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Las enfermedades no transmisibles como las cardiovasculares, el cáncer, la diabetes y las enfermedades respiratorias crónicas representan aproximadamente tres cuartas partes de la mortalidad mundial, según la Organización Mundial de la Salud. Si bien las iniciativas de salud pública se centran principalmente en combatir el consumo de tabaco, la mala nutrición y la inactividad, la relevancia del bienestar psicosocial está aumentando. La OMS, de hecho, define la salud de manera amplia, incluyendo el florecimiento mental y social, lo que abre una interesante pregunta: ¿la felicidad podría influir en el riesgo de enfermedad?
Una nueva investigación publicada en Frontiers in Medicine se plantea dos preguntas en ese sentido: ¿hasta qué punto la felicidad contribuye a reducir la mortalidad por enfermedades no transmisibles (ENT)? y ¿en qué momento aumentar la felicidad deja de tener efectos positivos? Durante décadas, diversos estudios han mostrado que las personas con mayores niveles de bienestar o satisfacción tienden a gozar de mejor salud física y mental.
Sin embargo, la mayoría de estas investigaciones han partido de una suposición lineal: que “más felicidad siempre equivale a más salud”. El nuevo trabajo cuestiona esa idea y sugiere que la relación entre ambas podría ser más compleja de lo que se creía.
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Los autores proponen que el vínculo entre felicidad y salud podría no ser lineal, sino que existe un punto óptimo a partir del cual los beneficios comienzan a estabilizarse o incluso a revertirse. En otras palabras, la felicidad mejoraría la salud solo hasta cierto nivel. Para comprobarlo, los investigadores analizaron datos de más de 120 países recopilados entre 2006 y 2021, empleando un modelo permite observar cómo varía la relación entre felicidad y salud en función de diferentes niveles de bienestar dentro de las poblaciones.
El estudio incorporó una gama de variables para aislar el efecto real de la felicidad. Entre ellas se incluyen factores como la prevalencia de obesidad, el consumo de alcohol y tabaco, factores ambientales y demográficos como la urbanización, la contaminación del aire o la estructura etaria de la población, así como condiciones económicas e institucionales (por ejemplo, el PIB per cápita, el gasto público en salud y los indicadores de gobernanza. De este modo, los autores pudieron determinar con mayor precisión si los efectos de la felicidad sobre la salud se mantienen, se reducen o se revierten en distintos contextos.
El nivel de felicidad de cada país se midió con el Life Ladder Index, una escala del Banco Mundial que evalúa el bienestar subjetivo de las personas en una escala del 0 al 10, basada en la percepción individual de calidad de vida. Los resultados revelaron algo interesante: la relación entre bienestar y mortalidad no es lineal. El efecto protector de la felicidad solo aparece cuando el bienestar nacional supera un umbral de aproximadamente 2,7 puntos en la escala Life Ladder. En los países con niveles de felicidad muy bajos, los incrementos en bienestar no parecen traducirse en mejoras significativas en la salud poblacional.
Pero una vez que el bienestar alcanza niveles moderados o altos, cada aumento del 1 % en felicidad se asocia con una reducción cercana al 0,43 % en la mortalidad por enfermedades no transmisibles. Esto sugiere que, en contextos donde las necesidades básicas están más cubiertas, la felicidad puede influir positivamente en los hábitos de vida, la resiliencia psicológica y la salud cardiovascular, entre otros factores. Esto significa que la felicidad empieza a proteger la salud solo cuando la población alcanza un mínimo de bienestar. Antes de eso, los beneficios son casi imperceptibles. El valor de 2,7 puntos parece marcar el mínimo de condiciones necesarias para que el bienestar tenga impacto sobre la salud.
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Los países que superan ese umbral suelen compartir ciertas características: más gasto en salud per cápita, menor corrupción y mayor estabilidad institucional y redes de protección social más sólidas. Estos factores probablemente crean un entorno donde la felicidad —entendida como satisfacción vital, seguridad y estabilidad emocional— puede influir más directamente en el estilo de vida, la resiliencia y, por tanto, en la salud. En contraste, en los países con niveles muy bajos de bienestar, las mejoras en felicidad no bastan por sí solas: primero se necesitan reformas estructurales, como fortalecer los sistemas de salud, reducir la corrupción y mejorar la calidad de vida básica.
El estudio también encontró una relación bidireccional: la felicidad reduce la mortalidad, y una menor mortalidad aumenta la felicidad. Esto crea un círculo que los científicos califican como virtuoso: cuando las personas viven más y mejor, se sienten más satisfechas, y esa satisfacción favorece comportamientos saludables, reforzando el ciclo. Ejemplo: una población más feliz tiende a hacer más ejercicio, beber menos alcohol y alimentarse mejor, lo que a su vez reduce enfermedades crónicas y mejora el bienestar.
Los investigadores proponen entonces que la felicidad es un activo de salud pública que solo despliega su potencial cuando se alcanza un nivel mínimo de bienestar social y económico. Una vez superado ese punto, funciona como un multiplicador de capacidad, potenciando los beneficios de otras políticas sanitarias y sociales.
A partir de estos hallazgos, los autores formulan varias recomendaciones concretas. En primer lugar, sugieren que los países monitoreen el nivel nacional de felicidad —medido a través de la Escala de Vida de Cantril—, ya que aquellos que se encuentran por debajo del umbral de 2,7 puntos deberían priorizar reformas estructurales: garantizar el acceso a una atención primaria y mental de calidad, fortalecer las redes de protección social y combatir la corrupción institucional. También subrayan la importancia de invertir en prevención, con políticas dirigidas a reducir la obesidad y el consumo nocivo de alcohol, dos de los principales impulsores de la mortalidad por enfermedades no transmisibles.
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Por otro lado, los autores destacan la necesidad de promover entornos urbanos más saludables, fomentando el transporte activo, la creación de parques y espacios verdes, y el control del tráfico y la contaminación del aire. Finalmente, insisten en la importancia de alinear las políticas de bienestar con las de salud: elevar el bienestar subjetivo por encima del umbral identificado no solo mejora la salud de la población, sino que también genera un ciclo virtuoso donde una mejor salud refuerza la felicidad, potenciando de manera acumulativa el impacto de las políticas públicas.
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