Esta semana cogí un avión por primera vez desde que la pandemia del coronavirus llegó a Colombia, en febrero de 2020. Era un viaje muy corto de trabajo, pero se sintió como un viaje a la Luna. Entre las cosas que me impactaron, además de lo desolado del aeropuerto, fue la sensación de novedad frente a algo que se había vuelto tan usual, tan cotidiano o tan natural como volar. Y es que volar no es natural, es sorprendente. La existencia de una industria aeronáutica con su innovación, la profesionalización de sus trabajadores, las garantías de seguridad, la estandarización de sus procesos, entre otros, solían ser un símbolo de desarrollo tecnológico y económico. No es gratuito que hace menos de 50 años se considerara una de las industrias que podía liderar la transformación productiva de países en vías de desarrollo como Colombia, junto con otras industrias intensivas en tecnología, como la farmacéutica o la automotriz.
Pero más importante aún, volar no es barato y por más economías de escala que haya conseguido la industria aeronáutica a lo largo de los años, en el mundo prepandémico ya nos habíamos dado cuenta de que los precios de los tiquetes no reflejaban el verdadero valor del viaje. Los precios de los pasajes de avión ya no se asociaban con la distancia recorrida ni con el servicio prestado, es decir, estaban disociados de los costos de operación como la gasolina, el mantenimiento o los salarios. El precio de los pasajes mucho menos incorporaba el costo de la contaminación ambiental producida por la emisión de gases efecto invernadero de los aviones o de la huella ambiental de los pasajeros.
En otras palabras, y como lo ha evidenciado la economista Mariana Mazzucato, el capitalismo prepandémico financializado oscureció el verdadero valor de las cosas y el aporte de las personas que las producen.
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Darse cuenta de que volar no es natural, ni barato, ni necesariamente remunera de manera justa a las personas que mayor valor generan en la industria, ni incorpora el impacto negativo ambiental que genera, no es muy distinto a darse cuenta de que los niveles de desigualdad y de deterioro ambiental que habíamos alcanzado antes de la pandemia son insostenibles.
El pare obligado de la economía para proteger la salud pública nos mostró que demasiadas personas dependen de la economía informal y que ese sector venía absorbiendo buena parte de la carga del subempleo y el desempleo. El encierro en nuestras casas compartiendo el espacio en familia nos mostró que las actividades de cuidado son esenciales para el funcionamiento de la sociedad y que estas actividades no solo están mal remuneradas, sino que están mal distribuidas sobrecargando desproporcionadamente a las mujeres.
La imposibilidad de contar con servicios públicos y privados de educación nos hizo darnos cuenta de la importancia de estos para lograr objetivos que van mucho más allá del desempeño académico de los niños. Los colegios son el lugar donde ocurre la socialización, que es un objetivo tanto o más importante que la adquisición de conocimiento, y su existencia permite que los padres, y especialmente las madres, puedan cumplir con sus expectativas de vida. Los colegios son además el lugar donde muchos niños obtienen su único alimento del día.
El contagio creciente de familiares, amigos y conocidos nos reveló la interdependencia en la que vivimos y la relación innegable que existe entre el comportamiento individual y los efectos colectivos. Los requerimientos de infraestructura y tecnología hospitalaria nos mostraron la importancia del sistema de salud y de que este no discrimine por clase, género, orientación sexual, raza o ninguna otra diferencia. El sacrificio de profesionales de la salud durante los peores momentos de la emergencia nos mostró que su trabajo había estado por años precarizado, a pesar de ser unos de los profesionales más valiosos para la sociedad.
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La pérdida o la precarización del empleo y las dudas que aún tenemos sobre cómo saldremos de la situación en la que nos encontramos nos mostró que la incertidumbre acerca del futuro es un estresor que afecta no solo la salud física, sino la salud mental. Esa incertidumbre es la misma a la que habíamos condenado a muchos niños, jóvenes y familias para las que las oportunidades y las condiciones de vida digna nunca estuvieron garantizadas por razones económicas o asociadas a la violencia.
La lista podría continuar por mucho tiempo. En últimas, la pandemia nos volvió a todos sociólogos. La pandemia hizo visibles los hilos y las relaciones detrás de lo que dábamos por sentado, de lo que habíamos naturalizado. La pandemia nos permitió conectar nuestra biografía con la historia, y por eso mismo, estoy segura, nos hará más humanos.
* Historiadora y economista. PhD, en sociología. Profesora de la U. de los Andes.