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Mi calendario

En la enfermedad, el tiempo social se suspende. Nunca se sabe qué día de la semana o del mes es. Solo que el resto de la humanidad sigue y la angustia por la pérdida de referentes temporales ya no es compartida sino solitaria.

Tatiana Andia
17 de enero de 2025 - 12:24 a. m.
Tatiana Andia es historiadora, economista y socióloga.
Tatiana Andia es historiadora, economista y socióloga.
Foto: Cortesía
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Hace rato quería escribir sobre “el tiempo” porque el tiempo de los enfermos terminales transcurre diferente al tiempo de los sanos. El tiempo de los enfermos terminales está suspendido, porque la idea misma de futuro está suspendida.

Muchas veces hemos dicho con Andrés Elías que lo único que se le parece a esto que vivimos es la época de la pandemia. Esa época, a la que muchos le llamamos “encierro”, es lo único que me ha parecido comparable, en mi propia experiencia, a la forma en la que la transcurre el tiempo en la enfermedad, con la notable diferencia de que, en ese momento, todos experimentamos la desorientación temporal y espacial al mismo tiempo.

De una u otra forma, fue una experiencia compartida. El encierro, le llamamos muchos, poniéndole el énfasis en el aislamiento espacial, autoinfligido, en gran parte (por las medidas sanitarias). Pero no olvidemos que el aislamiento fue también temporal. Cada cual experimentó ese tiempo de forma diferente. Para unos se sintió como una eternidad, para otros, “se pasó volando”. Creo que esa percepción diferente responde a la incertidumbre. Cada cual enfrenta a su manera la pérdida de referentes temporales sociales claros.

Pues, en la enfermedad, el tiempo social también se suspende. Nunca se sabe qué día de la semana o del mes es. Solo que el resto de la humanidad sigue y, por lo tanto, la angustia por la pérdida de referentes temporales ya no es compartida sino solitaria. Mi calendario, que antes estaba lleno de reuniones periódicas con colegas (muchas de ellas insulsas) y de reuniones programadas con antelación (que habrían podido ser un correo electrónico), ahora solo tiene citas médicas, recordatorios de tomas de medicamentos y visitas programadas de familiares y amigues. No hay necesidad de madrugar. El día es lo que ocurre entre la pastilla de las 8 am y la de las 8 pm.

En mi calendario tengo registradas las fechas de arribo de quienes viven fuera y prometieron venir a vernos. Esas las anoto con emoción. “Llega Juana”, “llega Nicolás”, “llega Marris”, “llega Carlos Andrés”. Nuestros tiempos son los de los demás. Sé perfectamente la programación, los planes de vacaciones y los viajes de trabajo de mis amigues más íntimos.

En fin, el tiempo se transformó en esta baba informe y sin referentes claros. Los días transcurren amorfos. Los hitos del tiempo social pierden sentido y se nota mucho cuánto esfuerzo colectivo hay invertido en preservar esos hitos: que el fin de semana, que el fin de semana con lunes festivo (o “puente”), que el Halloween, que la Navidad, que el año nuevo... Nada de eso tiene sentido para uno, excepto porque aumenta la probabilidad de que los seres queridos tengan tiempo libre para visitar. Para el enfermo, todos los días son iguales.

Lo otro que es muy diferente del tiempo de los enfermos es que ya no existe el afán (excepto si uno se retrasa de camino a una cita médica). Pero, ¿qué tiempo está menos mal? ¿El de los enfermos, que es solitario, pero que es libre; permite pensar, compartir, escribir? ¿O el de los sanos, que transcurre afanado entre actividades sociales impuestas —muchas de ellas sin sentido—, y que no da tiempo para leer, para pensar y, mucho menos, para escribir?

*Tatiana Andia es historiadora, economista y tiene un PhD en Sociología. Desde que fue diagnosticada con cáncer, ha escrito varios textos, como este, compartiendo sus reflexiones. Los otros que ha publicado pueden leerse en el portal Razón Pública.

Los dos anteriores publicados en El Espectador, son: Las líneas grises: lo que he aprendido de la última etapa del cáncer y Los hombres que me cuidan.

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Por Tatiana Andia

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