“Yo sabía que Shimon Sakaguchi se iba a ganar el Premio Nobel. Lo que hizo fue maravilloso. Su artículo fue sencillísimo, pero abrió una página inmensa en la inmunología. ¡Por fin!”.
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John Mario González es inmunólogo y profesor de la Universidad de los Andes, y esta mañana recibió con mucha satisfacción el anuncio del Instituto Karolinska, en Suecia: el primer Nobel del 2025 fue para ese investigador japonés que abrió un camino gigante para los inmunólogos. También se lo otorgaron a otros dos estadounidenses, Mary E. Brunkow y Fred Ramsdell, que se encargaron de completar el rompecabezas que empezó a armar Sakaguchi en la década de 1990 y que hoy es la base de muchas investigaciones.
Las palabras de Olle Kämpe, presidente del Comité del Premio Nobel, sintetizan bien el motivo de la elección, que ha sido aplaudida por quienes se encargan de estudiar cómo el cuerpo se defiende de los microorganismos externos: “Sus descubrimientos han sido decisivos para nuestra comprensión de cómo funciona el sistema inmunológico y por qué no todos desarrollamos enfermedades autoinmunes graves”.
(Puede ver: ¿Por qué hay más personas jóvenes con cáncer?)
Precisamente, por eso es que tanto González, como Carlos Álvarez, médico infectólogo y profesor de la U. Nacional, creen que no es descabellado calificar ese logro como un “nuevo capítulo” en el libro gigante y complejo que constituye nuestro sistema inmune, el que nos protege de los miles de bacterias y virus que, día tras día, intentan entrar a nuestro organismo.
“Es un reconocimiento para un descubrimiento muy importante. Ellos se encargaron de mostrar una complejidad que, hasta entonces, no entendíamos en ese sistema”, añade Álvarez.
Quienes eligieron ese campo de la medicina han adoptado una analogía bastante útil para simplificar ese mundo. La mayoría compara el sistema inmune con las diferentes fuerzas armadas que pueden defender a un país. Esa defensa la conforman los glóbulos blancos que, a su vez, se divide en diferentes “tropas”. Una de ellas son los linfocitos, de los cuales hay diferentes clases. Su “especialidad” depende, añade Álvarez, de por dónde entra el enemigo. Algunos atajan microorganismos que, por ejemplo, logran evadir el control inicial.
Otros hacen parte de un “comando especial” que controla a los demás. “Es como una especie de comando inspector que evita que el resto del ejército no haga excesos ni se le vaya la mano”, agrega Jorge Gómez Marín, director del Grupo de Investigación en Parasitología Molecular de la Universidad de Quindío.
Ese “comando” especializado fue el que detectó Shimon Sakaguchi. Con una publicación en 1995 en la revista The Journal of Immunology dio a conocer lo que hoy llaman las “células T-reguladoras”, un tipo de linfocitos. Como señaló en un comunicado el Premio Nobel, el profesor de la Universidad de Osaka, en Japón, decidió remar contra la corriente cuando sus demás colegas empezaban a abandonar ese campo de investigación.
Aquellas células T-reguladoras, recuerda González, eran una especie de mito entre los inmunólogos. Su existencia encajaba muy bien para explicar cómo el sistema inmune sabe con precisión qué atacar y qué proteger, pero demostrarlo no había sido tan sencillo. Si hay microorganismos que se camuflan muy bien entre nuestras células, ¿cómo puede nuestro sistema de defensa pelear contra ellas y no atacar a nuestro cuerpo?, se preguntaban a lo largo del siglo XX. (Vea: El otro extremo del espectro del peso: personas muy delgadas)
Sakaguchi encontró la pieza clave de ese rompecabezas. Con experimentos en ratones, demostró que los animales que no tenían a ese “comando especial” desarrollaban enfermedades autoinmunes, en las cuales el sistema inmune se confunde por error y ataca a células y tejidos sanos, como sucede en el caso de la artritis reumatoide, el lupus o la esclerosis múltiple. Sin embargo, al “administrarles” las células T-reguladoras, la progresión de la enfermedad se detenía.
“Es un premio que he estado esperando”, le dijo al diario The New York Times, Alexander Marson, director del Instituto de Inmunología Genómica Gladstone-UCSF en San Francisco. “Encontrar una población de linfocitos —las células T-reguladoras— que se había pasado por alto y que mantiene el sistema inmune en equilibrio fue fundamental” para comprender esas enfermedades y el cáncer.
Pero ese capítulo fue leído con cierto escepticismo por algunos colegas que, como reseña la organización del Premio Nobel, requería más pruebas. Y, justo ahí, aparecieron los estadounidenses Mary E. Brunkow y Fred Ramsdell para terminar de escribirlo.
Hay algo raro en esos ratones
Para hacer la historia corta, Brunkow, Ph.D. por la Universidad de Princeton, y Ramsdel, Ph.D. por la Universidad de California, tuvieron una buena intuición en los años noventa. Mientras trabajaban en la empresa de biotecnología Celltech Chiroscience, en Washington, EE. UU., que desarrollaba fármacos para enfermedades autoinmunes, se les ocurrió que si lograban comprender cuál era la causa de una mutación en unos ratones, podrían saber más sobre el origen de estas enfermedades.
Esos ratones machos, que pertenecían a una cepa que llamaron “Scurfy” y que había sido detectada en estudios de las consecuencias de radiación causada por la bomba atómica, tenían una rebelión en su sistema inmune. Sus células T destruían sus tejidos y los conducían a la muerte.
Encontrar la mutación en el ADN de los ratones en aquellos años era como buscar una aguja en un pajar. Pero con mucha paciencia y creatividad, Brunkow y Ramsdell hallaron 20 genes que eran posibles candidatos. Examinaron uno por uno hasta dar con el defectuoso. Lo denominaron FOXP3.
El siguiente paso era saber si había una variante humana de ese gen. Sospechaban que podía estar relacionado con una enfermedad autoinmune que se suele resumir como el “síndrome IPEX” o trastorno autoinmunitario hereditario raro. Tras indagar en bases de datos y mapear las muestras de niños que les ayudaron a recolectar pediatras a lo largo del mundo, dieron en el clavo: había mutaciones dañinas en el gen FOXP3. Su estudio lo publicaron en la revista Nature Genetics, en 2001.
Un par de años después, Sakaguchi y más investigadores demostraron que ese gen es el que controla el desarrollo de las células T reguladoras, es decir, el “comando especial” que está pendiente de que otras células no comentan errores.
“Eso nos ha permitido conocer mucho más de las enfermedades autoinmunes, diagnosticarlas a tiempo y buscar tratamientos”, explica Álvarez. “Ellos encontraron la evidencia y empezaron a escribir ese nuevo capítulo. Es muy emocionante que se hayan ganado el Premio Nobel”, complementa González.
Las otras páginas se están escribiendo ahora mismo. Hay ensayos clínicos que, tomando como base ese conocimiento sobre las células T-reguladoras, están buscando caminos para hallar tratamientos para las enfermedades autoinmunes o para acceder a los tumores. Por lo pronto, los galardonados celebraron el reconocimiento. Les darán, para los tres, 11 millones de coronas suecas, que equivalen a un poco más de USD 1 millón 170 mil (dólares).
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