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Escribo estas líneas como un gesto de gratitud y memoria. La noticia del fallecimiento del doctor Remberto Burgos me sorprendió esta mañana. Estaba llegando al hospital cuando la oí. El caso fue que me transportó a los salones del Instituto Neurológico (año 1993, aprox.), donde rotábamos para nuestras clases de neurología.
Comenzábamos a descubrir que la medicina no era solo ciencia, sino también una forma de mirar la vida. Esta reseña no pretende resumir su trayectoria, sino evocar la huella humana y docente que dejó en quienes tuvimos el privilegio de aprender de él.
Éramos estudiantes de séptimo semestre de medicina. El edificio olía a hospital, a café recalentado y a misterio. En los pasillos resonaban los pasos apurados de los residentes, el murmullo de las enfermeras y ese silencio denso que solo se interrumpe cuando alguien hace una pregunta que vale la pena.
(Lea: Falleció el reconocido neurocirujano Remberto Burgos De La Espriella)
Usualmente, el doctor Remberto Burgos ya estaba en el salón cuando nosotros llegábamos. Llevaba siempre una bata impecable, una mirada serena y esa mezcla de rigor y humanidad que solo tienen los profesores de verdad. No saludaba con formalidades.
Después de revisar el caso clínico, el motivo de consulta, la enfermedad actual y los hallazgos del examen físico, levantaba la voz con fuerza:
—¡CENDALES! —. (Se sabía mi nombre porque conocía a mi papá).
Y después, hacia la pregunta que descolocaba a todos:
—¿Dónde está la lesión… en el cuerpo o en el alma?
Al principio nos mirábamos entre nosotros, tratando de adivinar la respuesta “correcta”. Siempre decíamos “en el cuerpo” obviamente y él se reía, como quien abre una puerta hacia algo más profundo. Hoy pienso que, algunas veces, muchas lesiones están en el alma, pero decirlo en ese momento podía ser mortal.
—Bien, Cendales… en el cuerpo. Sigamos: ¿supratentorial o infratentorial? —y así continuaba, llevándonos por el mapa invisible del sistema nervioso.
Paso a paso, íbamos recorriendo hemisferios, surcos, tallo y núcleos. Pero, en realidad, sin darnos cuenta, estábamos explorando otra cosa: la frontera entre lo biológico y lo humano. Burgos nos enseñaba que un paciente no era un caso clínico, sino una historia interrumpida; que detrás de cada reflejo alterado había un miedo, una pérdida, una pregunta sobre la vida misma.
A veces, en medio de sus clases, nos hablaba de la dignidad del dolor. Decía que el buen médico no era el que localizaba rápido la lesión, sino el que sabía acompañar lo que esa lesión significaba. Nos enseñó a mirar al paciente, no a la resonancia o al TAC; a escuchar el temblor de una voz antes que el resultado de un examen, incluso a ver el desgaste de la zuela de los zapatos cuando el paciente tenía la marcha alterada.
Todavía sigo oyendo su pregunta cada vez que me cuentan un diagnóstico difícil:
—¿Dónde está la lesión… en el cuerpo o en el alma?
El doctor Remberto (como todos lo conocían) nos mostró que el cerebro puede estudiarse con bisturí, pero solo se comprende con empatía. Y que, en la medicina como en la vida, el alma también puede enfermar (y también puede sanar) si alguien se toma el tiempo de oírla.
La pedagogía del doctor Burgos no se medía en diapositivas (en esa época era lo único que había) ni en créditos académicos, sino en la huella que dejaba en la conciencia de sus alumnos.
Un mensaje a los estudiantes de medicina, o más bien, una invitación: cada paciente, cada historia, cada silencio puede contener una lección si se mira con profundidad.
Pregúntense, como lo hacía él:
—¿Dónde está la lesión… en el cuerpo o en el alma?
Tal vez ahí empieza, de verdad, el arte de curar.
*Director ejecutivo, Fundación CardioInfantil