, empezaron a construir una vida, lejos del campo y en el afán de la vida en un municipio cerca a la frontera con Venezuela. Pero si las dificultades del día a día en Boyacá los hizo partir, el recrudecimiento de la violencia en una zona donde hay presencia del ELN, las disidencias de las Farc y otros narcogrupos, los hizo regresar.Además, en Riaño había una inquietud por volver a sus raíces.

La joven es zootecnista y, a mitad de su carrera, inició un emprendimiento de cría de cerdos en Tame. Cuando su familia decidió regresar a Busbanzá, ella estaba segura de que quería seguir adelante con un nuevo emprendimiento, no solo para ejercer su profesión, sino, sobre todo, porque estaba convencida –y aún lo está– de que así podría aportar al desarrollo de su municipio.

“Por motivos de violencia, migramos a la cuna raizal de mi madre para recuperar la herencia de mis abuelos. Decidimos formar nuestra vida acá. Ellos [sus padres] empezando su proyecto de ganadería y yo con una granja que se llama Bioport, enfocada en el sentido agroecológico y de bienestar animal. Buscamos formas de mejorar las crías para favorecer, sobre todo, el medio ambiente”, relata.

Precisamente, la decisión de emprender también tiene una dosis de terquedad. Sabe que uno de los graves retos del municipio es que el principal empleador es la alcaldía, donde no hay más de 40 empleados y contratistas. Por eso mismo, espera que con su naciente empresa pueda ofrecer una solución.

“Es una buena forma de poder generar empleo. Tenemos la mentalidad de conseguir los recursos, también lo pensamos, porque vivimos acá, pero también de poder ofrecer trabajo, porque es bastante complejo, sobre todo para los adultos mayores, que no pueden desplazarse a otros municipios. No ha sido para nada fácil, pero nuestro objetivo es crecer. Le estamos apostando a generar una fuente de ingreso en el municipio, a contribuir y que las personas no tengan que irse”, dice. Y no es la única con ese objetivo.

Dary Riaño (centro) regresó a Busbanzá, donde nació su madre, después de vivir parte de su infancia y adolescencia en Tame, Arauca.

Riaño, junto con otras personas del municipio, se juntó para crear Asmurabú: la Asociación de Mujeres Rurales Agroecológicas de Busbanzá. Hay, en cada una, iniciativas de distinta índole: desde la siembra de cultivos hasta el pastoreo de ovejas, pasando por la confección de bolsos y otras prendas con técnicas tradicionales. Se trata de un esfuerzo comunitario que busca unir la individualidad de cada una para convertirse en una alternativa para la supervivencia del municipio.
Lo hacen con una tradición busbanzeña, que con los años se había perdido pero que han buscado recuperar: la “mano vuelta”.
Ante la falta de recursos (tanto dinero como personas) para que haya trabajadores que puedan dedicarse de manera exclusiva a cada emprendimiento, lo que hacen desde la asociación es apoyar cada uno de los emprendimientos a necesidad. Si, por ejemplo, en uno de los emprendimientos deben sembrar maíz –uno de los pocos cultivos que en las áridas tierras del municipio se pueden producir–, todas las personas de la asociación ayudan. No lo hacen a cambio de dinero, sino con un acuerdo tácito de que, cuando sea el momento, la dueña de la parcela, ayudará a alguna compañera de Asmurabú.
“Es un conocimiento ancestral: nuestros antepasados prestaban su mano de obra sin una remuneración. El objetivo es ponernos de acuerdo en los trabajos que hay que hacer. Lo que buscamos es prestar nuestros servicios de mano vuelta: trabajar todos en un solo lote y devolverlo luego a otra persona. Lo hacemos porque ya cada vez hay menos jóvenes que quieren vivir en un sitio tan pequeño y se complica conseguir la mano de obra”, explica Riaño, mientras toma un café caliente y cae la noche, y con ella la temperatura, busbanzeña y poco a poco se pierde la vista en el horizonte.
La intención es encontrar un camino hacia un futuro que parece esquivo, en medio de las calles vacías, los cultivos desolados, las carreteras rurales sin pavimentar y las casas abandonadas.

En invierno, llegar a Vichada es engorroso y costoso por la falta de vías. Las opciones son vuelos de más de $600.000 o recorridos de 12 horas por río.

En invierno, llegar a Vichada es engorroso y costoso por la falta de vías. Las opciones son vuelos de más de $600.000 o recorridos de 12 horas por río.

Esta es la ubicación de Busbanzá

Vida tranquila y un futuro a prueba

Hay ventajas de vivir en el municipio menos poblado de Colombia. La tranquilidad es, sin duda, la característica que más resaltan quienes han pasado toda su vida en una de las cuatro veredas que conforman el municipio y que –con los siglos– han perdido territorio frente a los municipios vecinos.

Lejos del afán de las zonas más pobladas, en Busbanzá habita la confianza de saber quién vive en dónde y quiénes recorren esas calles con un destino fijo. Y, como el refrán, cualquier disrupción se comenta en cuestión de horas, como lo es la llegada de un equipo de periodistas que van de un lado a otro intentando entender la vida allí. En el parque principal, solo una tienda abre desde la mañana hasta las primeras horas de la noche. Es el único lugar donde, de vez en vez, algunos habitantes se sientan a tomar alguna bebida, mientras observan el silencio impasible del parque.

Desde antes de que amanezca –con la neblina enfriando los pastos– empieza a haber movimiento en las menos de 200 casas que hay en el casco urbano, la mayoría de ellas con fachadas blancas y techos con tejas de adobe. En muchas de las viviendas, como en la de don Marcos –dueño del único hotel del municipio–, aún se utiliza fogón de leña. Mientras él sale a ordeñar las seis vacas que pastan en un lote al lado de su casa –a la que le añadió un piso donde habilitó las cinco habitaciones que alquila a COP 40.000 la noche y que suelen permanecer vacías–, su esposa, que es enfática en que ni la graben ni la citen de ninguna manera, comienza a preparar el desayuno.

Antes de las 6 de la mañana, con una temperatura que apenas llega a los 10° centígrados, don Marcos arrea cada una de las vacas y cuenta su historia. Luego de poco más de una hora, y cuando ya el día está claro, regresa a su casa con cuatro lecheras a rebosar. La mayoría, son para consumo propio, aunque, a veces, también la vende a comerciantes de Floresta.

Las decenas de personas con las que El Espectador habló, coinciden en lo mismo: si bien el futuro no es tan claro, el presente da una tranquilidad que en otros lugares no lo han encontrado.

Así lo dice Luisa Gómez. No es oriunda del municipio, pero vive allí desde hace diez años por su esposo, Raimundo Agudelo. Cerca a la estatua de la Virgen que noche y día recibe a los viajeros, está la finca en la que hoy viven con su hijo de 7 años. En una explanada de unas cinco hectáreas construyen el que, por los próximos años, esperan llamar su hogar. Allí se dedican a la cría de ovejas, manteniendo una tradición que inició cuatro generaciones atrás con los bisabuelos de Agudelo.

“Yo nunca tuve contacto con el campo. Todo el camino para Busbanzá con el trasteo lloré. Fue un cambio muy difícil: acostumbrarme a cero ruido, a que los vecinos están lejos, a que en la noche solo está la luz de la luna. Pero después de 10 años, devolverme a la ciudad sería muy difícil”, dice.


Luisa tuvo que acostumbrarse a un municipio en el que solo hay alumbrado público en el parque central, donde está la sede de la Alcaldía. A medida que se alejan las casas de esa zona, disminuye –hasta la inexistencia– la iluminación en las calles. Así pasa en el terreno en el que vive con su familia, que queda ya en la carretera hacia Corrales, más allá de la estatua de la Virgen que está en la entrada del municipio. Cuando anochece, pasadas las seis de la tarde, no se consigue ver más allá de unos metros. La mayoría de las casas, para garantizar la energía, acuden a tener sus propias plantas eléctricas.

La tranquilidad de la vida pausada se ha convertido en una ventaja que ella misma reconoce, como cuando explica la otra moneda de la preocupación que ve el rector José Manuel Silva de la falta de estudiantes, que para Gómez es un beneficio: “Una de las grandes ventajas porque mi hijo estudia acá en el colegio de Buzbanzá, casi que su educación es personalizada”.

Tierra perdida y olvidada

Pero los retos se mantienen. Uno de ellos es la constante sensación de que Busbanzá es víctima del olvido del Estado y que, por eso mismo, hoy no hay certeza del mañana. Desde la finca Vergel 2, en la vereda de Quebradas, donde tiene cultivos de maíz, papa, arveja y hortalizas –la mayoría de pancoger–, Rosa María Montañer habla de las necesidades en un municipio que, para ella, ha sido olvidado.

"Uno de campesino sufre mucho. No tenemos a veces agua, porque a veces es muy escacita. No tenemos un tanque, un azadón, una pala. Y que nos tuvieran en cuenta de verdad, así sea para comprar una fruta, que no se da. Tampoco hay una fama [carnicería] para comprar una libra de carne", dice.

Y reclama por una atención estatal que no ha llegado: “Ojalá que le dieran la posibilidad a la gente, que de verdad llegaran los subsidios al campesino, al menos que sea un almuerzo que se lo merece uno. Y que nos ayuden en las carreteras, las vías terciarias. Aquí tenemos un espacio donde no nos dejaron pasar una parte de la carretera ¡y sufrimos aquí pa' subir! porque cuando llueve, los carros no suben. Quisiera que nos pavimentaran, que nos hicieran una vía”. Es un llamado que llega hasta las páginas oficiales de la historia del municipio fundado a principios del siglo XVII, siendo uno de los poblados más antiguos de Boyacá.

Además de haber sido el alcalde de Busbanzá entre 2012 y 2015, Ómar Vargas Albarracín ha dedicado buena parte de su vida a conocer la historia de su pueblo, con un afán de entender en los archivos lo que ha hecho que hoy el municipio sea lo que es.

Bajo el sol frío típico de la región, Vargas cuenta la historia de un municipio que empezó, al menos en el papel, en 1539 cuando los primeros españoles llegaron allí. En 1602, cuando se fundó lo que hoy es Busbanzá (aunque no sería reconocido como municipio sino hasta mediados del siglo XIX), llegaba hasta Floresta –a unos 10 kilómetros de distancia–, pero con los años, fue perdiendo territorio y, con él, relevancia. Pasó, por ejemplo, cuando con la fundación de Corrales, en 1789, perdió parte del territorio de sus veredas.


En invierno, llegar a Vichada es engorroso y costoso por la falta de vías. Las opciones son vuelos de más de $600.000 o recorridos de 12 horas por río.

“Lo mismo pasó con Floresta, que fue fundado en 1818. También se nos quitó bastante territorio. Entonces esta entidad territorial fue reduciéndose hasta lo que tenemos hoy: 22,5 kilómetros cuadrados, siendo uno de los más pequeños de Colombia”, explica Vargas sentado en una de las bancas vacías del municipio un jueves sobre el mediodía. El exalcalde busbanseño es enfático al decir que “infortunadamente, el municipio no tenía una dirigencia representativa. Por ejemplo, se perdió bastante territorio por la falta de una dirigencia que nunca reclamó a tiempo los territorios. Y se ha perdido también tradición, porque nuestro pueblo ha perdido bastante población, porque infortunadamente no contamos con fuentes de empleo, no hay innovación”.

El exalcalde Vargas da una cifra difícil de corroborar: asegura que hoy en Colombia, de los 1.103 municipios, hay más de 700 en riesgo de desaparecer. Busbanzá, con la baja natalidad y la poca población que hoy vive en esas calles, está en la cabeza de la lista.

Cuando El Espectador consultó al DANE, indicaron que no existe un listado oficial de municipios que estén en riesgo de desaparecer. Sin embargo, la baja natalidad, como en otros países, se convierte en una preocupación. Y, más allá de números en largas páginas de documentos de excel de proyecciones y porcentajes de nacimientos y muertes, ello se traduce en una pregunta que hoy viven en esos territorios.

Pese a ello, Vargas vaticina que “Busbanzá, y otros muchos, son municipios que, con recursos propios, no son autosuficientes. Entonces, si se hace una reestructuración administrativa, desaparecerían”.

Las palabras del exalcalde hacen parte de las conjeturas. Sin embargo, son preguntas que cada vez más se hacen los habitantes de Busbanzá cuando se dan cuenta de que se hace esquiva la certeza de la supervivencia del municipio. Por eso, a fuerza de brega, intentan darle aire y futuro a su existencia, tal y como lo hacen las mujeres de Asmurabú con sus emprendimientos, la profesora Carreño dando clases a cada vez menos niños o el mismo Vargas manteniendo la memoria histórica de su hogar.

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