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Contramarcha
Dando muestras de una enorme capacidad de reacción ante los malos momentos, el presidente Petro se “montó” en la marcha del 1 de mayo, a la que por lo demás le sumó simpatizantes propios, espontaneidad y frescura.
Con esto quería contrarrestar la voluminosa concentración del 21 de abril, promovida por una oposición que parece bailar al ritmo del irritante “Fuera Petro”, como si con ello los marchantes quisieran sacarlo a empellones del poder.
El núcleo expresivo de la concentración pasó a ser el discurso presidencial, una pieza fluida y sintonizada emocionalmente con la militancia de izquierda que ondeaba sus banderas al viento, en la plaza y en las calles adyacentes.
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Claro está que simultáneamente era una vuelta de tuerca retórica, un regreso al mundo congelado de la ideología revolucionaria; por cierto, en una coyuntura en la que la agenda estratégica de las reformas se ha quedado entrampada entre los propios errores de la gestión oficial y la resistencia de las fuerzas tradicionales.
Ante esa especie de atoramiento del que se resiente la gobernabilidad y que solivianta al conservadurismo irreductible y reactivo, quiso Gustavo Petro ser a la vez oposición y gobierno; revolución y poder; rebeldía y statu-quo. Todo lo cual terminó en un gesto simbólico, al mismo tiempo ingenuo, patético y levantisco. En algún instante, agitó ante la multitud fervorosa una bandera de Colombia, injertada con la del M-19, cuando la primera es un signo un tanto ajeno a la izquierda internacionalista, más propia de un nacionalismo anacrónico; y la segunda, un fetichismo pequeño-burgués, según se decía antes, asociado con el romanticismo armado.
Revolución e ideología
La inspiración revolucionaria fue una señal que el presidente Petro se encargó de reiterar como una marca lingüística que saturó su enjundioso discurso de plaza pública. Sostuvo que no tenía por qué abandonar esa condición. El tono mismo ponía de presente la insumisión frente a lo establecido con toda su carga de injusticias. Era el horizonte que quería fijar para darle sentido a su misión como gobernante; asociada por supuesto con la idea trepidante del cambio.
Incluso, con cierto aire mesiánico afirmó, bajo el arrebato de sus palabras, que ese cambio inexorable había llegado para quedarse, sin que fuera posible echar marcha atrás, por más que así lo desearan los agentes sobrevivientes del pasado, premodernos ellos, los mismos que generación tras generación han provocado la desigualdad y causado la pobreza. Y a los que sindicó sin contener el aliento de ser hijos de los esclavistas que castigaban con el látigo en la mano a los más débiles. En efecto, herederos de los esclavistas, pero igualmente miembros hoy de la oligarquía; aristócratas, a lo mejor disfrazados; pero en todo caso enemigos del cambio.
En el pequeño torrente de invectivas, palpitaba ansiosa la vieja concepción de la lucha de clases, la de los inicios del capitalismo; válida para denunciar injusticias quizá, pero que escondía a menudo la pretensión de reemplazar una explotación humillante por un régimen asfixiante y totalitario, como si la historia así lo ordenara. Y que, en las circunstancias actuales, no deja de representar una deriva ideológica, un vicio doctrinario, útil para asegurar lealtades del izquierdista tradicional, pero no para aclarar las crisis económicas y culturales del presente.
Una dudosa teoría económica
En casi toda distorsión ideológica, ya se sabe, reposa subyacente algún sedimento teórico: pues el presidente-orador también le ofreció un nicho a la ciencia económica, para refutar a Uribe y defender la reforma laboral. Argumentó sin decirlo, que no hay que pensar en la prolongación del tiempo de trabajo sin pago para la producción de la riqueza y las ganancias, pues con menos horas también se alcanzan éstas y por cierto en mayor volumen.
Basta con una mayor productividad, mediante la incorporación de nuevas tecnologías, de modo que aumente el producto en la misma unidad de tiempo, una tesis enteramente plausible. Solo que ese desarrollo debe ser sostenido y variado para que se abran otros frentes de trabajo que capturen la mano de obra flotante, desplazada por efecto de las tecnologías, proceso que hace aumentar el desempleo; éste sí un problema acuciante hoy en Colombia (11,3%), frente al cual no sería nada malo que el gobierno impulsara un vigoroso plan de inversiones.
La estigmatización
En el hilo de sus simplismos ideológicos, de su reduccionismo doctrinario, identificó sin ningún filtro, a los esclavistas y aristócratas del ayer, con los opositores a sus reformas del presente, los mismos que marcharon para gritarle sin recato y sin justicia que se fuera, que no lo querían, un desafuero que obviamente lo indignó en un grado suficiente como para que sus deslices ideológicos dieran paso a la tentación del estigma, a la que cedió, cuando descalificó a la manifestación de la oposición como la Marcha de la Muerte.
Aprovechó, para etiquetarla de ese modo funerario, la bufonada de algunos anti petristas que empujaban un ataúd, en un performance nefasto y ridículo, con el que seguramente le deseaban la peor de las suertes al presidente de la República, la de su muerte.
En vez de detenerse en este resbalón, no se resistió al regusto de ponerles un potencial INRI a sus propios ministros, entre los cuales habría quizá algunos paralizados por el miedo, tal vez una pequeña fronda de acobardados, que harían muy bien en dar un paso al costado, una auténtica falta de consideración con el equipo de sus colaboradores.
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El recurso de “el perseguido”
El reverso de la acción de estigmatizar es la de auto victimizarse. En su discurso el presidente recordó el hecho de que lo quieren matar; sobre todo, la amenaza de defenestración que lo acecha. Acto seguido, revivió la recurrente narrativa de un golpe de Estado blando, esta vez con ocasión de la investigación en el Consejo Electoral por presunta violación de los topes en la financiación. Evocó las posibles conjuras como si él mismo encarnara a un héroe asediado por los peligros en el mar azaroso de su propia dimensión épica, antes de culminar su tarea existencial; ahí sí, el momento desde el cual cabría la iniciación del retorno.
Es la situación incierta y quizá sombría desde la que traza su horizonte narrativo en dos vías que luego se encuentran, la de la presencia del pueblo que acudirá en su apoyo; y la del triunfo de la vida, una evocación freudiana, no muy disimulada, de la lucha eterna entre Tánatos, la muerte; y Bios, la vida; esta última la vencedora ineludible, de la que el presidente se erige en representante.
De ahí que en un lance retórico haya cerrado su vuelo discursivo, señalando que la marcha de sus contrincantes era una especie de cortejo mortuorio, mientras la suya era la de la vida, unos señalamientos que rubricó al evocar a las víctimas de los falsos positivos y de la represión en el estallido social.
El descenso en el ritmo y en la intensidad
En el punto alto de su espiral narrativa se acordó de pronto de que ya no era oposición sino gobierno. Bueno, dijo en primera persona plural, podemos estar en el Estado y seguir siendo revolucionarios. Como si pudiera seguir derrumbando a los ídolos del poder y ser él mismo el poder.
El problema es que ese reconocimiento no le es muy útil para romper el nudo gordiano que enfrenta como conductor de una causa: es el adalid del cambio, pero no es capaz de gestionarlo.
Él se ha encontrado con un poder al que no puede controlar como el medio para la transformación. Más bien, se le revela como el no-lugar de la acción, un espacio vacío en el que pierde aire la gobernabilidad.
En esas condiciones, lo que emerge en escena es un drama en el que los hechos son mudos, mientras resuenan las palabras; una pequeña tragedia política donde el pantano se extiende, al tiempo que se afina la elocuencia; solo que la elocuencia no hace la historia, apenas refrenda la impotencia…
Entonces el orador de fuego descendió a un epílogo tibio para advertir que no estaba apelando a la confrontación violenta. Y rápidamente pasó a reconocer la necesidad de un acuerdo nacional; un acuerdo con condiciones, pero sin convicciones.
*Politólogo y abogado, exrector de la Universidad Distrital, cofundador de Razón Pública.
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