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Detrás del ascenso de la política populista en los últimos años existe una verdadera angustia: muchas personas se sienten dejadas de lado por la gigantesca e implacable tecnocracia globalizada. Los populismos se describen con frecuencia como una protesta contra la globalización, aunque más bien se trata de una protesta contra la globalización de la indiferencia. En el fondo reflejan el dolor por la pérdida de raíces y de comunidad y un sentido generalizado de angustia.
Sin embargo, los populismos generan miedo y siembran pánico; son la explotación de esa angustia popular, no su remedio. La retórica, a menudo cruel, de los dirigentes populistas que denigran al «otro» para defender la identidad nacional o de un grupo, revela su espíritu. Es uno de los medios que usan los políticos ambiciosos para llegar al poder.
Escuchar a algunos de los dirigentes populistas hoy me hace recordar la década de 1930, cuando algunas democracias colapsaron en dictaduras, aparentemente de un día para otro. Al convertir al pueblo en una categoría de exclusión —amenazada de todos lados por enemigos internos y externos—, el término se vació de contenido. Lo vemos en las concentraciones donde dirigentes populares incitan y arengan a la multitud, canalizando su resentimiento y sus odios contra supuestos enemigos para distraer a la gente de los problemas reales. (Le puede interesar: El papa toma distancia de Cristina Fernández).
En nombre del pueblo, el populismo niega la justa participación de los actores que lo conforman, dejando que sea un determinado grupo el intérprete auténtico del sentir popular. El pueblo deja de ser pueblo y se convierte en una masa inerte manipulada por un partido o un demagogo. Las dictaduras casi siempre comienzan así: siembran el miedo en el corazón del pueblo, para luego ofrecer defenderlo de lo que teme a cambio de negarle el poder para determinar su propio futuro.
Por ejemplo, una fantasía del nacionalpopulismo en países de mayorías cristianas es defender la «civilización cristiana» de supuestos enemigos, ya sea el islam, los judíos, la Unión Europea o las Naciones Unidas. Esta defensa resulta atractiva para aquellos que a menudo ya no son creyentes pero que consideran la herencia de su nación como una identidad. Aumentan sus miedos y su pérdida de identidad, al mismo tiempo que baja su participación en las iglesias.
La pérdida de la relación con Dios y la pérdida del significado de la fraternidad universal han contribuido a este sentido de aislamiento y de temor por el futuro. Entonces, personas no creyentes o superficialmente religiosas votan para que los populistas protejan su identidad religiosa, sin tener en cuenta que el miedo y el odio al otro son incompatibles con el Evangelio. (Le puede interesar: El papa felicitó al nuevo y católico presidente de Estados Unidos).
El corazón del cristianismo es el amor de Dios por todos los pueblos y nuestro amor por el prójimo, especialmente por los necesitados. Rechazar a un migrante en dificultades, sea este de la confesión religiosa que sea, por miedo a diluir nuestra cultura «cristiana» es una grotesca falsificación tanto del cristianismo como de la cultura. La migración no es una amenaza para el cristianismo, salvo en la imaginación de aquellos que se benefician pretendiéndolo. Promover el Evangelio y no acoger al extranjero necesitado ni afirmar su humanidad como hijo de Dios es querer fomentar una cultura cristiana solamente de nombre; vacía de toda su novedad.
Para recuperar la dignidad del pueblo necesitamos ir a la periferia a encontrarnos con todos aquellos que viven en los márgenes de nuestras sociedades. Allí se esconden perspectivas capaces de regalarnos un nuevo comienzo. No podemos soñar el futuro ignorando y no capitalizando las vivencias prácticamente de un tercio de la población mundial. Me refiero a aquellas personas y familias que viven sin trabajo estable, en la periferia de la economía de mercado. Son campesinos sin tierra y pequeños agricultores, pescadores de subsistencia y trabajadores explotados de fábricas clandestinas, recolectores de basura y vendedores ambulantes, artistas callejeros, villeros y ocupantes ilegales.
En los países desarrollados son los que viven de las changas, sin lugar fijo, sin vivienda adecuada, con acceso limitado al agua potable y a la comida sana: tanto ellos como sus familias sufren todo tipo de vulnerabilidad. Lo interesante es que, si logramos acercarnos y dejamos los estereotipos de lado, podemos descubrir que muchos de ellos están lejos de ser solo víctimas pasivas. Organizados en un archipiélago global de asociaciones y movimientos, son la esperanza de la solidaridad en una era de exclusión e indiferencia.
En la periferia pude descubrir movimientos sociales, parroquiales, educativos, capaces de nuclear a las personas, volverlas protagonistas de sus propias historias y poner en marcha dinámicas con sabor a dignidad. Asumen la vida como se presenta, y no bajan los brazos en una actitud de lamento y resignación, sino que se nuclean buscando transformar la injusticia en una posibilidad: los llamo poetas sociales. En su movilización por el cambio, en su búsqueda de dignidad, veo una fuente de energía moral, una reserva de pasión cívica capaz de revitalizar nuestra democracia y de reorientar la economía.
La Iglesia nació precisamente aquí, en la periferia de la Cruz donde se encuentran tantos crucificados. Si la Iglesia se desentiende de los pobres, deja de ser la Iglesia de Jesús y revive las viejas tentaciones de convertirse en una élite intelectual o moral. El único calificativo para la Iglesia que se vuelve extraña para los pobres es «escándalo». El camino a las periferias geográficas y existenciales es el camino de la Encarnación: Dios eligió la periferia como lugar para revelar, en Jesús, su acción salvadora en la historia.
Esto me impulsó a apoyar los movimientos populares. Cuando recibí a dirigentes de más de un centenar de los movimientos en el Vaticano en encuentros celebrados en 2014 y 2016, y en 2015 en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, me dirigí a ellos y pude dialogar con ellos. Estos Encuentros Mundiales abordaron el tema de la necesidad de cambiar para que el pueblo tenga acceso a las tres «T»: tierra, techo, trabajo.
Durante la cuarentena les mandé una carta a los dirigentes de los movimientos populares para expresarles mi cercanía y alentarlos. Era consciente de que no solo estaban excluidos de las posibilidades de trabajo, sino que por su informalidad quedaban fuera del alcance de medidas gubernamentales que protegen los empleos y la subsistencia de sus ciudadanos. Los describí como un «ejército invisible» en la primera línea de combate de esta pandemia, un ejército cuyas únicas armas son la solidaridad, la esperanza y el sentido de comunidad, que trabaja incansablemente por sus familias, barrios y el bien común.
Para aclarar: no es la Iglesia la que está «organizando» al pueblo. Son organizaciones que ya existen —algunas cristianas, otras no—. Me gustaría que la Iglesia abriera más sus puertas a los movimientos populares; espero que todas las diócesis del mundo tengan una colaboración sostenida con ellos, como algunas ya la tienen. Pero mi papel y el de la Iglesia es acompañarlos, no paternalizarnos: o sea, ofrecer enseñanzas y guía, pero nunca imponer una doctrina o intentar controlarlos. La Iglesia ilumina con la luz del Evangelio, despertando a los pueblos a su propia dignidad, pero son los pueblos quienes tienen el «olfato» para organizarse a sí mismos.
* Este libro surgió de conversaciones de Francisco con el profesor Austen Ivereigh, escritor y periodista británico, autor de dos biografías del actual papa. Publicación por cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial.