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Es claro que el panorama de las muertes por COVID-19 es doloroso e incómodo, aunque para muchos hablar de este tema sea hablar de miedo. Pero en Salud Pública uno aprende a ver el bosque completo y no solamente un árbol, y en estos momentos de la pandemia esa visión cobra más rigor. Claramente en un país tan desigual como el nuestro, encajarse en una sola postura no solo puede verse egoísta, sino poco práctico para millones de colombianos que día a día hacen todo lo que pueden para lograr pasar esta pandemia, que no solo solo nos ha arrebatado vidas, sino empleo, libertad y salud mental, entre otras otras cosas.
(Le sugerimos: La salida de esta ola extendida de COVID-19, una reflexión de Laura Andrea Rodríguez Villamizar, epidemióloga)
El país ya se preparó en términos de UCI y en el fortalecimiento de los equipos territoriales -aunque no lo suficiente y de manera homogénea – ya que, dependiendo del tipo de categoría municipal, se pueden tener equipos buenos técnicamente y constantes en el tiempo. Pero también está la inconstancia en la contratación, que la vemos a simple vista en la caída de los rastreos de casos, en la disminución de pruebas realizadas en los territorios, en la disminución de la vacunación los fines de semana, en la comunicación del riesgo desarticulada y en la intermitencia de los contratos de los profesionales que, en pandemia, deberían tener por lo menos contratos los 12 meses del año.
En modelamiento siempre se hacen diferentes escenarios: el pesimista, el intermedio y el óptimo. Para mi tener las 100 mil muertes en Colombia antes de los dos años, estaba en el escenario pesimista, pues eso implicaba fallas de todos los frentes (estado, empresas, ciudadanos, entre otros). Me era incómodo pensar que como país todos los frentes fallarían al mismo tiempo. La explicación era simple: se habían realizado muchos esfuerzos en el primer año que permitieron contener miles de muertes, pero en diciembre todo cambió; las personas estaban cansadas, el encierro de un año se había traducido en todas las expresiones de inconformismo que puede tener un ser humano (pero es que los colombianos y en todo el mundo, no estaban preparados para una pandemia de este tamaño) y todo comenzó a cambiar. Los picos empezaron a crecer y a esto se sumaron los cambios en el virus traducidos en variantes de preocupación y de interés que aumentaban la trasmisión del virus en una Colombia que aún tenía población susceptible. Y aunque muchos pensaron que enero sería el último mes difícil, los que seguimos la pandemia con datos y acciones de campo, sabíamos que tener más del 50% susceptibles en abril en todo el país, significaba que el camino por recorrer era amplio y más aún con un ritmo de vacunación que no era constante y que aún no alcanzaba esas anheladas 250 mil dosis diarias siete días de las semana.
Otra cosa que no se ha comprendido es que la pandemia en Colombia no es homogénea y que seguirla pensando como país no es correcto: que está territorializada y que las medidas que se tomen deben tener esa mirada para hacer aperturas graduales que permitan el tan anhelado equilibrio. Pensar en encierros o cuarentenas sin ayudar económicamente a los más vulnerables no es posible y, en nuestro país, eso no va pasar por más que se quiera, y esa es una realidad que tenemos que enfrentar. Los entes territoriales tienen curvas distintas, avances de la enfermedad diferentes, donde unos pueden pensar en avanzar y otros en seguir conteniendo, todo mientras vacunan.
Y viene la palabra más esperanzadora: vacunar... Exigimos que llegaran vacunas, que se cumpliera el cronograma presentado en enero, y aunque no se cumplió al 100%, más del 75% de las dosis prometidas en cronograma están en el país. Sin embargo, aún hay más de 5.5 millones (al 11 de junio) de dosis sin aplicar y hasta ahora no hemos podido lograr una semana completa (7*7) con más de 250 mil dosis diarias, y aquí hay varios responsables: las EPS que siguen ahí silenciosas sin aportar más de lo que pueden y deben, y los entes territoriales.
Pero es importante recordarle al lector: muchos escriben en redes sociales que les ha dado COVID-19 aún estando vacunados. Pero siempre hemos sido claros: las vacunas son para evitar muerte y enfermedad grave y que, hasta que no tengamos un porcentaje importante de la población cubierta con vacunación, hay que seguir cuidándonos, y eso no quiere decir que las vacunas no sirven. Siguen siendo lo mejor que nos ha pasado. ¿Se imaginan un escenario de picos sin vacunación? Yo personalmente no me alcanzo a imaginar esta misma ola sin vacunas, de verdad que no.
Pero lo que escribo no es para pensar que hemos hecho todo mal. No. Es claro que avanzamos muchísimo, pero ese factor que no se puede modelar juega un papel muy importante en este momento. Nosotros, los ciudadanos, estamos cansados, y comunicar los riesgos es cada vez más difícil en una lucha constante de noticias falsas y desorden en la información.
Lo único que sé en este momento es que nadie me quita el principio de la buena fe. Ese que habla del ciudadano que se cuida, que va a un espacio abierto, que sabe cuáles son sus burbujas y que no se cansa de hablar de prevención, aunque parezca disco rayado. Del ciudadano que aprendió lo anterior en solo un año, a partir de una infodemia que le ha permitido seguir a personas que le aportan en conocimiento, actitudes y prácticas. Y, aunque su riesgo no será cero, hace todo lo posible por estar en el menor valor, porque sabe que las suma de sus acciones contribuye a que las cosas mejoren.
Yo, día a día, seguiré pensando en ese ciudadano, que pregunta sus dudas antes de compartir cualquier cadena, que confía en la ciencia y que sabe que tiene incertidumbre, pero que, a pesar de estar cansado: ¡sigue ayudando! Porque aprendió a ver el bosque y no sólo cada árbol.