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En Colombia hay menos azúcar y sal en la comida chatarra gracias a estas medidas

Durante años, la industria advirtió que las políticas nutricionales arruinarían el negocio y alejarían a los consumidores. Pero una nueva investigación muestra otra historia: entre 2015 y 2024, los ultraprocesados en Colombia redujeron de forma notable su contenido de azúcar y sodio gracias a metas obligatorias y etiquetas de advertencia.

Juan Diego Quiceno

27 de agosto de 2025 - 07:00 p. m.
Una investigación sugiere que los colombianos consumen hoy menos azúcar y sodio en los ultraprocesados que en 2015, cuando aún no existían algunas de las políticas nutricionales más importantes.
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Cada vez que se habla de poner etiquetas de advertencia en los productos o de aplicar impuestos saludables, las respuestas en contra son casi siempre las mismas: que la industria se quebrará, que la gente dejará de comprar, que los productos perderán sabor… Para la academia y los gobiernos que impulsan estas medidas, rebatir estos argumentos no es fácil: sus resultados solo se ven con el tiempo. Y parece que ese momento, por fin, llegó.

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Una nueva investigación sugiere que los colombianos consumen hoy menos azúcar y sodio en los ultraprocesados que en 2015, cuando aún no existían algunas de las políticas nutricionales más importantes. Entre 2020 y 2024, el país adoptó al menos tres medidas clave que, en su momento, generaron resistencia en la industria. La primera de ellas fue la resolución 2013 de 2020, con la que el Ministerio de Salud fijó metas de reducción de sodio para 59 grupos de alimentos, a cumplirse en dos etapas: la primera en noviembre de 2022 y la segunda en noviembre de 2024. La OMS estima que cada año 1,89 millones de muertes están relacionadas con un consumo excesivo de sodio, un factor bien establecido en el aumento de la presión arterial y el riesgo de algunas enfermedades cardiovasculares.

La segunda medida se adoptó en 2021 y fue reformulada en 2022: el etiquetado frontal de productos, es decir, las advertencias visibles en los empaques que alertan al consumidor cuando un alimento o bebida contiene exceso de azúcar, sodio o grasas saturadas. Si bien comenzaron a usarse etiquetas circulares con la palabra “alto”, en 2023 fueron reemplazadas por etiquetas octagonales con la palabra “exceso”, un diseño respaldado por amplia evidencia que demuestra que este formato es más visible, fácil de entender y efectivo para desincentivar el consumo de productos poco saludables, que era el objetivo.

La tercera estrategia es, de entre todas, la más reciente. En 2022, la Ley 2722 creó dos impuestos para desincentivar el consumo de productos poco saludables. El primero fue para las bebidas azucaradas y varía según la cantidad de azúcar añadida que contengan. El segundo es un impuesto sobre el precio de venta al público de los alimentos ultraprocesados que llevan etiquetado frontal de advertencia. Este impuesto se está aplicando de forma gradual: 10% en 2023, 15% en 2024 y llegará al 20% en 2025.

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¿Sirvieron?

En Colombia, el 21,5 % de los hogares consume alimentos ultraprocesados.
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La pregunta no es sencilla, admite Elisa Cadena, primera autora del estudio e investigadora de PROESA, el centro de la Universidad Icesi y la Fundación Valle del Lili que produce evidencia para guiar políticas públicas y decisiones en salud y protección social.

Hay varias formas de medir el impacto de estas políticas. En el caso de los impuestos, se pueden usar métodos econométricos que permitan confirmar si una eventual reducción en las compras se debe a la medida y no a otros factores. Pero, como los impuestos son recientes, Cadena cree que solo hasta 2026 habrá datos sólidos. Otra vía es preguntar a la gente si usa el etiquetado al comprar. Aunque no existe una encuesta nacional que lo mida, el próximo LINE —el módulo de Línea de Base de Etiquetado Nutricional y de Advertencia de la Encuesta Nacional de Situación Nutricional (ENSIN)— incluirá esta pregunta.

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La respuesta en esa encuesta, admite Cadena, será subjetiva y dependerá del producto. Aun así, la evidencia internacional indica que cerca del 50 % de las personas dicen fijarse en las advertencias para comprar, una cifra similar a la que ella ha encontrado en su tesis doctoral, donde entre el 50 % y el 60 % de los encuestados afirman utilizarla. A más largo plazo, la situación nutricional y de salud de la población colombiana es quizá el mejor termómetro para saber si estas estrategias han dado resultado: menos sobrepeso y obesidad, menor incidencia de hipertensión, diabetes y enfermedades cardiovasculares. Pero estos cambios no se ven de la noche a la mañana; hablamos de procesos que pueden tardar entre 10 y 15 años en reflejarse en las estadísticas de salud pública.

¿Qué queda, entonces? La reformulación. Básicamente, se trata de que las empresas modifiquen la composición de sus productos para reducir el contenido de ingredientes críticos como azúcares añadidos, sodio o grasas saturadas, de modo que ya no lleven advertencias frontales y cumplan con los estándares establecidos por la regulación. Este proceso puede implicar cambiar recetas, buscar nuevos insumos o ajustar procesos de producción. Y eso fue lo que el estudio de PROESA encontró que ha sucedido en Colombia.

Las investigadoras analizaron 200 pares de productos ultraprocesados —misma marca y presentación— disponibles en 2015 y en 2024. Entre los productos que incluyeron, predominaban los snacks dulces, seguidos por horneados y carnes procesadas. En el caso de las bebidas, las carbonatadas llevaban la delantera, complementadas por néctares, jugos y concentrados. La comparación buscó medir cambios en calorías, azúcares, sodio, grasas saturadas y micronutrientes clave, como calcio, hierro, zinc y vitamina A.

Los resultados muestran señales claras de reformulación. El azúcar bajó de forma consistente: en alimentos pasó de 10,7 a 8,1 gramos por cada 100 gramos, y en bebidas de 8,9 a 4,8 gramos por cada 100 mililitros. Esto se reflejó también en las calorías: las gaseosas pasaron de 41 a 20 kcal por cada 100 ml, y los jugos de 44 a 20 kcal. En los alimentos sólidos, las caídas más notables se dieron en las sopas y carnes procesadas.

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Cuando se miran solo los productos que debían cumplir metas obligatorias de sodio, el impacto es aún más evidente. En esta franja, que incluye 38 alimentos, los niveles bajaron de manera importante: en productos horneados, de 608 a 545 mg por cada 100 g, y en snacks, de 725 a 412 mg. Es decir, donde la norma apretó, la reformulación fue clara.

Aunque el 85 % de los productos cumple con el requisito de sodio y el 87 % con el de azúcares, todavía hay un 15 % y un 13 %, respectivamente, que no lo hacen. Y, de forma llamativa, un 12 % de los productos exhibe sellos de sodio sin que les corresponda, y un 3 % hace lo mismo con los de azúcar. Es decir, actores de la industria están poniendo sellos cuando la norma no lo exige, lo que para Victoria Eugenia Soto, también autora de la investigación y directora de PROESA, puede ser una señal de que la industria está reconociendo que el sello ya hace parte de la cultura de compra y que, incluso sin obligación legal, podría funcionar como un elemento de marketing o de transparencia.

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Todo esto, señalan las autoras, apunta a una reformulación claramente impulsada por las medidas regulatorias. En el caso del sodio, no había margen: la resolución de 2020 establecía metas obligatorias. Pero el etiquetado de advertencia también ha tenido un efecto fuerte, aunque la reformulación no sea su objetivo. Un ejemplo claro está en las bebidas: su contenido de azúcar pasó de 8,9 a 4,8 g por cada 100 ml. Esta cifra no es casualidad: el umbral que activa el sello frontal por “Exceso en azúcares añadidos” está en 5 g/100 ml. Que la industria haya reformulado justo por debajo de ese límite es, para Cadena, una señal evidente de que se hizo con la intención de evitar el sello obligatorio.

“Los argumentos de la industria siempre fueron: “nos vamos a quebrar, vamos a perder empleo, nuestros productos van a saber feo, y si no, vamos a quedar llenos de sellos”. Y sí, efectivamente hay productos que están llenos de sellos; lamentablemente, en esos casos no hicieron un proceso de reformulación, o lo hicieron solo en parte. Pero lo que se demuestra es que, en diferentes categorías de productos, sí se han hecho procesos de reformulación, y que es posible hacerlos sin que la población lo perciba negativamente. Si la gente hubiera notado un cambio drástico, ahí si se hubieran quebrado, la población habría dejado de comprar esos productos. Este es un ejemplo de cómo los discursos y los argumentos que antes sostenía la industria se han ido derrumbando”, resume Cadena.

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Otra historia, sin embargo, es cómo se está reformulando. Es decir, qué se está quitando, qué se está poniendo en su lugar y con qué efectos.

Los pendientes hacia el futuro

Hay muchos edulcorantes no calóricos. Los más usados en Colombia son tres: sucralosa (el aditivo de, por ejemplo, Splenda), Aspartamo (presente en edulcorantes como Sabro) y los derivados de la estevia, una planta.
Foto: Getty Images - Getty Images

Cuando en 2022 se estaba discutiendo en Colombia la necesidad de una reforma tributaria, desde el Ministerio de Salud y del equipo que conformaba Cadena, se sugirió que había que incluir las bebidas con edulcorantes no calóricos con impuestos. “Sabíamos desde entonces que la industria iba a ir hacia allá. Y eso es lo que creemos que pasó”, dice la investigadora. A pesar de que ahora mismo se encuentran adelantando una segunda parte del estudio que responderá específicamente y con detalles cómo se reformuló, adelanta que en las bebidas el cambio fue del azúcar a los edulcorantes, como se ha visto en países como Chile.

Se trata de sustancias —naturales o sintéticas— que se usan para dar sabor dulce a los alimentos y bebidas sin aportar, o aportando muy pocas, calorías. Incluyen desde opciones de origen vegetal, como la stevia, hasta compuestos artificiales como el aspartame, la sucralosa o el acesulfame K. Su uso se ha disparado en los últimos años, en parte como respuesta a la presión por reducir el azúcar añadido en los productos procesados. Aunque permiten mantener el sabor dulce y cumplir con los límites regulatorios actuales, su impacto a largo plazo en la salud sigue siendo motivo de debate científico y regulatorio.

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Por ejemplo, en mayo de 2023 la OMS publicó una nueva directriz sobre los edulcorantes, en la que desaconseja su uso para controlar el peso o reducir el riesgo de enfermedades no transmisibles. La recomendación se basa en una revisión de la evidencia científica disponible, que concluyó que, a largo plazo, estos productos no ayudan a reducir la grasa corporal ni en adultos ni en niños. Además, los estudios sugieren que su consumo prolongado podría asociarse con efectos indeseados, como un mayor riesgo de diabetes tipo 2, enfermedades cardiovasculares e incluso mayor mortalidad en adultos.

“¿A dónde debería ir la política pública? A poner impuesto, que yo sé que va a generar, otra vez, todo el debate. Pero sí, poner impuesto a las bebidas que tienen edulcorantes no calóricos. Porque, al final, yo debería sustituir el consumo de bebidas azucaradas por agua. Y las empresas que venden bebidas azucaradas también venden agua”, cree Cadena.

A diferencia de las reducciones registradas en sodio y azúcar, las grasas saturadas prácticamente no cambiaron, salvo en las carnes procesadas, donde pasaron de 6,2 a 4,8 g por cada 100 g. La razón, explican las autoras, es que la reformulación en este caso es más compleja: no basta con reemplazar el azúcar por un edulcorante y añadir algún aditivo para conservar la textura y suavidad originales. En el caso de las grasas, el cambio implica sustituir el tipo de aceite utilizado, un proceso técnicamente más difícil y costoso.

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A esto se suma que el impulso regulatorio llegó en octubre pasado, cuando el Ministerio de Salud expidió una resolución para limitar el contenido de ácidos grasos producidos industrialmente. Esa medida sí está empujando a la industria a reformular, pero los ajustes tardan más en implementarse. Por eso, proyectan las investigadoras, si el análisis se repite en 2026, es probable que ya se vean reflejados avances más claros en este frente.

Con las grasas trans pasó algo particular, casi como una “triquiñuela” de la regulación. Antes, el etiquetado las reportaba en gramos, y casi siempre aparecían cantidades imperceptibles: menos de un gramo, un gramo… Con la nueva resolución, se exige reportarlas en miligramos. Eso significa que, aunque antes figurara “0 g”, ahora podemos ver valores como 930 miligramos. El problema es que no hay un dato de referencia previo para comparar, así que no es sencillo identificar si hubo cambios reales. Aun así, este panorama debería cambiar pronto: Colombia se ha comprometido a eliminar las grasas trans producidas industrialmente, lo que obligará a que los productos las reporten en cero.

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Finalmente, cree Soto, estos procesos deberían servir como ejercicios para imaginar al Estado como un planeador: un planeador del bienestar de la población, capaz de orientar a la industria de alimentos hacia prácticas más saludables y responsables. Con resultados en mano, la política pública no solo puede corregir rumbos, sino también fijar metas más ambiciosas, acompañar a las empresas en sus procesos de reformulación y garantizar que las transformaciones se traduzcan en beneficios reales para la salud de la gente.

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