Impacto mujer
Dejando huella

“La vida de una mujer no acaba al tener un hijo”: la escritora Tatiana Tibuleac

Su último libro, El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes, ha hecho que la escritora moldava reciba confesiones de sus lectores sobre las relaciones con sus padres. Tibuleac, nacida en la República de Moldavia, ha ganado múltiples premios y es considerada escritora revelación de su país con tres libros escritos y uno en camino. El Espectador habló con ella.

Luisa Fernanda Orozco
23 de septiembre de 2023 - 03:00 p. m.
La escritora moldava, Tatiana Tibuleac, comenzó su carrera como periodista social.
La escritora moldava, Tatiana Tibuleac, comenzó su carrera como periodista social.
Foto: Editorial Impedimenta

La escritora Tatiana Tibuleac a veces recibe confesiones de lectores que no quieren a sus madres. Se identifican con lo que ella ha escrito, aunque no puedan decirlo en voz alta, porque, claro, se trata de una figura que es objeto de contradicción: se le exige perfección, aunque es tremendamente humana; se le jura amor incondicional, aunque en ocasiones se desearía ser hijo de otra mujer. Para Tatiana, esa es la confesión más difícil, “aceptar que, en algunos momentos, o tal vez nunca quieres a tu madre”, cuenta ella, de camiseta blanca y en sus manos el quinto café del día en el lobby del hotel Poblado Alejandría. Es su primera vez en Colombia luego de un vuelo de 22 horas desde París a la Fiesta del Libro de Medellín, adonde llegó para hablar de la obra que ocasiona todas las confesiones, por la que Tatiana ha ganado múltiples premios y le han hecho decenas de entrevistas: El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes.

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Empieza así: “Aquella mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueve años. Era bajita y gorda, tonta y fea. Era la madre más inútil que haya existido jamás”. Quienes logran superar las primeras páginas, se dan cuenta de que el narrador es Aleksy, un joven de 16 años, que pasa un verano con su madre en la campiña francesa. A medida que pasa la historia, el odio de Aleksy, que parece tan arrollador, se transforma en otra cosa, en una especie de amor adolorido que también odia, aunque de manera diferente. Ambas humanidades, la de la madre y la del hijo, se juntan para devolver una sola corriente en que los dos, ya condenados, reman.

Desde que publicó la novela en 2014, a Tatiana la han llamado escritora revelación en su país, la República de Moldavia, en la Europa Oriental que un día hizo parte de la Unión Soviética. Allí, El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes levantó todo tipo de comentarios, sobre todo porque las madres moldavas son figuras absolutas, intocables, sagradas. Tatiana misma creció en un matriarcado y cuenta que, cuando era niña, era costumbre que los padres jamás les dijeran a sus hijos que los amaban; si lo hacían, debía ser en secreto. Su país además ha tenido otro conflicto: la identidad. Por ejemplo, los debates entre el idioma rumano y el moldavo, dos nombres para una misma lengua que la “rusificación” de la Unión Soviética buscó dividir.

Tatiana ya lleva tres libros y está trabajando en el cuarto. “Es sobre mujeres”, dice. “Eso es lo único que diré por ahora”. Los últimos dos, El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes y El jardín de vidrio tienen narrador diferente pero, en esencia, hablan de las mismas heridas. En ambas, las madres y sus hijos se ven como dos estrellas cercanas en la noche que, al acercarse un poco más, revelan su distancia irreparable: miles de kilómetros entre sí, e incluso galaxias contiguas. Sin embargo, algo une a sus dos obras. “Las dos madres hacen lo mejor que pueden, aman de la única manera en que saben hacerlo”, dice Tatiana.

La metáfora de las estrellas la hizo el escritor Pedro Carlos Lemus, basado en los libros de Margarita García Robayo, en medio de la charla que Tatiana tuvo en la Fiesta del Libro el 16 de septiembre, en el Jardín Botánico de Medellín. Allí, lejos del hotel Poblado Alejandría, el panel completó su aforo y faltaron sillas. Quienes llegaban debían quedarse de pie para escuchar la traducción de lo que Tatiana decía en inglés. El Espectador habló con ella sobre sus libros, la maternidad y las heridas que se repiten.

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Empezaste tu carrera como periodista. ¿Siempre supiste que querías escribir ficción?

Me gustaba ser periodista. Lo fui en un periodo cuando mi país, Moldavia, se volvió independiente. Fue una gran transición. Yo era lo que llamaban una periodista social. Eso significaba que tenía que cubrir historias rodeadas de violencia, conflicto, orfanatos, abandono y tráfico humano. Escuché muchas historias durante años. Como periodista, siempre tuve más libertad para escribir, para hacer más reportajes. Pero incluso en ese entonces nunca pensé que iba a escribir libros, porque cuando haces periodismo nunca piensas en escribir tus artículos durante el día y llegar a casa para escribir ficción en la noche. Muchos lo hacen, pero yo no.

Realmente comencé a escribir ficción cuando dejé Moldavia. Tenía más tiempo, di a luz a mis hijos y de repente sentí que quería escribir para mí, en un lenguaje que es mío. En estos dos últimos libros, la escritura vino fácil. Cuando eres periodista, tienes reglas y necesitas ser correcta. No hacer daño con tu reportaje. Pero en la literatura, incluso cuando estás escribiendo una especie de daño, las personas pueden escoger si compran tus libros o no. En la literatura no hay una obligación moral para hacer el bien, aunque por supuesto me siento feliz cuando alguien me dice que le gustan mis libros.

En varias entrevistas que te han hecho, se menciona el lenguaje crudo, incluso cruel, de El verano que mi madre tuvo los ojos verdes. ¿También se te acercan para decirte que se sienten identificados de alguna forma con lo que Aleksy, el personaje principal, dice sobre su madre?

No muchas personas lo admiten en voz alta. De hecho, admitir que a veces se odia al padre o a la madre es muy valiente. Es doloroso también admitir que ellos no te aman o no les importas tanto. Creo que ambas cosas son lo que hacen tan cruel al libro: aunque nunca es dicho o escrito explícitamente, dudo mucho que un adolescente, e incluso un adulto, pueda devolverse a sus años de adolescencia y decir que siempre tuvo un amor constante por sus padres.

No puedo imaginar tampoco a una mujer que diga que criar a sus hijos fue siempre una dicha. Para mí, como escritora y madre, es importante poner ambas cosas en el medio. No deberían imponer tanto a las madres. Después de dar a luz, ellas siguen siendo mujeres, hijas y parejas. Su vida no se detiene, pero, después de eso, van a ser observadas e incluso juzgadas solo su rol de madre.

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En la República de Moldavia, la imagen de las madres es intocable, sagrada. ¿Cómo fue la repercusión del libro una vez fue publicado?

En Moldavia, no puedes decir cosas negativas sobre las madres sin importar qué. Tampoco estaba bien visto responderles incluso cuando no son tan buenas con sus hijos. Ahí se traza una línea muy delgada entre el amor y el odio. Pero creo que esa concepción va ligada al hecho de que, como sociedad, creemos que las madres son perfectas y los hijos son flores, pero las madres no son perfectas y los hijos no son flores. Y no deberían serlo.

Usualmente, cuando eres madre y tienes tus problemas, los ocultas y envejeces, y no puedes admitir que una mujer joven, también madre, haga las cosas diferente. Quieres que ella sufra como tú. Que limpie, que tenga depresión y que no hable eso. Instintivamente, quieres que las nuevas generaciones hagan lo mismo, y eso está perpetuado generación tras generación. Pero ahora las cosas son fáciles y no deberíamos juzgar a quienes hacen lo que pueden.

La voz principal del libro es la de Aleksy, un joven de 16 años. En varias entrevistas has dicho que comenzaste a escribir sin saber que sería así, y que después de un tiempo supiste que esa voz solo podía pertenecer a la de un hombre. ¿Cómo tomar la decisión de narrar desde una perspectiva masculina?

Mis capítulos no fueron escritos en el orden que aparecen. Podía escribir partes del inicio, el desarrollo y el final. Pero cuando escribí la primera frase del libro, la frase de apertura, supe que iba a ser desde la perspectiva de un hombre. Eso vino después y se sintió correcto. En Moldavia, los hombres crecen muy rápido. Un hombre de 20 años que crece en el campo ya sería padre y trabajador. En Francia la situación es diferente. Depende del país, de los hombres y las mujeres. Siempre intento no generalizar sobre la verdad.

Aleksy, el chico de mi libro, fue criado por mujeres y también creció como migrante. Su familia no es pobre, porque no quería que ese fuera el punto. Yo estaba escribiendo sobre algo más. En este tipo de relaciones, la infelicidad no tiene estrato social. Solo quería escribir sobre la complejidad de las familias.

Ahora, la voz en El jardín de vidrio, tu tercer libro, cambia. Es la historia de Lastochka, una niña recogida de un orfanato por una mujer, Tamara, que se convierte en una especie de figura materna para ella, pero que también la utiliza para recoger botellas y vidrio de la calle para lucrarse de ello. ¿Qué partes de tu vida están reflejadas en la trama?

Lo primero para decir es que el libro no es biográfico. Tiene mucho de mi niñez, pero realmente contiene parte de la historia de mi país, la Moldavia soviética. Por ejemplo, en mi familia no éramos pobres aunque tampoco ricos. En esos momentos, todos éramos lo mismo. No ves tu propia pobreza porque todo el mundo está viviendo lo mismo. Solo eres consciente de ella cuando puedes compararte con los demás.

En la Unión Soviética, todos crecimos de manera igualitaria y no nos preguntábamos por qué los demás usaban cierta ropa y otros no. Pero después de la transición, de la Perestroika, y de que la Unión Soviética colapsara, las cosas cambiaron porque todos querían ser como los demás, querían ser individuales, y yo todavía tengo problemas con esa individualidad. Ahora, a mi edad, nunca quise estar al frente de una línea o un foco. No sé cómo lidiar con este tipo de cosas. Prefiero estar en la masa porque así fue como crecí.

Y ahora la educación está mucho más personalizada, las redes sociales por ejemplo incitan a esa individualización…

Sí, ahora todo el mundo, la nueva generación, está educada para ser especial y personalizar todo. Yo no entiendo ese tipo de cosas, eso de ser única.

Con la popularidad que han cobrado tus libros, ¿todavía encuentras extraños estos eventos, en los que, de cierta forma, debes habitar tu individualidad, estar en el foco?

Sé que hace parte de lo que escogí. Intento hacerlo lo más que puedo, pero, después de un periodo, necesito mi tranquilidad. Siempre resulta un esfuerzo hablar sobre mí misma y tratar de ser honesta sin decirlo todo, hablar de dramas que no tuve o inventar verdades. Igualmente, no creo adecuado que las personas sepan más del escritor que de su libro. Cuando era periodista, por ejemplo, estaba protegida porque siempre hacía las preguntas. Ahora estoy al otro lado.

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Uno de los asuntos que tal vez está presente en ambos libros, aunque tal vez más en El jardín de vidrio, es la cuestión de la identidad: lo que pasa en un país como Moldavia luego de dejar de ser parte de la Unión Soviética, y el problema que se ha generado en cuanto a cuál es la lengua oficial: el moldavo o el rumano. ¿Por qué quisiste hablar de un asunto que pareciera tan íntimo?

Esa es una discusión muy grande. La identidad, especialmente tras la guerra de Ucrania y Rusia en nuestra región, ha cobrado vital importancia porque, tal vez por primera vez, los demás países de Europa están entendiendo que no todo lo que viene de Europa Oriental equivale a Rusia. Incluso, hubo personas que se dieron cuenta de que Rusia y Ucrania no eran lo mismo. Hablar de identidad es importante en El jardín de cristal porque es importante para mí. Tal vez no lo era tanto cuando tenía 20 años, pero ahora que tengo 45 sí lo es. Y lo fue mucho más cuando me convertí en migrante.

Pocas personas logran vivir sin preguntarse en absoluto quiénes son, o muy pocos admiten cosas y se atreven a decir otras. Yo quise escribir ese libro para tener claridad sobre mí misma y estoy feliz de haberlo hecho. En un punto de experiencia propia, de todo lo vivido, necesitas detenerte para analizar lo que es importante. Escoger tener hijos es una de esas decisiones, pero luego piensas, ¿qué sigue, qué más hace falta?

En ambos libros, las voces de las madres son diferentes y sus historias también. ¿Crees que algo podría unirlas, un mismo propósito, tal vez alguna acción?

Ambas tienen una forma diferente de maternidad, sí. Tal vez las una el hecho de que las dos eran infelices, pero nunca quise poner una diferencia entre una madre biológica y una adoptiva. De hecho, creo que esa misma diferencia no debería existir. Esa es una gran discusión, pero para mí la maternidad debería ser una elección y no una obligación.

En El jardín de vidrio la madre de Lastochka es adoptiva, pero ese no es el punto porque ella ama a su hija de la manera que puede. La explota, pero también trabaja con ella y luego le deja su herencia. En El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes sucede lo mismo: la madre de Aleksy lo ama de la única manera que conoce y que cree correcta, aunque también debe lidiar con sus propios traumas luego de la muerte de su hija más joven.

No hay una manera ideal de amar a tus hijos, tú solamente haces lo que puedes y eso debería ser suficiente. Si no lo es, consigue ayuda. Una madre no debería ser eliminada porque no lo hizo lo suficientemente bien.

Luisa Fernanda Orozco

Por Luisa Fernanda Orozco

Periodista de la Universidad de Antioquia.@luisaorvallorozco@elespectador.com

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