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La ciudad de Calais aún duerme cuando salgo de la estación. Bajo un cielo gris, una fila de hombres avanza hacia la parada de bus: sudaderas oscuras, bolsas de plástico donde llevan sus pertenencias y caras cansadas. Anoche su bote naufragó en el Canal de la Mancha rumbo a Gran Bretaña; fueron rescatados. Una patrulla observa en silencio.
Esta es su última frontera: apenas 33 kilómetros de mar los separan de Gran Bretaña, con corrientes traicioneras, oleaje impredecible y tráfico constante de buques. Aun así, es la ruta más usada: de 299 cruces registrados por el gobierno británico en 2018 se pasó a más de 36.000 en 2024.
“Me deportaron”, dice Afeji, un hombre etíope de pelo enmarañado que aguarda en la parada. Tras cuatro años en Alemania, su solicitud de asilo fue rechazada y tuvo que abandonar la vida que había construido. Fue deportado a Etiopía debido al Reglamento de Dublín –que le prohíbe protección en otro Estado de la UE–. Todas las vías legales en Europa quedaron cerradas para él. Su madre le ayudó a financiar este nuevo viaje a Gran Bretaña, que, al estar fuera de la UE, se convirtió en su último recurso.
Lo acompaña su amigo Sulfyanm, que quiere llegar a Londres, donde un tío suyo ya se estableció.
Espera trabajar en su tienda, ahorrar y retomar sus estudios de informática. Pagaron 1.600 euros cada uno –una fortuna en birrs etíopes– por un lugar en los “small boats”: botes inflables que los “passeurs” (“coyotes”) sobrecargan con hasta 80 personas.
Esta noche esperan tener suerte: hasta ahora cruzar el canal les ha sido imposible. “Lo intenté como 10 veces”, afirma Afeji, cabeza gacha.
Mientras tanto, esperan en un campamento informal perdido entre los campos de Calais, a media hora caminando del pueblo más cercano.
En el centro hay un punto de agua instalado por la municipalidad; al lado, los “passeurs” montaron una carpa donde venden Coca-Cola, dulces y cigarrillos, aprovechando el aislamiento del lugar.
Por las mañanas, algunas ONG ofrecen comida, carga de teléfonos y atención médica. La violencia es latente: hace dos días hubo un tiroteo que dejó un muerto.
“Es mejor no saber nada. Solo queremos irnos de aquí”, me comenta una mujer iraní.
En el campamento, solidaridad, políticas públicas y tráfico se entrelazan bajo la mirada distante de la patrulla que lentamente pasa de largo.
Es de noche. Entre las dunas, un grupo de militares observa con prismáticos la infinidad oscura del mar, intentando ubicar algún bote inflable.
Según el gobierno francés, se despliegan 1.300 agentes en la costa. Desde el Brexit, los tratados bilaterales se han multiplicado; el último, vigente desde agosto de 2025, promete “combatir más eficientemente la migración irregular”.
Cámaras, cercas, muros flotantes y tecnologías de vigilancia convierten la costa en un laboratorio orwelliano. La frontera británica comienza en las playas francesas.
En respuesta, los “passeurs” se desplazan a playas más lejanas, duplicando la travesía.
Para evitar intercepciones esperan con las embarcaciones mar adentro: los migrantes deben subir a bordo en el agua, un momento peligroso, especialmente para quienes no saben nadar.
Flore, de la ONG La Posada de los Migrantes, denuncia una escalada policial: gas lacrimógeno contra botes y agentes adentrándose al agua, pese a que el derecho marítimo internacional impone deber de socorro.
“No detienen la embarcación; solo buscan sembrar el caos”.
Las autoridades británicas registran más de 43.000 cruces en lo que va de 2025 —12.000 más que el año anterior—, mientras la ONG documenta 65 muertes a menos de 300 metros de la costa en dos años, frente a cinco antes. “La gente muere al intentar embarcar”.
Hoy la noche es tranquila. Según Flore, es la última “ventana de oportunidad” antes de que el oleaje vuelva imposible la travesía. Al final, quien rige la frontera es el mar.
“Estoy cansado —se lamenta Afeji—. Hoy caminamos cinco horas”. Esta tarde lo acerco en carro al campamento. Anoche no lograron cruzar. Su compañero duerme, agotado. Pasaron la noche escondidos entre dunas, esperando un bote que nunca llegó.
Su tiempo en Calais ha sido un ciclo de espera y frustración. Nunca se sabe cuándo se abre la “ventana de oportunidad”: los “passeurs” arrancan con el grupo y quien no está queda atrás.
Entonces comienza la marcha: horas entre campos y dunas hasta un escondite y, con suerte, el bote.
Una vez la policía los siguió hasta el bosque y acampó junto a ellos cuatro días, bloqueando la salida. “Estábamos sin comida ni agua”, recuerda.
Le pregunto si ha sufrido violencia policial en Calais. “No”, responde rotundo. Añade: “Solo quieren proteger sus fronteras”.
Me deja descolocada. ¿Será porque aquí la violencia parece menor, comparada con la que vivió cruzando Somalia, Libia y el Mediterráneo? ¿O porque, para él, en este juego del gato y el ratón, al final todos cumplen su propio rol?
Al despedirnos, intercambiamos números.
Quería saber si al fin lograría subirse a ese bote y llegar a salvo a Gran Bretaña.
Mis mensajes nunca llegaron y nunca más tuve noticias de él. Quizá, siguiendo las órdenes de los “passeurs para evitar ser rastreados, botó su celular al mar.