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Las emociones son esenciales para la supervivencia de la especie y siempre nos informan algo: sentimos tristeza frente a las pérdidas, rabia frente a las injusticias, y miedo o ansiedad frente a las amenazas. Alegría cuando algo nos gusta y cuando tenemos éxito; sorpresa cuando hay un cambio rápido, no esperado; asco frente a sustancias desagradables o desprecio frente a algo que consideramos bajo.
Tal como Beck, Eckamn y Goleman lo plantean, cada una de esas emociones, además de constituirse en una señal, activan al individuo de maneras específicas: frente a la tristeza buscamos compañía y tendemos a reflexionar; al sentir miedo, buscamos escaparnos o evitar; frente a la rabia (ira), buscamos acciones defensivas; al sentir alegría nos acercamos y construimos vínculos; ante la sorpresa orientamos nuestra atención a nuevos estímulos, facilitando la adaptación rápida a cambios. El asco nos ayuda a evitar el contacto o consumo de sustancias que podrían ser perjudiciales o tóxicas; el desprecio a alejarnos.
La capacidad de experimentar emociones está en nuestro ADN. Aaron Beck, autor de uno de los modelos cognitivos basado en la evidencia para conceptualizar y tratar trastornos psicológicos, plantea el concepto de “proto esquema”: estructuras cognitivas básicas que detectan, evalúan y movilizan respuestas a estímulos vitales para la supervivencia. Esto quiere decir que nacemos con la capacidad de experimentar las emociones básicas: no necesitamos aprender a sentirlas ni a reaccionar a ellas. Sin embargo, con la experiencia vamos aprendiendo a modular su expresión y a generar alternativas de acción frente a ellas.
Desde el nacimiento hasta la muerte nos vemos enfrentados a situaciones que nos generan frustración. Esta es absolutamente normal y necesaria, caracterizada por una mezcla de tristeza, rabia, y decepción. Se considera una emoción negativa porque se siente de manera desagradable. Se constituye en una señal de que no estamos logrando lo que queremos y frente a esta señal, vamos aprendiendo una habilidad esencial en el desarrollo: la habilidad de tolerar la frustración, que es la capacidad de lidiar con esa emoción que es desagradable de sentir, reaccionar ante ella y buscar alternativas: buscar otros caminos para lograrlo, cambiar de objetivo ajustando las expectativas o entendiendo que lo que queremos no es viable y abandonamos esa meta.
Esa habilidad se aprende. Necesita de la experiencia. Aquí los padres, la familia extensa, los educadores, tienen una misión clara: fortalecerla para facilitar la resiliencia. Cuando nacemos la tolerancia a la frustración tiende a ser menor y se espera que con el paso del tiempo, así como con las experiencias de logro y fracaso en nuestras realidades materiales y emocionales, vayamos aumentando esta habilidad de generar alternativas: Es claro es que no podemos conseguir todo lo que queremos.
La baja tolerancia a la frustración es, entonces, la incapacidad de generar alternativas frente a la frustración, la dificultad de perseverar y luchar contra las dificultades. Una dificultad para manejar sentimientos negativos como el estrés, la incomodidad o la no satisfacción de sus deseos.
Las personas con baja tolerancia a la frustración tienden a atribuir sus fracasos a algo externo, a los demás, a las circunstancias. Les cuesta trabajo identificar en ellos mismos una incapacidad o una habilidad que no han desarrollado aún o que es frágil. Se rinden fácil al percibir posibles obstáculos. Tienden a centrarse en sus emociones negativas, sin buscar la manera de lidiar con ellas. Lo que vemos es a personas impacientes, dependientes, exigentes y pasivas. Para quienes esperar, ir poco a poco, es muy difícil. Lo quieren todo ya y de manera sencilla.
Tienden a percibir que el mundo está en deuda con ellas. Es como si partieran de la base de que se merecen todo por el hecho de haber nacido. ¿De dónde sale la idea de que nos merecemos todo? ¿La expectativa de que debemos poder lograr todo lo que queremos?, La sensación de que el sufrimiento es evitable? Tal como lo plantea Rieff en su artículo “Crisis de salud mental o crisis de expectativas”: “a los jóvenes se les ha vendido la promesa de que sus deseos deberían ser sus destinos”.
Cada vez más estamos viendo en nuestra práctica clínica cómo esta habilidad está en franco desuso y necesitamos fortalecerla. Tolerar mejor la frustración implica establecer metas realistas, es decir, objetivos susceptibles de ser logrados, teniendo en cuenta que los errores son parte esencial de cualquier proceso. Implica entender que no todo lo que queremos se puede lograr. Una pregunta guía que puede resultar útil es “¿estoy haciendo lo mejor que puedo con lo que tengo?”; no con lo que quisiera tener o me gustaría tener, sino con mis capacidades, mis habilidades y los recursos con lo que cuento.
Nunca será agradable frustrarse, pero es inevitable que nos frustremos, de hecho, es esencial hacerlo. De la habilidad para enfrentar y manejar la frustración depende en gran parte lo que podamos lograr en nuestras vidas.
*Psicóloga Clínica, FAED / Co-directora científica Programa Equilibrio
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