En Colombia está cursando un proyecto de ley que prohíbe las “terapias de conversión”, un conjunto de intervenciones aplicadas con la creencia de que ciertas orientaciones sexuales, como la homosexualidad, no solo pueden, sino que deben cambiarse. Pero no cambiarse por cualquier razón. “Terapia” es una palabra que deriva del griego therapeía, que significa cuidado, curación. Entonces, en Colombia está cursando un proyecto de ley que prohíbe una supuesta cura. De ahí la consigna de la comunidad LGTBIQ+ en las banderas arcoíris que izan en cada Marcha del Orgullo Gay, “No hay nada que curar”. No hay cura porque no hay nada enfermo. (Lea: Tras bambalinas de la pugna por las “terapias de conversión”)
Pero la aceptación de la ciencia y de la salud de que no hay enfermedad en la homosexualidad es más reciente de lo que muchos creerían. “Solo fue hasta la década de los noventa que la Organización Mundial de la Salud (OMS) dejó de catalogar la homosexualidad como una enfermedad mental”, recapitula Juan Felipe Rivera, coordinador de litigio de Colombia Diversa, una ONG que trabaja en favor del bienestar de la comunidad LGBT y, aun así, advierte, no es un tema zanjado. No hay que ir muy atrás para reconocerlo: solo hasta 2018 la OMS sacó la “incongruencia de género” -la transexualidad- de su clasificación de las enfermedades.
La ciencia de la salud, como cualquier otra ciencia, se basa en la evidencia. Pero esta, su recolección y también interpretación, puede tener sesgos. No es casualidad que al final de cualquier estudio publicado en una revista revisada por pares haya un apartado en el que los autores deban reconocer si tienen un conflicto de interés con el tema que acaban de estudiar. Durante medio siglo, la Asociación Estadounidense de Psiquiatría (APA) consideró que había suficiente evidencia para catalogar la homosexualidad como un trastorno mental. Jack Drescher, un reconocido psiquiatra estadounidense, describió en 2015 en un artículo, publicado en la Biblioteca Nacional de Medicina de Estados Unidos, algunas de esas supuestas evidencias y teorías.
Un gran número de psiquiatras, médicos y psicólogos estadounidenses intentaron “curar” la homosexualidad durante el siglo XX, basados en creencias como que la homosexualidad solo es un “paso”, una fase pasajera hacia el desarrollo de la heterosexualidad. La llegaron a describir como una enfermedad causada por algún defecto interno (exposición hormonal, por ejemplo) o agente externo (paternidad inadecuada, abuso sexual, etc.). “Sacaron conclusiones de muestras sesgadas de pacientes que buscaban tratamiento y luego escribieron sus hallazgos de este grupo autoseleccionado como informes de casos”, señala Drescher en su artículo. Mientras esa era la visión más general, algunos investigadores sexuales comenzaron a establecer sus propias deducciones, alejadas del canon.
Una de las primeras rupturas llegó de la mano de Alfred Kinsey, el llamado “científico del sexo”, uno de los pioneros de ese estudio en Estados Unidos. En 1948 publicó lo que llamó el Informe Kinsey, dos libros que describían las conductas sexuales del hombre y de la mujer. “Los Informes de Kinsey, que encuestaron a miles de personas que no eran pacientes psiquiátricos, encontraron que la homosexualidad era más común en la población general de lo que normalmente se creía”, dice Drescher, una conclusión que contradecía frontalmente las afirmaciones psiquiátricas de la época de que la homosexualidad era extremadamente rara en la población general, y por eso, también, una anomalía, una enfermedad. Pero sus resultados fueron recibidos con gran hostilidad.
En 1969, sin embargo, algo sucedió. El 28 de junio de ese año, Stonewall Inn, un bar ubicado en el barrio neoyorquino de Greenwich Village, habitualmente visitado por la comunidad gay de la ciudad, fue objeto de una redada de la policía local que desembocó en furiosas protestas que se extenderían durante cinco días más a otros lugares de Nueva York y de Estados Unidos. “El Stonewall convirtió un movimiento pequeño y localizado en un gran movimiento nacional que se expandió por todo el mundo”, recordó en 2019 para la agencia EFE Eric Marcus, escritor del libro “Haciendo historia: La lucha por la equidad de derechos para gais y lesbianas 1945-1990″. Así, con ese antecedente y ese ambiente, la Asociación Estadounidense de Psiquiatría llegó a sus reuniones anuales de 1970 y 1971. (Puede leer: Experto de la ONU pide prohibir “terapias de conversión” a población LGBT)
“Las protestas de activistas homosexuales lograron llamar la atención de la APA y dieron lugar a paneles educativos sin precedentes en las dos reuniones del grupo”, cuenta Drescher. Por primera vez en su historia, la organización realizó paneles con activistas homosexuales que explicaron a los psiquiatras el estigma causado por el diagnóstico de “homosexualidad”, algo que quizá los últimos nunca habían escuchado. Poco a poco, empujada por la comunidad gay, por un cambio generacional en sus líderes y por un movimiento creciente contra la psiquiatría, la organización se involucró en una deliberación alrededor de una pregunta: ¿debería estar la homosexualidad en la nomenclatura de la APA? Incluso aún más profundo, se cuestionó qué constituye entonces un trastorno mental.
Y en ambas preguntas fue fundamental el doctor Robert L. Spitzer, considerado por muchos como el padre de la psiquiatría moderna. La manera en que Spitzer llegó al tema puede describir perfectamente el motor de la investigación científica: la curiosidad. “Siempre me ha atraído la controversia, y lo que escuchaba tenía sentido. Y comencé a pensar, bueno, si es un trastorno mental, ¿entonces qué lo convierte en uno?”, recordó el científico en una entrevista con The New York Times en 2012. Entonces, se dio a la tarea de comparar diversos trastornos mentales.
Spitzer concluyó que todos los trastornos mentales causaban angustia o estaban asociados con un deterioro generalizado, todos, excepto la homosexualidad. Con sus hallazgos bajo el brazo, le propuso a la APA eliminar la homosexualidad del manual, una decisión que la organización adoptó en 1973 y que dio pie a que la OMS siguiera el paso casi dos décadas después, en 1990. Pero la conclusión de Spitzer, si bien permitió dejar de considerar la homosexualidad como un trastorno mental, no sepultó la idea de que puede ser una “enfermedad”. El científico recomendó una nueva categoría, “perturbación de la orientación sexual”, si un individuo con atracciones hacia el mismo sexo las encontraba angustiosas y quería cambiar, algo que legitimó la “terapia de conversión”.
Robert L. Spitzer estuvo en las dos caras de la historia. En 1999, al igual que sucedió en la década del setenta, se topó con otra controversia: un grupo de autodenominados ex-homosexuales que pedían que la psiquiatría considerara y aceptara terapias. Por aquellos años era fuerte en Estados Unidos una organización llamada Asociación Nacional para la Investigación y Terapia de la Homosexualidad, o Narth, que publicitaba supuestas historias de “éxito” en la conversión. “La gente en ese momento me decía: ‘Bob, estás jugando con tu carrera, no lo hagas. Pero simplemente no me sentía vulnerable``, recordó para el Times el Dr. Spitzer sobre la decisión que estaba a punto de volverlo a poner en la historia.
Spitzer reclutó a 200 hombres y mujeres que se sometieron a terapias de ese tipo y los entrevistó por teléfono, cuestionando el impacto de la supuesta “cura”. “La mayoría de los participantes dieron informes de cambio de una orientación predominante o exclusivamente homosexual antes de la terapia a una orientación predominante o exclusivamente heterosexual en el último año”, concluyó el artículo que escribió y publicó en 2001. Sus resultados causaron revuelo: los colectivos gais que antes lo resaltaban, lo cuestionaron, y los grupos de supuestos exgais comenzaron a usar su estudio como evidencia. Spitzer cometió graves errores que reconoció antes de morir, en 2015.
A pesar de que había sido publicado en una revista indexada y revisada por pares, el artículo de Spitzer no fue sometido a lectura de otros científicos, dado que era un viejo amigo del editor de la publicación, el Dr. Kenneth J. Zucker. “Conocía a Bob y la calidad de su trabajo, y accedí a publicarlo”, le dijo Zucker al diario The New York Times. Pero, además, Spitzer no probó ninguna terapia en particular y el camino para concluir lo que señaló fue que los participantes reconocieran el supuesto cambio, un error de rigurosidad que organizaciones como el Instituto Psiquiátrico del Estado de Nueva York le recalcaron entonces. Finalmente, en 2015, once años después, Spitzer se retractó. (Le puede interesar: Las mal llamadas “terapias de conversión”: una forma de tortura)
“Sabes, es el único arrepentimiento que tengo; el único profesional”, le dijo Spitzer al New York Times en 2012. Ese año la Organización Panamericana de la Salud (OPS) señaló que dichas “terapias de conversión” no tenían justificación médica y representaban una grave amenaza para la salud y los derechos humanos de las personas afectadas, y en 2016, la Asociación Mundial de Psiquiatría afirmó que “no hay evidencia científica sólida de que se pueda cambiar la orientación sexual innata”.
Tres años después de la entrevista de Spitzer, el Tribunal Supremo de EE. UU. prohibió las terapias y la Asociación Americana de Psiquiatría las rechaza actualmente. “Pero esa realidad, que las personas diversas son inconvertibles, se está quedando en el papel”, dice Mauricio Toro, proponente del proyecto que busca prohibirlas en Colombia: “¿Cómo que hoy en día hay centros de terapias de conversión donde electrocutan a las personas, las violan y las maltratan? Sí, hoy en día sigue pasando, no es un fenómeno pequeño, es oscuro, y cada vez salen más casos de víctimas”.
La “conversión” en la cotidianidad
A *Felipe lo llevaron en un par de ocasiones a un consultorio privado elegante en Medellín. Un hombre lo recibía allí, les pedía a sus padres que esperaran afuera y se sentaba junto a él en el suelo. “Entonces cogía dos muñecos, una Barbie y un Ken, y los juntaba, diciéndome que si sabía que eso era lo que estaba bien, que si entendía que eso era lo normal”. Tiene 25 años y su memoria le dispara esos recuerdos como flashes fotográficos, escenas cortas de su niñez que se difuminan segundos después. “He intentado olvidar”. Por esos años su papá tenía moto. “¿Ya vio esa pelada ahí?”, le preguntó un día el adulto al niño parrillero mientras subían alguna loma de la ciudad. “Está bonita. Dele una nalgada. Hágale”. Recuerda que no pudo, no la dio.
Las mal llamadas “terapias no se reducen solo al campamento forzado o a las violaciones, son también las consultas a los psicólogos, los psiquiatras o a cualquier profesional de la salud que intente, a través de cualquier medio, cambiar algo que no tiene por qué ser cambiado.
“Hay profesionales de la salud que siguen usando tratamientos psicológicos, incluso con medicamentos, para tratar de cambiar la orientación sexual. Se requiere una formación que le permita a la academia entender que esto es una forma de tortura, y quien lo haga está cometiendo un delito”, dice el congresista. Al igual que sucedió en 1970, cuando activistas gais les explicaron a los psiquiatras norteamericanos el impacto de ser catalogados como enfermos, Toro plantea que el primer paso es explicarles a los profesionales del sector salud de Colombia qué es una “terapia de conversión”, “para que no caigan, tal vez de manera incauta, en las redes de las personas que las promueven aquí”.
El proyecto de Toro da lineamientos al Ministerio de Salud. Algunos de ellos exigen esfuerzos para capacitar al personal y garantizar la no discriminación, modifica también la ley de salud mental para otorgar a los pacientes el derecho de no ser discriminados por su orientación y busca, en cambio, otorgar un acompañamiento que les permita a las familias entender la diversidad sexual.
“Lo que pasa hoy es que una familia incauta se da cuenta de que tiene un integrante de sexualidad diversa, que la mayoría de las veces es menor de edad, y acuden con un vecino, con el cura o con cualquier amigo cercano, y comienzan a crearse imaginarios falsos como que esto es una fase, esto es rebeldía, esto es un problema. Y a partir de que esto se vea como un problema, comienza la intención de modificar a la persona”, relata Toro. En 2020, un informe de Víctor Madrigal-Borloz, nombrado por la ONU como experto independiente sobre la protección contra la violencia y la discriminación por motivos de orientación sexual o identidad de género, señaló que los jóvenes están, de hecho, sometidos desproporcionadamente a prácticas de “terapia de conversión”. (Podría leer: “Terapias de conversión”: así es la legislación que busca ponerles fin en el mundo)
Madrigal reseña una encuesta mundial que sugiere que cuatro de cada cinco personas sometidas a estas prácticas de conversión tenían 24 años o menos en ese momento y, de ellos, aproximadamente la mitad tenían menos de 18 años, tal como le sucedió a Felipe. “El profundo impacto en los individuos incluye una pérdida significativa de autoestima, ansiedad, síndrome depresivo, aislamiento social, dificultad para la intimidad, odio a sí mismo, vergüenza y culpa, disfunción sexual, ideación suicida e intentos de suicidio y síntomas de trastorno de estrés postraumático”, señala el informe, presentado ante el Consejo de Derechos Humanos.
Felipe nunca ha hablado de sus recuerdos con sus padres y solo un par de sus amigos lo saben. En las noches, antes de dormir, rezaba un padrenuestro que terminaba casi siempre con una frase: “Y ya sabes, lo que siempre te pido, ayúdame a ser igual a los demás”. En su adolescencia dejó de rezar y no rogó más. Entendió que eso nunca iba a suceder.
*Nombre cambiado a petición de la fuente.