Gonzalo Guillén, el periodista detrás de las investigaciones de la ñeñepolítica
“Yo con Uribe no tengo ningún problema”, dice el periodista, quien ha investigado el reciente escándalo que ha generado preguntas alrededor de la financiación de la campaña del presidente Iván Duque.
Ramón Campos Iriarte – Especial para El Espectador
Desde hace ya varios años, cada 20 de julio, desde temprano y sin falta, una enorme bandera de Estados Unidos despunta ondeante por la ventana del apartamento de Gonzalo Guillén en el norte de Bogotá. Al mismo tiempo, en todas las porterías aledañas izan la tricolor colombiana en un ritual tan automático como superfluo. “A mí sí no me da vergüenza decir que la bandera nacional es la gringa”, dice Guillén entre risas. “Yo siempre la tengo ahí en la sala lista para cuando todas estas huevonadas fascistas, que dicen que pongan la bandera en la ventana, entonces yo pongo la de Estados Unidos”.
A Guillén se le conoce en la era de las redes sociales por sus comentarios agrios en Twitter —plataforma en la que ya acumula cerca de 300.000 seguidores— y por sus espinosas denuncias en La Nueva Prensa, un medio digital que ayudó a fundar en 2018. Quizás la más estruendosa de sus recientes cruzadas fue la que emprendió en contra de la mafia de La Guajira: Guillén investigó los asesinatos de Yandra Britto, entonces alcaldesa de Barrancas, de su marido y de su escolta, y resolvió denunciar ante la Fiscalía General de la Nación al exgobernador Juan Francisco Gómez Cerchar, más conocido como “Kiko” Gómez, y a sus compinches, con un memorial repleto de pruebas.
En gran medida, gracias a la evidencia indubitable presentada por Guillén y la presión generada por sus publicaciones, “Kiko” Gómez fue condenado en 2017 a 55 años de cárcel por los tres homicidios. Con un rimbombante “lo voy a matar así me gaste mis últimas monedas”, el exgobernador juró venganza contra Guillén, sumándose a la amplia lista de matones que han prometido “pasarlo al papayo” a lo largo de su carrera como periodista.
En ese entonces, el llamado de organizaciones de defensa a la libertad de prensa, como la CPJ y la FLIP, logró que la Unidad Nacional de Protección reforzara su —ya nutrido— esquema de seguridad, mientras que Naciones Unidas tituló en mayúscula un contundente comunicado de apoyo: “La oficina de la ONU para los Derechos Humanos expresa su preocupación por las amenazas en contra del periodista Gonzalo Guillén”. Gajes del oficio: Guillén hace tiempo se hizo a la idea de que, para seguir trabajando en el país, varios escoltas armados lo deben seguir de día y de noche, como su propia sombra.
Sus hazañas son divulgadas, comentadas y compartidas en tiempo real por miles de cibernautas que, hoy por hoy, ven a Guillén como un justiciero del periodismo nacional, un vigilante de la moral pública que investiga a los gánsteres del bajo mundo y los castiga con el látigo del cuarto poder —una versión un tanto caricaturesca, a lo Dick Tracy, pero no del todo falsa, del reportero bogotano. Sea como fuere, su alter ego de influencer twittero es lo único relativamente nuevo ya que el Guillén de carne y hueso lleva más de cuatro décadas dando de qué hablar.
Hay quienes dicen, medio en broma, que Gonzalo tiene alguna pizca de vocación suicida en el inconsciente: desde el periodismo, se ha pasado la vida revirándole a los estamentos del poder en Colombia, a los gobiernos y a las mafias, o mejor, a los gobiernos de la mafia. Guillén publicó sus primeros artículos a mediados de los 70 cuando entró a trabajar en el periódico El Tiempo —en la vieja sede de la Calle 13, con Enrique Santos Castillo como redactor en jefe. Allí ganó dos Premios Simón Bolívar de Periodismo, uno detrás de otro: en el 79, tras documentar la matanza de migrantes colombianos en Venezuela, y en el 80, al destapar la corrupción en los aeropuertos. Desde entonces, sus investigaciones han sido piedras en los zapatos para el bandidaje criollo de castas bajas y altas.
Las conversaciones nocturnas en cualquier restaurante capitalino de horario extendido son su cuota de socialización. Al son de una Coca-Cola, Guillén comenta con sus amigos íntimos su próxima chiva o despotrica del clero, la milicia y la regencia. Lo emociona pensar en sus hallazgos, en el impacto que tendrá su nueva investigación una vez sea publicada, sonríe al imaginarse la cara de tal o cuál hampón cuando vea su propio nombre en los titulares. Entre anécdotas y risotadas, se enfría el arroz con pollo y queda claro que la satisfacción del deber cumplido es para Guillén la verdadera recompensa por su exigente trabajo, mal remunerado y tan temerario como el de un equilibrista profesional. Los meseros barren bajo las mesas y el cuchicheo se extiende hasta la medianoche.
En muchos sentidos, Guillén refleja el arquetipo del periodista independiente: noctívago y misterioso, meticuloso y obsesivo, de pulcra gabardina caqui y sombrero de fieltro Borsalino y, por supuesto, fumador tenaz. Una especie de Tom Wolfe del altiplano. Durante años apestó las salas de redacción con el humo dulce de los tres paquetes de Pielroja que se fumaba a diario, hasta que decidió no fumar más, quizás por puro altruismo. Así lo recuerda Gerardo Reyes, otro peso pesado del periodismo investigativo y amigo íntimo de Guillén desde sus épocas de El Tiempo. “Él es muy criticado por ser tan impetuoso —comenta Reyes desde su oficina en Miami—, pero el resultado es que no ha perdido una sola demanda por calumnia o por difamación, entonces esas críticas van perdiendo fuerza.”
Reyes y Guillén trabajaron en llave en el Miami Herald, donde “hicieron maldades juntos”, produciendo investigaciones de alto impacto que, con frecuencia, causaron revuelo en Colombia. Entre otras muchas, les explicaron por primera vez a los gringos qué son los falsos positivos, revelaron testimonios claves que vinculan a Álvaro Uribe con la masacre paramilitar en El Aro, Antioquia, y descubrieron el amorío del exministro de defensa Jorge Alberto Uribe con una traficante de heroína recluida en El Buen Pastor de Medellín.
“Otra cosa muy particular que él hace, que algunos periodistas consideran un sacrilegio, —explica Reyes— es que él no se limita a publicar artículos: tan pronto publica, se va a la Fiscalía para que las autoridades investiguen. Supuestamente, los periodistas estamos para contar los hechos y no para hacer justicia, pero a él le importa eso un carajo, porque cree que las cosas no se deben quedar en el aire, sino que los culpables deben pagar ante la ley.”
Si no está visitando fuentes o preparando batallas jurídicas con abogados, Guillén aprecia cuando juega la Selección porque, según dice, ese espectáculo le permite disfrutar la ciudad sin tráfico ni aglomeraciones. “Yo nunca he visto un partido de fútbol”, agrega con desdén. De niño le cogió aversión porque en el Liceo de Castilla lo obligaban a jugar esa huevonada y siempre detestó el estentóreo chillido de los locutores —los “filósofos de la pecueca”— que emanaba de los radios transistor de los celadores.
Del Liceo de Castilla pasó al Nuevo Liceo y luego al Claustro Moderno, que recién había fundado el memorable Carlos Medellín, uno de los magistrados inmolados en noviembre de 1985. Pero el joven Guillén no se acomodó en ningún plantel, presentó el examen estatal de “validación” y entró a la universidad, que tampoco terminó porque fue contratado por El Tiempo. Así, dice, “me quedé para siempre en este oficio deplorable”.
Durante el gobierno de Alfonso López Michelsen se profirió la Ley 51 de 1975, que creó la “tarjeta profesional del periodista”, una medida con ambición totalitaria que reglaba el ejercicio de la prensa. Guillén, como muchos otros, tuvo que presentar un examen para validar su trabajo ante los ojos del Estado y obtuvo la tarjeta profesional número 3211. “Nos pedían carnet a los periodistas —cuenta Gonzalo—, lo mismo que a las prostitutas, que debían tener carnet de sanidad vigente para ejercer su profesión, que es muy parecida a la nuestra… solo que ellas ganan más”.
En 1998, la Corte Constitucional derogó la absurda Ley 51 gracias a una ponencia del magistrado Carlos Gaviria Díaz, quién entonces escribió: “…no hay duda de que impedirle a alguien que opine o informe habitualmente, oponiéndole su incompetencia intelectual para hacerlo, es una modalidad de censura…”. Cabe anotar que el ánimo censurador regresó en 2018, a través de un proyecto de ley presentado por Opción Ciudadana, una criminosa facción del uribismo en el Congreso, que pretendía revivir la tarjeta profesional y crear un “Consejo Profesional del Periodista” con la potestad de suspender credenciales y otorgar o negar el acceso a fuentes de información. Afortunadamente, por lo pronto, el polémico proyecto quedó archivado en el tránsito de legislatura del año pasado.
Sin embargo, la Ley 51 de López Michelsen, inesperadamente, terminó permitiendo que a los periodistas se les incluyera en un régimen especial de pensiones que existió brevemente entre 1994 y 2003, el cual les permitía jubilarse a los 50 años de edad como trabajadores de alto riesgo. “Mi trabajo lo financia Colpensiones”, declara Guillén con esa ironía que a menudo marca sus frases. Y sí, como un efecto mariposa, el guiño del Partido Liberal a los jefes de los medios durante el proceso 8000 facilitó que, veinticinco años después, alguien como Guillén pudiera disfrutar de la más completa autonomía para investigar y publicar.
Emancipado de los medios tradicionales, de la autocensura y de los compromisos comerciales que sofocan cada día más a los reporteros, Gonzalo dicta su propia agenda y se obstina con cada asunto hasta agotarlo. ‘El País de la Avestruz’, dice, será el título de su próximo libro: un compendio de las vergüenzas por las que Colombia prefiere esconder la cabeza entre la tierra y no abrir los ojos. Humor negro y verdades incómodas; Guillén es una “ametralladora de temas” con un incorruptible sentido de la ética, como bien me lo describió uno de sus amigos más cercanos.
Una tarde reciente, mientras conversábamos en la sala de su casa —junto a la famosa bandera gringa que ese día, por falta de celebraciones patrioteras, permanecía enrollada en un rincón— le confesé a Gonzalo que, de concierto con el editor del periódico, nos propusimos enfocar este perfil en su consumada carrera, sin enfrascarnos en su problema con Uribe.
—”Yo con Uribe no tengo ningún problema” —me respondió tajante— “El problema de Uribe es con la justicia y con la sociedad.”
Desde hace ya varios años, cada 20 de julio, desde temprano y sin falta, una enorme bandera de Estados Unidos despunta ondeante por la ventana del apartamento de Gonzalo Guillén en el norte de Bogotá. Al mismo tiempo, en todas las porterías aledañas izan la tricolor colombiana en un ritual tan automático como superfluo. “A mí sí no me da vergüenza decir que la bandera nacional es la gringa”, dice Guillén entre risas. “Yo siempre la tengo ahí en la sala lista para cuando todas estas huevonadas fascistas, que dicen que pongan la bandera en la ventana, entonces yo pongo la de Estados Unidos”.
A Guillén se le conoce en la era de las redes sociales por sus comentarios agrios en Twitter —plataforma en la que ya acumula cerca de 300.000 seguidores— y por sus espinosas denuncias en La Nueva Prensa, un medio digital que ayudó a fundar en 2018. Quizás la más estruendosa de sus recientes cruzadas fue la que emprendió en contra de la mafia de La Guajira: Guillén investigó los asesinatos de Yandra Britto, entonces alcaldesa de Barrancas, de su marido y de su escolta, y resolvió denunciar ante la Fiscalía General de la Nación al exgobernador Juan Francisco Gómez Cerchar, más conocido como “Kiko” Gómez, y a sus compinches, con un memorial repleto de pruebas.
En gran medida, gracias a la evidencia indubitable presentada por Guillén y la presión generada por sus publicaciones, “Kiko” Gómez fue condenado en 2017 a 55 años de cárcel por los tres homicidios. Con un rimbombante “lo voy a matar así me gaste mis últimas monedas”, el exgobernador juró venganza contra Guillén, sumándose a la amplia lista de matones que han prometido “pasarlo al papayo” a lo largo de su carrera como periodista.
En ese entonces, el llamado de organizaciones de defensa a la libertad de prensa, como la CPJ y la FLIP, logró que la Unidad Nacional de Protección reforzara su —ya nutrido— esquema de seguridad, mientras que Naciones Unidas tituló en mayúscula un contundente comunicado de apoyo: “La oficina de la ONU para los Derechos Humanos expresa su preocupación por las amenazas en contra del periodista Gonzalo Guillén”. Gajes del oficio: Guillén hace tiempo se hizo a la idea de que, para seguir trabajando en el país, varios escoltas armados lo deben seguir de día y de noche, como su propia sombra.
Sus hazañas son divulgadas, comentadas y compartidas en tiempo real por miles de cibernautas que, hoy por hoy, ven a Guillén como un justiciero del periodismo nacional, un vigilante de la moral pública que investiga a los gánsteres del bajo mundo y los castiga con el látigo del cuarto poder —una versión un tanto caricaturesca, a lo Dick Tracy, pero no del todo falsa, del reportero bogotano. Sea como fuere, su alter ego de influencer twittero es lo único relativamente nuevo ya que el Guillén de carne y hueso lleva más de cuatro décadas dando de qué hablar.
Hay quienes dicen, medio en broma, que Gonzalo tiene alguna pizca de vocación suicida en el inconsciente: desde el periodismo, se ha pasado la vida revirándole a los estamentos del poder en Colombia, a los gobiernos y a las mafias, o mejor, a los gobiernos de la mafia. Guillén publicó sus primeros artículos a mediados de los 70 cuando entró a trabajar en el periódico El Tiempo —en la vieja sede de la Calle 13, con Enrique Santos Castillo como redactor en jefe. Allí ganó dos Premios Simón Bolívar de Periodismo, uno detrás de otro: en el 79, tras documentar la matanza de migrantes colombianos en Venezuela, y en el 80, al destapar la corrupción en los aeropuertos. Desde entonces, sus investigaciones han sido piedras en los zapatos para el bandidaje criollo de castas bajas y altas.
Las conversaciones nocturnas en cualquier restaurante capitalino de horario extendido son su cuota de socialización. Al son de una Coca-Cola, Guillén comenta con sus amigos íntimos su próxima chiva o despotrica del clero, la milicia y la regencia. Lo emociona pensar en sus hallazgos, en el impacto que tendrá su nueva investigación una vez sea publicada, sonríe al imaginarse la cara de tal o cuál hampón cuando vea su propio nombre en los titulares. Entre anécdotas y risotadas, se enfría el arroz con pollo y queda claro que la satisfacción del deber cumplido es para Guillén la verdadera recompensa por su exigente trabajo, mal remunerado y tan temerario como el de un equilibrista profesional. Los meseros barren bajo las mesas y el cuchicheo se extiende hasta la medianoche.
En muchos sentidos, Guillén refleja el arquetipo del periodista independiente: noctívago y misterioso, meticuloso y obsesivo, de pulcra gabardina caqui y sombrero de fieltro Borsalino y, por supuesto, fumador tenaz. Una especie de Tom Wolfe del altiplano. Durante años apestó las salas de redacción con el humo dulce de los tres paquetes de Pielroja que se fumaba a diario, hasta que decidió no fumar más, quizás por puro altruismo. Así lo recuerda Gerardo Reyes, otro peso pesado del periodismo investigativo y amigo íntimo de Guillén desde sus épocas de El Tiempo. “Él es muy criticado por ser tan impetuoso —comenta Reyes desde su oficina en Miami—, pero el resultado es que no ha perdido una sola demanda por calumnia o por difamación, entonces esas críticas van perdiendo fuerza.”
Reyes y Guillén trabajaron en llave en el Miami Herald, donde “hicieron maldades juntos”, produciendo investigaciones de alto impacto que, con frecuencia, causaron revuelo en Colombia. Entre otras muchas, les explicaron por primera vez a los gringos qué son los falsos positivos, revelaron testimonios claves que vinculan a Álvaro Uribe con la masacre paramilitar en El Aro, Antioquia, y descubrieron el amorío del exministro de defensa Jorge Alberto Uribe con una traficante de heroína recluida en El Buen Pastor de Medellín.
“Otra cosa muy particular que él hace, que algunos periodistas consideran un sacrilegio, —explica Reyes— es que él no se limita a publicar artículos: tan pronto publica, se va a la Fiscalía para que las autoridades investiguen. Supuestamente, los periodistas estamos para contar los hechos y no para hacer justicia, pero a él le importa eso un carajo, porque cree que las cosas no se deben quedar en el aire, sino que los culpables deben pagar ante la ley.”
Si no está visitando fuentes o preparando batallas jurídicas con abogados, Guillén aprecia cuando juega la Selección porque, según dice, ese espectáculo le permite disfrutar la ciudad sin tráfico ni aglomeraciones. “Yo nunca he visto un partido de fútbol”, agrega con desdén. De niño le cogió aversión porque en el Liceo de Castilla lo obligaban a jugar esa huevonada y siempre detestó el estentóreo chillido de los locutores —los “filósofos de la pecueca”— que emanaba de los radios transistor de los celadores.
Del Liceo de Castilla pasó al Nuevo Liceo y luego al Claustro Moderno, que recién había fundado el memorable Carlos Medellín, uno de los magistrados inmolados en noviembre de 1985. Pero el joven Guillén no se acomodó en ningún plantel, presentó el examen estatal de “validación” y entró a la universidad, que tampoco terminó porque fue contratado por El Tiempo. Así, dice, “me quedé para siempre en este oficio deplorable”.
Durante el gobierno de Alfonso López Michelsen se profirió la Ley 51 de 1975, que creó la “tarjeta profesional del periodista”, una medida con ambición totalitaria que reglaba el ejercicio de la prensa. Guillén, como muchos otros, tuvo que presentar un examen para validar su trabajo ante los ojos del Estado y obtuvo la tarjeta profesional número 3211. “Nos pedían carnet a los periodistas —cuenta Gonzalo—, lo mismo que a las prostitutas, que debían tener carnet de sanidad vigente para ejercer su profesión, que es muy parecida a la nuestra… solo que ellas ganan más”.
En 1998, la Corte Constitucional derogó la absurda Ley 51 gracias a una ponencia del magistrado Carlos Gaviria Díaz, quién entonces escribió: “…no hay duda de que impedirle a alguien que opine o informe habitualmente, oponiéndole su incompetencia intelectual para hacerlo, es una modalidad de censura…”. Cabe anotar que el ánimo censurador regresó en 2018, a través de un proyecto de ley presentado por Opción Ciudadana, una criminosa facción del uribismo en el Congreso, que pretendía revivir la tarjeta profesional y crear un “Consejo Profesional del Periodista” con la potestad de suspender credenciales y otorgar o negar el acceso a fuentes de información. Afortunadamente, por lo pronto, el polémico proyecto quedó archivado en el tránsito de legislatura del año pasado.
Sin embargo, la Ley 51 de López Michelsen, inesperadamente, terminó permitiendo que a los periodistas se les incluyera en un régimen especial de pensiones que existió brevemente entre 1994 y 2003, el cual les permitía jubilarse a los 50 años de edad como trabajadores de alto riesgo. “Mi trabajo lo financia Colpensiones”, declara Guillén con esa ironía que a menudo marca sus frases. Y sí, como un efecto mariposa, el guiño del Partido Liberal a los jefes de los medios durante el proceso 8000 facilitó que, veinticinco años después, alguien como Guillén pudiera disfrutar de la más completa autonomía para investigar y publicar.
Emancipado de los medios tradicionales, de la autocensura y de los compromisos comerciales que sofocan cada día más a los reporteros, Gonzalo dicta su propia agenda y se obstina con cada asunto hasta agotarlo. ‘El País de la Avestruz’, dice, será el título de su próximo libro: un compendio de las vergüenzas por las que Colombia prefiere esconder la cabeza entre la tierra y no abrir los ojos. Humor negro y verdades incómodas; Guillén es una “ametralladora de temas” con un incorruptible sentido de la ética, como bien me lo describió uno de sus amigos más cercanos.
Una tarde reciente, mientras conversábamos en la sala de su casa —junto a la famosa bandera gringa que ese día, por falta de celebraciones patrioteras, permanecía enrollada en un rincón— le confesé a Gonzalo que, de concierto con el editor del periódico, nos propusimos enfocar este perfil en su consumada carrera, sin enfrascarnos en su problema con Uribe.
—”Yo con Uribe no tengo ningún problema” —me respondió tajante— “El problema de Uribe es con la justicia y con la sociedad.”